x2-historia-nacion-latinoamericana-abelardo-ramos-pena-lillo-16344-MLA20119646893_062014-F

MARXISMO Y CUESTIÓN NACIONAL

x2-historia-nacion-latinoamericana-abelardo-ramos-pena-lillo-16344-MLA20119646893_062014-FAutor: JORGE ABELARDO RAMOS

(Capítulo VI de “Historia de la Nación Latinoamericana” – 2ª edición – agosto de 1973)

“Quien se empeñase en reducir la economía política en la Tierra del Fuego a las mismas leyes por las que se rige hoy la Economía de Inglaterra, no sacaría evidentemente nada en limpio. Como no fuese unos cuantos lugares comunes de la más vulgar trivialidad.” Federico Engels.
“Estados Unidos labraron su grandeza nacional mediante la unión de sus Estados; ahora impiden que América Latina haga lo mismo. Los civilizadores cierran el paso a los que pretenden civilizarse.” León Trotsky.

La formación de la nación es el lógico coronamiento político y jurídico del desarrollo de la sociedad burguesa. Como el capitalismo encontró históricamente su centro generador en Europa, del mismo modo la formación de las nacionalidades nos ofrece su marco clásico en el Viejo Mundo. Dicho proceso había sido antecedido por la precoz creación de la nación inglesa en el siglo XVII. Pero es a partir de la revolución de 1789 en Francia, hasta la formalización de la unidad nacional alemana en 1870, que se desenvuelve el ciclo fundamental de movimiento de las nacionalidades europeas.
Por las vicisitudes del proceso histórico algunas naciones europeas y euroasiáticas como Turquía, concluyen su revolución nacional democrática hacia 1910 y 1912; las guerras balcánicas, la destrucción del Califato y del imperio multinacional turco, así como la primera guerra imperialista dan a luz tardíamente nuevos Estados nacionales. El viejo irredentismo polaco toca así a su fin. Pero estos Estados nacionales eran el complemento rezagado de los movimientos nacionales aludidos del siglo XIX.

1. EL MARCO HISTÓRICO DE LOS MOVIMIENTOS NACIONALES

Cuando Europa ya entra en su fase imperialista, hacía 1880, comienza el despertar nacional de los pueblos atrasados del Asia. Avanzado el siglo XX, se producirán nuevos movimientos nacionales en África y América Latina. Estos últimos ya no responderán a una exigencia interna de las fuerzas productivas desatadas por el capitalismo nacional, sino que brotan, al contrario, de su resistencia al progresivo aniquilamiento económico que se cierne sobre las colonias con la crisis del régimen imperialista mundial.
Mientras que los movimientos nacionales del siglo XIX respondían plenamente al desarrollo de los países donde se originaban, en el marco general de un triunfal desenvolvimiento de las fuerzas productivas, los movimientos nacionales de nuestra época se originan inversamente en la ruina del imperialismo y aparecen, en consecuencia, en la época del triunfo del socialismo. Esta diferencia básica en las razones de su aparición condiciona su naturaleza y sus particularidades.
Marx y Engels se educaron y pensaron en las condiciones creadas por el crecimiento del capitalismo europeo y la formación de la nación alemana e italiana. Presenciaron las luchas de Polonia por librarse del yugo sofocante del Imperio multinacional zarista, así como de las heroicas luchas de Irlanda contra la opresión británica. En sus obras se multiplican las referencias, artículos, cartas y observaciones sobre las características que asumían en cada fase dichos movimientos nacionales (1).
Como era natural, los maestros del socialismo conceptuaron estas luchas nacionales como propias de una Europa en transformación, donde se advertía ya la presencia del proletariado, traído al mundo por las mismas fuerzas productivas que habían creado el Estado Nacional. El resto del planeta – Asia, África, América Latina – desenvolvía su historia bajo otras leyes, sujetos pasivos de una marginalización tajante y con respecto a los cuales no podía hablarse siquiera de la formación de un tipo de sociedad capitalista a la manera europea. Es cierto que en América Latina había surgido una tentativa de crear una Nación o Confederación Latinoamericana, propuesta por Bolívar, pero ya hemos indicado las razones de su derrumbe: en la “anfictionía americana” de Bolívar había de todo, menos relaciones capitalistas de producción; estaban los ejércitos, pero había carecido siempre del Tercer Estado y no vería la luz sino un siglo más tarde algo parecido a la burguesía en su versión más mezquina.
Para Marx y Engels, en consecuencia, los movimientos nacionales europeos que tendían a la constitución del Estado Nacional estaban históricamente legitimados porque sólo dentro de los cuadros del Estado Nacional podía la circulación mercantil alcanzar su pleno desenvolvimiento (2).

2. CAPITALISMO Y NACIÓN

Dicho Estado Nacional debía asentarse sobre un territorio común. Sus habitantes estaban ligados entre sí por una tradición cultural análoga y se relacionaban por una lengua común y una “psicología nacional” elaborada por un largo período de convivencia. Esa comunidad entrelazada por territorio, lengua, tradición cultural y psicología, encontraba su fundamento dinámico para constituir su Estado Nacional en un desarrollo previo de relaciones capitalistas de producción que con frecuencia se remontaba al antiguo artesanado del Renacimiento, como en Italia, y a una historia económica donde las sobrevivencias feudales básicas – propiedad territorial, aduanas interiores, tasas, gabelas, obligaciones personales, producción individual de mercancías – habían sido barridas por una larga evolución.
El Estado Nacional, preparado por el absolutismo, con frecuencia instaurado por enérgicas revoluciones, o por guerras nacionales, daba paso al progreso general y facilitaba un amplio desarrollo del capitalismo. La centralización del poder económico y la aparición de la democracia política burguesa no era menos importante para Marx que la cohesión del nuevo proletariado engendrado por la flamante sociedad y el despliegue correlativo de la lucha de clases en el vasto escenario del Estado Nacional. Por esa razón ni Marx ni Engels se prodigaron más de lo que consideraban estrictamente necesario en la formulación de una teoría sobre la cuestión nacional. Daban por supuesto, ante el desarrollo capitalista que se producía ante sus ojos, que el mundo periférico no alcanzaría a pasar por esta etapa burguesa y que la revolución socialista de las naciones civilizadas lograría triunfar mucho antes que las colonias y semicolonias entrasen a la historia universal (3).
El triunfante socialismo europeo, con su poder económico centuplicado por la desaparición de las fronteras nacionales, ayudaría entonces a las colonias y territorios atrasados en “estado de naturaleza”, a evolucionar de modo incruento hacia la civilización socialista. Ambos eran europeos de genio, pero europeos al fin y a pesar de su vigor profético no estaban en condiciones de adivinar la aparición del imperialismo, ni de concebir el surgimiento de nuevos movimientos nacionales en el próximo siglo XX, justamente en los Nuevos Mundos de esa lejana frontera histórica. Excepción hecha de los cónsules ingleses y de los naturalistas alemanes, toda la Europa ilustrada poseía una idea muy vaga del continente colombiano. Como en los tiempos de Hegel, los pensadores de Europa, Marx entre ellos, consideraban a la América Latina como un hecho geográfico que no se había transmutado todavía en actividad histórica.
Podría agregarse que los discípulos contemporáneos de Marx (en Europa y en América) no tienen las mismas razones para ignorarla que los grandes maestros.

3. MARX Y LA IDEA DE PATRIA

La sacralización de Marx ha contribuido a forjar la imagen de un dios infalible, en la cuestión nacional como en muchos otros importantes problemas. Recordemos que al día siguiente de escribir su soberbio “Manifiesto Comunista” (1848), en el que puede leerse la frase: “los obreros no tienen patria”, Marx, Engels y los hombres del Club comunista de París viajaban a la Alemania revolucionaria a incorporarse junto a la burguesía en la lucha por la democratización y la unidad de la nación feudalizada. Para cumplir esa tarea Marx dirigió la “Nueva Gaceta del Rin”, con los fondos que lograron extraerle a la medrosa burguesía renana, cuyo mayor temor en este mundo era hacer su propia revolución (4).
Con toda razón Trotsky escribía noventa años después del “Manifiesto Comunista”, al analizar el envejecimiento y modernidad del célebre documento: “ Los problemas de la estrategia revolucionaria en los países coloniales y semicoloniales, no son tratados ni siquiera someramente en el Manifiesto. Estos problemas exigen soluciones particulares. Así por ejemplo, es evidentísimo que si la “patria nacional” ha llegado a ser el peor freno histórico en los países capitalistas desarrollados, constituye todavía un factor relativamente progresivo en los países atrasados que están obligados a luchar por su existencia independiente” (5).
No todos los enunciados de Marx han logrado resistir las “injurias del tiempo”. Pero la relativización de algunos puntos de su gran obra pone de relieve la genial arquitectura del conjunto y también permite poner en guardia contra el riesgo de incurrir en la falacia del sistema cerrado y de concluir militando en la “clerigalla marxista” que tanto despreciaba el viejo Franz Mehring.
Justamente debido a esa fertilidad contagiosa y a la esencial heterodoxia que íntimamente lo distingue es que el marxismo ha llegado a impregnar tan profundamente la vida intelectual de nuestra época.
Entre las ruinas de la ciencia económica burguesa y de la sociología que miraba desde lo alto a Marx, se erige hoy triunfalmente el marxismo viviente; de sus enemigos se ha encargado la historia. De sus “amigos” deben cuidarse los marxistas verdaderos.
Pues contra todas las previsiones de Marx, la revolución ha estallado y se ha propagado no en los focos de la civilización occidental, sino en las márgenes coloniales y semicoloniales del globo. Esto no ha invalidado el marxismo, sino que lo ha enriquecido con nuevos problemas a los que sólo el marxismo puede dar respuesta. Ya Marx había adelantado los primeros elementos del análisis que permitirán a Lenín a elaborar la política nacional del proletariado.

4. LA UNIDAD NACIONAL DE ALEMANIA

La candente cuestión de la unidad alemana fue resuelta inesperadamente por los Junkers prusianos bajo la dirección de Bismarck; esta solución no contó con las simpatías de Marx y Engels al principio. Les repugnaba que esa gran causa histórica estuviese en manos de la camarilla dinástica de los Hohenzollern y de los terratenientes prusianos. Formados en la tradición intelectual renana, que había mirado siempre desde arriba a los rudos militares de Prusia, Marx y Engels veían en la dinastía de Guillermo un instrumento de la diplomacia zarista. Abrigaban excesivas ilusiones sobre el fuego revolucionario de la burguesía alemana, en la que veían, con obvio rigor teórico, a la creadora de un Estado nacional que debía interesarle ante todo a ella. Esos cálculos resultaron errados (6).
No fue la burguesía alemana, con sus fabricantes, intelectuales y funcionarios la que subió sobre el escalón del Zollverein para construir el imponente edificio de la Nación alemana, sino justamente los terratenientes armados de Prusia, reunidos alrededor de la bandera monárquica. ¡No se lanzaron a unificar Alemania para crear el mercado interno único sino para expandir el poder de la dinastía!
Naturalmente, no debemos llevar muy lejos este juicio. Tampoco los junkers desconocían la necesidad militar de contar con una interrelación económica entre las distantes partes de Alemania, con un sistema de comunicaciones y transportes, con una trabazón íntima de los Principados. A este respecto, la burocracia berlinesa, antes de Bismarck, trabajaba tenazmente en esa dirección. Estos prusianos “trabajaban en silencio en una obra práctica de considerable alcance: eran los funcionarios de Berlín, los representantes de esa burocracia cuya inteligencia admiraba Hegel y cuyo éxito alabó Ricardo Cobden. Uno de ellos, Motz, había inaugurado en 1829 las pacientes negociaciones que hicieron caer una a una las barreras aduaneras tan molestas para el comercio y la industria de Prusia y de los países vecinos. Fue una obra difícil e ingrata: como ha dicho un historiador, “nada se parece menos a un gran movimiento nacional que esos interminables y sospechosos regateos, esas áridas discusiones financieras, en las que los Estados secundarios trataban de vender lo más caro posible su adhesión al sistema prusiano” (7).
Felices de renunciar al heroísmo, los burócratas prusianos podían decir en 1829 con el burgomaestre de Magdeburgo: “Sin valernos de la espada, ese tratado da por fin a nuestro país un lugar en Alemania y por consiguiente también en Europa” (8). En efecto, el Zollverein nacía en 1833; pero la circulación de la mercancía por el mercado unificado no lograría constituir por sí sola la nación alemana. ¡Habría que valerse de la espada, de todos modos!.
Que este factor dinástico, persiguiendo fines puramente militares, realizase al fin y al cabo la tarea histórica de otra clase social, fue reconocido al fin por Marx y Engels: no era la primera vez y no sería la última que un progreso histórico se realizase por medios reaccionarios y por una clase íntimamente hostil. a ese progreso. Como dice Mannheim, “la camarilla militar constituía el núcleo del cuerpo social alemán. Esto a su vez se relaciona con la situación geográfica, en especial la de Prusia, entre dos países enemigos, lo cual llevó de un modo natural a la formación de un Estado militar” (9).
La unidad nacional alemana, en definitiva, abría un ancho campo para la concentración e individualización política y sindical del proletariado alemán: “Para los obreros, todo lo que centralice a la burguesía es por supuesto favorable”, comentaba Marx (10). Por su parte, Engels juzgaba que este proceso había caído como un regalo “en manos de la burguesía. Pero no sabe dominar, es impotente e incapaz de hacer nada. Lo único que sabe hacer es vomitar furia contra los obreros en cuanto éstos se ponen en movimiento” (11).
La razón de la cobardía de la burguesía alemana consistía en su temor al creciente poder de la clase obrera, lo que la obligaba a arrojarse en brazos de la nobleza prusiana, delegando en ella todas sus aspiraciones políticas. “La desgracia de la burguesía alemana consiste en que… ha llegado demasiado tarde” (12). Todas las intrigas, y las brutalidades bimarckianas, pasaban a segundo plano: “Nosotros, como cualquier otro, debemos reconocer el hecho consumado, nos guste o no…”. Cuando se declaró en 1870 la guerra entre Bismarck y Napoleón III (al que apoyaba toda Europa, inclusive hasta los alemanes de Hannover), Engels fue más allá todavía: “Alemania ha sido llevada por Napoleón III a una guerra por su existencia nacional… Si (Napoleón) la derrota, el bonapartismo será reforzado en los próximos años y Alemania quedará rota durante años, quizá por generaciones. En ese caso ya no puede haber cuestión de un movimiento independiente de la clase obrera alemana… Si gana Alemania, el bonapartismo francés será aplastado de alguna manera, se acabarán los interminables lamentos acerca del establecimiento de la unidad alemana… y los obreros franceses, cualquiera sea la clase de gobierno que suceda al actual, tendrán con seguridad un campo más libre que bajo el bonapartismo. Toda la masa del pueblo alemán de toda clase se ha dado cuenta de que ésta es ante todo y por sobre todo una cuestión de existencia nacional, y por ello se ha volcado de inmediato en ella” (13).

5. CUESTIÓN SOCIAL Y CUESTIÓN NACIONAL

Sin embargo, esa guerra así juzgada por Engels, había sido desencadenada por una deliberada provocación de Bismarck, al falsificar el famoso telegrama de Ems (14). Pero la provocación de Bismarck, ignorada por Engels en ese momento, no alteraba el significado histórico de esa guerra, del mismo modo que Engels no se engañaba con respecto al canciller prusiano que había proclamado ante la Europa estupefacta su decisión de consumar la unidad alemana “por el hierro y por la sangre” Los miembros de la I° Internacional por su parte no entendían mucho la cuestión nacional alemana, sobre todo aquellos que pertenecían a naciones ya constituidas.
Marx comenta irónicamente en una carta a Engels del 20 de junio de 1866 los incidentes de una reunión a la cual había asistido en Londres sobre la guerra austro-prusiana: “Los representantes de la “joven Francia” (no obreros, subrayado de Marx) se vinieron con el anuncio de que todas las nacionalidades y aun las naciones eran “prejuicios anticuados”. Stirnerismo proudhonizado. Todo debe disolverse en pequeños “grupos” o “comunas” que a su vez formaran una “asociación” pero no un Estado… Los ingleses se rieron mucho cuando empecé diciendo que nuestro amigo Lafargue, etc., que había terminado con las nacionalidades, nos había hablado en “francés”, esto es, en un idioma que no comprendían las nueve décimas partes del auditorio. También sugerí que por negación de las nacionalidades él parecía entender, muy inconscientemente, su absorción en la nación francesa modelo (15).
El representante de la pequeña burguesía, Proudhon, oponía la “cuestión social” a la “cuestión nacional”, ignorando su interrelación dialéctica y anticipándose en un siglo a muchos “cipayos de izquierda” en América Latina.
El problema de Irlanda perfeccionó las ideas de Marx y Engels en la materia. Marx se sumergió durante varios años en el estudio de la historia irlandesa; Engels llegó a escribir borradores para publicar una Historia de Irlanda. Peso si durante mucho tiempo Marx había considerado que la liberación irlandesa del yugo británico sólo podía ser el resultado del triunfo del socialismo en Gran Bretaña, dichos estudios lo llevaron a la conclusión inversa (16).
En 1869 Engels escribía a Marx que “la historia irlandesa le muestra a uno lo desastroso que es para una nación el haber subyugado a otra nación (17). Las sangrientas represiones del gobierno inglés en Irlanda movieron a la Internacional, por inspiración de Marx, a pronunciarse sobre el asunto. Marx escribía a su amigo Kugelmann: “La condición primera de la emancipación en Inglaterra – el derrocamiento de la oligarquía terrateniente inglesa- sigue siendo imposible debido a que la posición de ésta no puede ser conmovida mientras mantenga sus fuertemente atrincherados puestos de avanzada en Irlanda… En Irlanda no se trata de una simple cuestión económica, sino al mismo tiempo de una cuestión nacional” (18).

6. IRLANDA LA DOMINACIÓN BRITÁNICA.

La conclusión a la que habían llegado Marx y Engels era la siguiente: Irlanda es el baluarte de la aristocracia terrateniente inglesa. Esa es la base de su fuerza, no sólo en Irlanda, sino sobre todo en la propia Inglaterra. Pero el derrocamiento de la aristocracia inglesa en Irlanda supone la posibilidad de su derrocamiento en Inglaterra. Hacerlo primero en Irlanda es mucho más fácil porque en Irlanda la cuestión de la tierra está ligada a la cuestión nacional y por “la naturaleza apasionada de los irlandeses y el hecho de que son más revolucionarios que los ingleses” (19).
Al mismo tiempo, la dominación inglesa sobre Irlanda, permite a la burguesía inglesa disminuir los salarios en Inglaterra con la empobrecida mano de obra irlandesa que emigra a Gran Bretaña. De aquí que la población trabajadora inglesa estuviera dividida en dos campos hostiles: los proletarios ingleses y los proletarios irlandeses. “El obrero inglés común odia al obrero irlandés en cuanto competidor que baja su nivel de vida. En relación con el obrero irlandés (el obrero inglés) se siente miembro de una nación dominante, convirtiéndose así en instrumento de los aristócratas y capitalistas en contra de Irlanda, reforzando de este modo la dominación de aquellos sobre sí mismo. Alberga prejuicios religiosos, sociales y nacionales contra el obrero irlandés. Su actitud para con éste es muy parecida a la de los “blancos pobres”, para con los negros en los antiguos estados esclavistas de los EE.UU. Por su parte, el obrero irlandés, se lo devuelve con intereses en la misma moneda. Considera al obrero inglés como partícipe del pecado de la dominación inglesa sobre Irlanda y al mismo tiempo como su estúpido instrumento (20).
Al redactar su circular confidencial sobre la cuestión irlandesa para la Ia Internacional, Marx reiteraba el aforismo del Inca Yupanqui en las cortes de Cádiz: “Un pueblo que oprime a otro no puede ser libre” (21). De esta manera, Marx sentaba la idea motriz de la interpretación revolucionaria de la cuestión nacional, la contradicción entre nación dominante y nación oprimida, la situación interior de la clase obrera en esa relación espuria y la verdadera política nacional del partido revolucionario. Correspondería a Lenín desenvolver por completo la teoría marxista de la cuestión nacional en la época del imperialismo. Por lo demás, Marx señalaba que “lo que los irlandeses necesitan es un gobierno propio e independencia con respecto a Inglaterra… una revolución agraria… y tarifas aduaneras proteccionistas contra Inglaterra… una vez que los irlandeses sean independientes, la necesidad los volverá proteccionistas, como lo hicieron Canadá, Australia, etc.” (22).

7. EL CONSERVATISMO DEL PROLETARIADO INGLÉS

Las relaciones entre el proletariado inglés y su burguesía, en las condiciones del dominio industrial del mundo por Gran Bretaña merecían los más severos juicios de Marx y Engels. En ningún momento consideraciones de “internacionalismo abstracto” les hicieron perder de vista a la clase obrera concreta de la Inglaterra de su tiempo, que por tantos motivos recuerda al actual proletariado norteamericano y europeo. Al estallar la guerra civil entre los Estados del Norte y los Estados esclavistas del Sur en Estados Unidos, Inglaterra apoyaba a los esclavistas, no por razones “ideológicas”, sino porque la industria textil inglesa se abastecía del algodón empapado de la sangre de los esclavos negros del sur.
Pero mientras el grueso de los obreros ingleses simpatizaban con Lincoln, al que Marx en nombre de la Internacional envió un mensaje de apoyo, el maestro del socialismo se indignaba ante la “actitud cobarde de los obreros de Lancashire. Cosa semejante no se ha visto en el mundo… durante este reciente período, Inglaterra se ha cubierto de vergüenza más que ningún otro país; los obreros, por su naturaleza de esclavos cristianos; la burguesía y los aristócratas, por su entusiasmo por la esclavitud en su forma directa. Pero las dos manifestaciones se complementen mutuamente” (23).
Engels, a su vez, en carta a Kautsky no se andaba con rodeos: “Usted me pregunta lo que piensan los obreros ingleses de la política colonial. Pues exactamente lo mismo que piensan acerca de la política en general: Lo mismo que piensa el burgués. Aquí no hay partido obrero, sólo hay conservadores y liberales-radicales, y los obreros comparten gozosos las cadenas del monopolio inglés del mercado mundial y las colonias” (24).

8. ERRORES DE MARX SOBRE LA COLONIZACIÓN DE LA INDIA.

Para Marx como para Engels la cuestión nacional se planteaba solamente en la Europa civilizada, donde algunas nacionalidades no habían logrado aún erigir su Estado nacional por las supervivencias feudales o por el dominio retrógrado de los Imperios multinacionales (Austria-Hungría, Turquía y Rusia zarista). Si no siempre alentaban y apoyaban los movimientos nacionales (cuando juzgaban por ejemplo que algunos de éstos formaban parte de las intrigas dinásticas de la época), su actitud frente a la Polonia, el movimiento irlandés y otras naciones europeas oprimidas era inequívoca. Más ambigua era la actitud de Marx y Engels en lo que concierne al mundo colonial y semicolonial extra-europeo.
En lo tocante a la India, por ejemplo, Marx incurría en un error notable. Rehusando ver en el pasado del Indostán “una edad de oro”, describía minuciosamente el pavoroso espectáculo del despotismo asiático, cuyas finanzas eran el pillaje organizado hace adentro, así como su administración militar era el pillaje organizado hacia fuera y cuyo único mérito histórico, derivado de las condiciones climáticas y la naturaleza del suelo, consistía en la organización de grandes obras hidráulicas, riego artificial, etc. Sin olvidar la descripción de la cruel penetración británica en la India y dejando a un lado los aspectos morales del proceso histórico, se preguntaba si “al realizar una revolución social en el Indostán”, Inglaterra no era “el instrumento inconsciente de la historia al realizar dicha revolución” (25).
En 1853 la naturaleza del imperialismo y sus resultados no estaban a la vista y ni siquiera Marx podía adivinar ese proceso. “Inglaterra tiene que cumplir en la India, escribía, una doble misión: destructora por un lado y regeneradora por otro. Tiene que destruir la vieja sociedad asiática y sentar las bases materiales de la sociedad occidental en Asia…” (26). Marx suponía que la penetración de una potencia capitalista en el mundo atrasado debía acarrear necesariamente la introducción del capitalismo en ese mundo, lo que estimaba justamente como un gran progreso histórico (27). “Si introducís las máquinas en el sistema de locomoción de un país que posee hierro y carbón, ya no podréis impedir que ese país fabrique dichas máquinas… El sistema ferroviario se convertirá por tanto en la India en un verdadero precursor de la industria moderna”.
Un siglo más tarde sabemos que no fue así y por qué razones el imperialismo colonizador se convirtió en el principal obstáculo no sólo para desarrollar la gran industria sino también para asegurar la pervivencia del atraso agrario. Al predecir tales resultados en la penetración inglesa en la India, Marx observaba la propensión natural de los hindúes para las artes mecánicas. Además “la industria moderna, llevada a la India por los ferrocarriles, destruirá la división hereditaria del trabajo, base de las castas hindúes, ese principal obstáculo para el progreso y el poderío de la India” (28).
El ferrocarril británico en la India, como lo hizo en la América Latina, no llevó sin embargo a la creación de la industria hindú, sino a la destrucción de las viejas artesanías nacionales y a la introducción de los productos terminados en la industria inglesa. Las castas hindúes, no sólo no fueron suprimidas, sino que por lo contrario fueron fortalecidas por el conquistador y subsisten hasta hoy, como resultado del apoyo inglés a los príncipes y déspotas orientales. En ese orden de ideas las previsiones de Marx no se han verificado.

9. ENGELS APLAUDE LA AGRESIÓN YANQUI A MÉXICO

Engels, por su parte, formuló aventurados juicios en la misma época sobre la anexión norteamericana a México, que han sido utilizados posteriormente como justificación teórica de una posición antinacional. Pero para el joven Engels, las operaciones de anexión llevadas a cabo por la rapaz burguesía yanqui a costa del territorio mexicano eran episodios del proceso mundial de expansión del capitalismo; gravitaban en su espíritu, no sólo estas consideraciones, que para su época parecían estar justificadas desde Europa, sino también los propios y clásicos prejuicios europeos sobre los pueblos atrasados.
En este sentido, ni los grandes maestros del socialismo podían emanciparse bajo ciertos aspectos de las “ideas dominantes” de su tiempo. Sólo así puede concebirse que Engels aplaudiese el pillaje de las minas de oro de California, perteneciente a México, por “los enérgicos yanquis”, más aptos para explotarlas que los “perezosos mexicanos” (29). La cuestión nacional era clara para Europa, no para América Latina. Lo monstruoso no son estos errores en Engels, sino que todavía existan “marxistas” en América Latina que desdeñen la cuestión nacional irresuelta con la autoridad que proporcionan los errores de los maestros. En un artículo publicado por Engels en 1848, el año del “Manifiesto Comunista”, se regocijaba de la marcha irresistible del capitalismo mundial, que a sus ojos suponía el fortalecimiento de la clase obrera (europea). En él decía lo siguiente: “Hemos presenciado también, con la debida satisfacción, la derrota de Méjico por los Estados Unidos. También esto representa un avance. Pues cuando un país embrollado hasta allí en sus propios negocios, perpetuamente desgarrado por guerras civiles y sin salida alguna para su desarrollo, un país cuya perspectiva mejor habría sido la sumisión industrial a Inglaterra; cuando este país se ve arrastrado forzosamente al progreso histórico, no tenemos más remedio que considerarlo como un paso dado hacia delante. En interés de su propio desarrollo, convenía que México cayese bajo la tutela de los Estados Unidos… ¿Quién saldrá ganando con esto? La respuesta es siempre la misma: la burguesía y sólo la burguesía…” (30).
Esto significaba para Engels que cuanto más rápido se operaba la concentración del capital, más rápidamente el proletariado ajustaría sus cuentas con la clase explotadora. Por eso concluía su artículo con un anuncio impregnado de ingenua ironía: “Continuad batallando valiente y sin descanso, adorables señores del capital! Todavía tenemos necesidad de vosotros… vuestra misión es la monarquía absoluta; aniquilar el patriarcalismo… Dictad vuestras leyes, brillad en el trono de la majestad creada por vosotros mismos, celebrad vuestros banquetes en los salones de los reyes y tomad por esposa a la hermosa princesa, paro no olvidéis que ‘a la puesta os espera el verdugo” (31).
Engels tenía 27 años cuando escribía ese apresurado Réquiem al desarrollo burgués. Su error era inevitable, pues a la burguesía no le esperaba aún su verdugo, el proletariado, sino su víctima, los pueblos del mundo colonial, y todavía contaba con un largo período de ininterrumpida expansión.

10. MARX Y BOLIVAR

La puntualización de estos juicios de Marx y Engels sirve para poner de relieve la importancia de una conciencia crítica de su legado, y al mismo tiempo la necesidad de repensar con el método marxista a los propios maestros del marxismo. A este respecto, la famosa condenación de Bolívar por Marx es bien conocida: “Pero ver que comparen a Napoleón I, con el pillo más cobarde, más vulgar y miserable, es algo que excedía todo límite. Bolívar es el verdadero Soulouque,(32) escribía Marx a Engels. En un trabajo dictado por la necesidad de sobrevivir, escrito para la Enciclopedia americana, Marx describe superficialmente las campañas militares de Bolívar. Afirma que las derrotas iniciales del caudillo americano se debían a su incapacidad militar y sus triunfos posteriores, a la Legión Británica. Bolívar, “como la mayoría de sus coterráneos era incapaz de cualquier esfuerzo prolongado”; en lugar de hacer la guerra “gastaba más de dos meses en bailes y fiestas”; indolente, en vez de avanzar sobre el general Morillo resueltamente, en cuyo caso “la fuerza europea de su ejército habría bastado para aniquilar a los españoles… prefirió prolongar la guerra cinco años más; dejó al “General Sucre todas las tareas militares, y se decidió por su parte a hacer entradas triunfales, a publicar manifiestos y promulgar constituciones”. En fin, con el congreso de Panamá, Bolívar se proponía “hacer de toda América del sur una república federal de la que él sería dictador” (33).
Estos infortunados juicios de Marx sobre Bolívar estaban sin duda influidos por la tradición antiespañola prevaleciente en Inglaterra, donde vivía Marx y por el común desprecio europeo hacia el Nuevo Mundo, cuyos orígenes se remontaban a los filósofos de la Ilustración y a las observaciones olímpicas de Hegel en su “Filosofía de la Historia Universal”.
Por lo demás, América Latina estaba fuera del foco visual de las preocupaciones de Marx. Lo que resulta más trágico aún, es que esta actitud hizo escuela entre muchos de sus discípulos europeos y no pocos latinoamericanos rusificados, cuando ya América Latina había ingresado en la corriente de la historia universal y era imposible ignorarla. Como siempre ocurre con los hombres de genio, sus errores prosperan más que sus ideas capitales, y con frecuencia se acude a aquellos para obstaculizar el triunfo de las últimas.

11. LA CUESTIÓN NACIONAL EN EL SIGLO XX

La cuestión nacional cambia de carácter cuando la constitución del imperialismo a fines del siglo XIX abre la época del saqueo general de pueblos y continentes enteros. En el siglo XX la cuestión nacional se vincula íntimamente a la cuestión colonial y a la lucha por el derribamiento del imperialismo mundial. En los tiempos de Marx y Engels la cuestión nacional aparecía como la forma rezagada de la formación de los Estados nacionales en aquellos países que por diversas razones aún no habían logrado su cohesión estatal: Polonia, Irlanda, los checos, finlandeses, serbios, armenios y otras nacionalidades europeas.
Los esclavos y semiesclavos de Asia, África y América Latina no entraban en las consideraciones teóricas de los socialistas de la II Internacional pertenecientes a las “naciones civilizadas”. La cuestión nacional se reducía a la cuestión nacional de los aludidos europeos de segunda clase. La II Internacional se había formado como resultado del crecimiento del capitalismo europeo en su hora de supremo esplendor; los europeos, como los antiguos griegos, gozaban de las ventajas de la cultura occidental gracias a la explotación inicua de las colonias. Retenían para sí las libertades democráticas que las naciones europeas rehusaban a sus esclavos. Un proletariado privilegiado se había formado en tales circunstancias, pero el socialismo de ese proletariado sólo abrazaba el campo de la civilización. Tal es el carácter del reformismo de la II Internacional, que no sólo se manifestaba por las tesis de Bernstein con respecto a la utopía de una revolución catastrófica, sino que tendía a repetir, en condiciones radicalmente diferentes los juicios primeros de Marx y Engels sobre el futuro del mundo semicolonial y colonial: éste sería arrastrado hacia el socialismo por el proletariado triunfante de una Europa socialista.
Sin embargo, este socialismo obeso de la II Internacional de la “belle époque”, proyectaba la revolución hacia un futuro distante. Predicaba la filosofía del reposo y las maravillas de la evolución constante. Los fundamentos materiales de esa doctrina eran elocuentes, pues desde la paz de Sedán en 1870 hasta el conflicto de 1914, el capitalismo había emprendido una asombrosa carrera: la prosperidad general, el lujo, la cultura y la paz permitieron corromper a vastos círculos de obreros en Europa y sentar las bases de una ideología conformista que parecía justificar los juicios de Bernstein (34). Era previsible que la cuestión colonial y nacional de los países atrasados careciera de importancia alguna para la socialdemocracia envuelta en esa atmósfera de incesante bienestar.

12. UN DEBATE EN EL CONGRESO DE STUTTGART

A este respecto bastará señalar un significativo episodio en el Congreso Internacional Socialista realizado en Stuttgart en 1907, al que Lenín consideró “el mejor congreso internacional que se haya celebrado jamás (35). Se habían reunido en Stuttgart 884 delegados de 25 naciones. Estaban presentes dos épocas: los grandes dirigentes de la socialdemocracia europea, Augusto Bebel, Clara Zetkin, Kautsky, Rosa Luxemburg y los jefes revolucionarios de ese Imperio multinacional situado en Europa y Asia, entre la revolución socialista y la revolución nacional: Lenín, Trotsky, Martov, Plejanov. Las resoluciones sobre el militarismo, el imperialismo y las perspectivas de la guerra fueron perfectas. Sólo un “hecho sorprendente y lamentable” veía Lenín en el brillante Congreso de la Internacional: la discusión sobre la cuestión colonial.
En la Comisión que estudió el asunto la mayoría adoptó un proyecto de resolución en el que se leía lo siguiente: “El congreso no rechaza por principio en toda ocasión una política colonial, que bajo un régimen socialista, puede ejercer una influencia civilizadora”. Lenín calificó de “monstruosa” la frase. El dirigente socialista alemán Eduard David había sostenido esa tesis. Afirmaba que “no se puede combatir algo con nada. Contra la política colonial capitalista, los socialistas deben proponer un programa positivo de protección de los derechos de los indígenas” (36). El expositor de la posición colonialista en el Congreso Socialista fue el holandés Van Kol (en aquella época todavía la pequeña y civilizada Holanda gozaba de los frutos de tres siglos de explotación de millones de indonesios semi-esclavos).
El socialista Van Kol fue de una lógica rigurosa: afirmó que “el anticolonialismo de los congresos no había servido para nada y que los socialdemócratas debían reconocer la existencia indiscutible de los imperios coloniales… y presentar propuestas concretas para mejorar el tratamiento de los indígenas, el desarrollo de los recursos naturales y el aprovechamiento de estos recursos en beneficio de toda la raza humana. Pregunto a los contrarios al colonialismo si estaban realmente preparados, teniendo en cuenta la situación real, para prescindir de los recursos de las colonias, aunque sus pueblos los necesitasen mucho. Recordó que Bebel había dicho que nada era malo en el desarrollo colonial como tal y se refirió a los éxitos de los holandeses en conseguir mejoras en las condiciones de los indígenas (37).
Estos confortables socialistas europeos de 1907 no se apiadaban de los indígenas hasta el extremo de poner en peligro sus chalets con techo de pizarra, su buen licor de Guinea, sus chimeneas humeantes y sus gabanes peludos. Van Kol, con esa insinuante pregunta, persuadió a numerosos delegados de que, realmente, “no podrían prescindir de los recursos naturales necesitados por sus pueblos”. Naturalmente Van Kol tenía sus propias ideas sobre la mejor manera de conquistar una colonia: “Todas las fuerzas socialistas deben impedir la consumación de estos regímenes salvajes de conquista y procurar que si se hace colonización, se haga para dignificar hombres y no para atrofiar y envilecer los pueblos” (38). Excelente consejo. También el holandés se permitió agregar que en “circunstancias determinadas, la política colonial puede ser obra de civilización”, aunque discretamente se reservó el describir tales afortunadas circunstancias para el socialismo. Concluyó su exposición señalando el porvenir: “Hay muy pocos socialistas que se atreverían a afirmar que en el régimen socialista no serán necesarias las colonias. ¿Qué se hará de la superpoblación de Europa? (39)
El delegado alemán Eduard David no estuvo por debajo del holandés. Recordó al Congreso que “en un manifiesto electoral, el grupo socialista parlamentario ha declarado que los pueblos de civilización superior tienen el derecho y el deber de dar educación a los pueblos atrasados” (40). Desde el otro punto de vista este “socialista” añadió: “La Europa tiene necesidad de colonias. No tiene, a pesar de todo, bastantes. Sin colonias seríamos asimilables, desde el punto de vista económico, a la China” (41). Resultó espectacular el resultado de la votación, pues a pesar de tales opiniones el congreso rechazó la moción colonialista por sólo 128 votos contra 108. La victoria, aunque por un margen estrecho, fue lograda por los votos de los países más atrasados, mientras que la moción colonialista, como cabía esperar, contó con el apoyo de los grandes partidos socialistas de Europa. Los rusos votaron, naturalmente, en contra.
El único partido de América del Sur representado en el Congreso de Stuttgart fue el Partido Socialista de Argentina. De ahí que su voto fuera más representativo aun, pues dio su apoyo a la moción anticolonialista. ¿El partido del Dr. Juan B. Justo y sus amigos no viajaron a Alemania aquel año. Dicho partido debió ser representado por un delegado permanente en la Oficina Socialista Internacional, Manuel Ugarte. Ugarte dio su voto, junto a Lenín, los polacos, los búlgaros, los serbios, los españoles y otros, contra el descarado colonialismo de los partidos europeos. ¡Como para que resulte inexplicable el entierro histórico de Ugarte!. Los suizos, cuyo socialismo se impartía en las escuelas de hotelería, expresaron su infinita moderación absteniéndose.
Educado en una actitud reverencial hacia la socialdemocracia alemana, Lenín advirtió estupefacto el cínico oportunismo de los grandes jefes de ese país. Al comentar los resultados del Congreso de Stuttgart escribía poco después: “En este caso ha hecho acto de presencia un rasgo negativo del movimiento obrero europeo, rasgo que puede ocasionar no pocos daños a la causa del proletariado… la vasta política colonial ha llevado en parte al proletariado europeo a una situación por la que no es su trabajo el que mantiene a toda la sociedad, sino el trabajo de los indígenas casi totalmente sojuzgados de las colonias. La burguesía inglesa, por ejemplo, obtiene más ingresos de los centenares de millones de habitantes de la India y de otras colonias suyas que de los obreros ingleses. Tales condiciones crean en ciertos países una base material, una base económica para contaminar el chovinismo colonial al proletariado de esos países” (42).
Que los mismos colonialistas de la II Internacional que proponían justificar desde el ángulo “socialista” la política colonial de sus Imperios fueran los más resueltos partidarios de la primera guerra imperialista, ya no sería una sorpresa para Lenín en 1914.
Este tipo de debates disgustaba al fundador del socialismo cipayo en la Argentina. El Dr. Justo daría su juicio sobre el Congreso de Stuttgart años después en los siguientes términos: “Las declaraciones socialistas internacionales sobre las colonias, salvo algunas frases sobre la suerte de los nativos, se han limitado a negaciones insinceras y estériles. No mencionan siquiera la libertad de comercio, que hubiera sido la mejor garantía para los nativos y reducido la cuestión colonial a lo que debía ser…” (43).
El librecambismo como garantía para los indígenas esclavizados; he ahí al “maestro” del socialismo argentino en toda su sabiduría.

13. LA CUESTIÓN NACIONAL SEGÚN LENÍN

El pensamiento marxista sobre la cuestión nacional en el siglo XX fue elaborado por Lenín. Este hecho no era ajeno a las particularidades del país en que Lenín había nacido. A principios del siglo el Imperio zarista era conocido en Europa como una “cárcel de pueblos”. En el interior de las fronteras del Imperio inmenso se habían comprimido los problemas más explosivos de nuestra época: la cuestión nacional, la cuestión judía, la cuestión agraria, la lucha contra el absolutismo, el duelo entre la burguesía y el joven proletariado. En ese gigantesco polvorín los bolcheviques no pudieron ser corrompidos como casi todo el resto de la socialdemocracia europea, por las ventajas de la democracia parlamentaria, una cultura refinada y el bienestar material.
De tales especificidades históricas brotó el resuelto carácter revolucionario del bolchevismo ruso. La contradicción salta a la vista si se considera que de la misma Internacional a que pertenecía Lenín formaba parte el Dr. Juan B. Justo, jefe del Partido Socialista de la Argentina, partidario de la división internacional del trabajo, del librecambio, de la supresión de las aduanas, de la explotación colonial, del parlamentarismo y que prefería el positivismo de Comte a la dialéctica de Marx, que juzgaba “metafísica”.
Los estudios redactados por Lenín sobre la cuestión nacional ocupan parte su sus “Obras Completas”. En 1913 Lenín invitó al georgiano Stalin a escribir un trabajo sobre el tema. El artículo de Stalin es el mejor que ha salido de su pluma, no muy diestra, y está empapado del pensamiento leninista. Stalin expone el concepto marxista de la Nación en los siguientes términos: “Nación es una comunidad estable, históricamente formada, de idioma, de territorio, de vida económica y de psicología, manifestada ésta en la comunidad de cultura” (44). Resulta sugerente que ni los stalinistas de ayer ni los de hoy hayan meditado el concepto en relación con la situación de América Latina, salvo para intentar aplicar a ésta las mismas premisas de la cuestión nacional en Rusia, lo que habla muy claramente sobre su calidad de latinoamericanos y de marxistas.
En cuanto a los movimientos nacionales, Lenín ofrece esta explicación: “En todo el mundo, la época del triunfo definitivo del capitalismo sobre el feudalismo estuvo ligada a movimientos nacionales. La base económica de estos movimientos estriba en que, para la victoria completa de la producción mercantil, es necesario que territorios con población de un solo idioma adquieran cohesión estatal, quedando eliminados cuantos obstáculos se opongan al desarrollo de ese idioma y a su consolidación en la literatura. El idioma es el medio esencial de comunicación entre los hombres: la unidad de idioma y su libre desarrollo es una de las condiciones más importantes de una circunstancia mercantil realmente libre y amplia, que responda al capitalismo moderno; de una agrupación libre y amplia de la población en todas las diversas clases. Es por último, la condición de una estrecha ligazón del mercado con todo propietario, grande o pequeño, con todo vendedor o comprador” (45).

14. NACIONES OPRIMIDAS Y NACIONES OPRESORAS

Para los clásicos, la cuestión nacional se planteaba en los países rezagados de Europa -Alemania, Italia, Polonia, etc.-; pero Lenín aborda el problema cuando el capitalismo mundial está en declinación, se ha transformado en imperialismo y ha caducado su progresividad histórica. Los movimientos nacionales ya no se manifiestan en Europa sino fuera de ella, esto es, en los países coloniales y semicoloniales, donde aparecen no en virtud del desarrollo de las fuerzas productivas internas sino por la crisis mundial del imperialismo que los oprime. En tales condiciones, los movimientos nacionales de los países atrasados ya no libran su lucha contra el feudalismo interno sino contra el imperialismo exterior, al que debilita en sus propios cimientos.
Es por tal razón que los movimientos nacionales contra el imperialismo facilitan la lucha del propio proletariado adormecido de los países opresores, lo conmueve y lo incorpora, en un gran plazo histórico, a la lucha por la revolución socialista en la metrópoli. De este modo, las revoluciones nacionales establecen una conexión orgánica con las revoluciones socialistas y se convierten en el prólogo del socialismo mundial. Al comienzo, las débiles burguesías coloniales o semicoloniales tienden a asumir el control del movimiento nacional. “Pero la política del proletariado, advierte Lenín, en el problema nacional (como en los demás problemas) sólo apoya a la burguesía en una dirección determinada, pero nunca coincide con su política” (46).
Lenín contribuye a elaborar la estrategia revolucionaria en los países atrasados definiendo el rotundo antagonismo entre naciones opresoras y naciones oprimidas, resistido por toda la vieja dirección de la socialdemocracia internacional.
En su discurso al II Congreso de la Internacional Comunista declaraba: “¿Cuál es la idea más importante y fundamental de nuestras tesis? La distinción entre pueblos oprimidos y opresores. Subrayamos esta distinción en oposición a la II Internacional y a la democracia burguesa” (47). En las discusiones preliminares de ese Congreso, se había resulto sustituir la expresión “movimiento democrático-burgués” por “movimiento nacional-revolucionario” como denominación de los movimientos nacionales en los países atrasados. “Es indudable, decía Lenín, que todos movimiento nacional puede ser sólo democrático-burgués, pues la masa fundamental de la población en los países atrasados está compuesta de campesinos, que representan las relaciones burguesas y capitalistas… Los comunistas debemos apoyar y apoyaremos los movimientos burgueses de liberación en las colonias sólo cuando estos movimientos sean realmente revolucionarios, cuando sus representantes no nos impidan educar y organizar en el espíritu revolucionario a los campesinos y a las grandes masa de explotados (48).
En este juicio parece haber cierta restricción en cuanto a la participación del partido revolucionario en los movimientos nacionales. Trotsky precisaría luego el concepto en estos términos: “El imperialismo sólo puede existir porque hay naciones atrasadas en nuestro planeta, países coloniales y semicoloniales. La lucha de estos pueblos oprimidos por la unidad y la independencia nacional tiene un doble carácter progresivo, pues, por un lado, prepara condiciones favorables de desarrollo para su propio uso, y por otro, asesta rudos golpes al imperialismo. De donde se deduce, en parte, que en una guerra entre la república democrática imperialista civilizada y la monarquía bárbara y atrasada de un país colonial, los socialistas debe estar enteramente del lado del país oprimido, a pesar de ser monárquico y en contra del país opresor, por muy “democrático” que sea” (49).

15. LAS CLASES EN EL MOVIMIENTO NACIONAL

Se tendrá presente que en toda la literatura política de la época de Lenín y de los cuatro primeros Congresos de la Internacional Comunista, los escritos sobre la cuestión nacional y colonial estaban pensados y dirigidos hacia el Asia. En el IV Congreso de la Internacional Comunista se llega al extremo de denominar las tesis sobre la cuestión colonial como “Tesis de Oriente”.
Concluida la década de 1930, América Latina se puso en movimiento, lo mismo que el Medio Oriente y el África, enriqueciendo la realidad histórica con nuevas proporciones y problemas particulares, que sin embargo no alteran el sentido general del pensamiento leninista. Stalin coincide: “La lucha de los comerciantes y de los intelectuales burgueses egipcios por la independencia de Egipto es, por las mismas causas, una lucha objetivamente revolucionaria, a pesar del origen burgués y la condición burguesa de los líderes del movimiento nacional egipcio, y a pesar de que están en contra del socialismo; en cambio la lucha del gobierno laborista inglés por mantener la situación de dependencia de Egipto es, por las mismas causas, una lucha reaccionaria, a pesar del origen proletario y de la condición proletaria de los miembros de ese gobierno, y a pesar de que son “partidarios” del socialismo” (50).
El pensamiento leninista sobre la cuestión nacional y colonial, pese a la amnesia de muchos de sus epígonos – stalinistas o trotskistas- se fundaba en que el imperialismo retrasa el desenvolvimiento del capitalismo y la lucha de clases en el país oprimido; la debilidad equivalente del proletariado impone en tal situación la vigencia de las consignas nacionales con su enorme poder sobre todas las clases perjudicadas por el imperialismo. El desenvolvimiento del socialismo en un país atrasado sólo puede operarse, si es que las palabras poseen algún sentido, a través del retroceso y liquidación del imperialismo.
A mayor grado de progreso capitalista en un país semicolonial dado, mayor importancia adquieren las aspiraciones puramente socialistas del proletariado. Pero su participación en las luchas políticas nacionales, sólo puede cobrar peso decisivo si el proletariado, y necesariamente el partido revolucionario, se hacen intérpretes de las reivindicaciones de aquellas clases no proletarias que constituyen la mayoría de la Nación. Como a medio siglo de la revolución rusa todavía algunos cipayos contumaces en América Latina argumentan febrilmente sobre el carácter “contrarrevolucionario de la burguesía nacional” (51) para excusar su hostilidad hacia los movimientos nacionales revolucionarios, será útil recordar aquí algunos párrafos de las tesis redactadas por Lenín para el II Congreso de la Internacional Comunista: el imperialismo extranjero que gravita sobre los pueblos orientales, les ha obstaculizado un desarrollo social y económico, análogo al de Europa y América. En virtud de esta política imperialista, que impide el desarrollo industrial de las colonias, no ha podido nacer una clase obrera en el sentido propio de la expresión a pesar de que en los últimos tiempos han sido destruidas las artesanías nativas por la competencia de los artículos elaborados por las industrias de los países imperialistas. El resultado ha sido que la gran mayoría de la población ha sido lanzada al campo y compelida al trabajo agrícola y a la producción de materias primas para la exportación” (52).
Mucho se ha discutido en América Latina sobre la política que corresponde al partido revolucionario ante los conflictos y altercados menores entre la burguesía o movimientos nacionales y el imperialismo extranjero. Lenín ya había señalado la progresividad histórica de la lucha contra el imperialismo al observar que “la dominación extranjera impide el libre desarrollo de las fuerzas económicas. Es por esto que su destrucción es el primer paso de la revolución en las colonias y es por esto que la ayuda aportada a la destrucción de la dominación extranjera en las colonias no es, en realidad, una ayuda al movimiento nacionalista de la burguesía indígena, sino la apertura del camino para el proletariado oprimido mismo” (53).
En síntesis, la condensación de la estrategia general del partido revolucionario en los países coloniales y semicoloniales se establecía claramente en las tesis del IV Congreso de la Internacional Comunista: “En los países coloniales y semicoloniales la Internacional Comunista tiene dos tareas: a) crear núcleos del partido comunista que defienda los intereses generales del proletariado; b) apoyar con todas sus fuerzas el movimiento nacional revolucionario dirigido contra el imperialismo, llegar a ser la vanguardia de este movimiento y reforzar el movimiento social en el seno del movimiento nacional”(54).

16. AMÉRICA LATINA Y SU CUESTIÓN NACIONAL

En los 40 volúmenes de sus “Obras Completas”, Lenín sólo alude tres veces a la América del Sur, seis veces a la Argentina, cuatro al Brasil, cuatro a México y en una sola oportunidad se refiere a Chile. Se trata, por lo demás, de alusiones incidentales, muchas veces incluidas en una mención estadística. A los restantes Estados de América Latina no los menciona jamás. En un artículo escrito en 1916, dice: “No vamos a “sostener” la comedia de la república en algún principado de Mónaco o bien las aventuras “republicanas” de los “generales” de los pequeños países de la América del sur o en alguna isla del Océano Pacífico, pero de esto no se deduce que sea permitido olvidar la consigna de la república para los movimientos democráticos y socialistas” (55).
En las discusiones de los primeros Congresos de la Internacional Comunista, América Latina fue omitida por completo. El presidente de la Internacional, Gregori Zinoviev, en el V Congreso de 1924 dijo en su discurso: “Poco o nada sabemos de la América Latina”. El delegado por México era un escritor norteamericano, Bertram Wolfe, quien protestó por esa ignorancia. Zinoviev contestó: Es que no se nos informa” (56). Antes de radicarse en México, donde formuló juicios notables sobre la revolución latinoamericana, León Trotsky tampoco tenía conocimientos serios sobre América Latina. En su Historia de la Revolución Rusa el gran maestro del socialismo escribía: “Las ‘revoluciones’ crónicas de las repúblicas sudamericanas nada tienen de común con la revolución permanente; en cierto sentido, constituyen su antítesis” (57).
En América Latina había tenido lugar la revolución mejicana, Sandino combatía con las armas en la mano contra las tropas yanquis, la Columna Prestes marchaba a través de todo el Brasil, el movimiento nacional yrigoyenista llevaba al poder a la pequeña burguesía nacionalista, pero los más notables teóricos y jefes de la Revolución Rusa “carecían de información”. No creemos que les sea imputable esta limitación. Más bien revela la profunda debilidad del movimiento marxista en América Latina, incapaz de generalizar al nivel de la teoría y de la creación original las grandes experiencias revolucionarias latinoamericanas.
Toda la prensa imperialista europea había sometido a su burla despiadada las “crónicas revoluciones sudamericanas”, producto directo de la balcanización impuesta y usufructuada por esas mismas potencias. La información de los revolucionarios de Europa debía nutrirse, a falta de otras más responsables, de esas fuentes contaminadas.
Pues los problemas de la revolución latinoamericana en definitiva debían ser estudiados y resueltos por los propios latinoamericanos. Al fin y al cabo, eso mismo había ocurrido en todas las revoluciones. Lenín tuvo a bien encogerse de hombros ante los consejos de sus maestros alemanes, Kautsky entre otros, que le aconsejaban moderación en su política frente a las otras fracciones del socialismo ruso. Siguió su camino, conoció y estudió su país y cumplió su tarea. Lo mismo habría de hacer a su turno Mao-Tse-Tung en China.
No resulta ningún descubrimiento original reiterar la idea de que los marxistas deben sumergirse en la historia, la sociedad y las tradiciones de sus propios pueblos para conocer en ellos sus rasgos específicos y encontrar el camino hacia la revolución. En ese sentido si todas las revoluciones son “peculiares” y “excepcionales”, en los países semicoloniales se cruzan diversos niveles técnicos y edades históricas de sorprendente antagonismo; esta combinación de atraso y progreso, de industria y barbarie produce fenómenos sociales y políticos determinantes del programa y la táctica del partido revolucionario. Aun dentro de la América Latina balcanizada dichos niveles revelan diferencias muy acusadas que exigen múltiples métodos políticos de acción revolucionaria.

17. LAS REPÚBLICAS QUECHUA Y AYMARÁ

Cuando el proceso degenerativo de la Unión Soviética afectó el funcionamiento de la Internacional Comunista, se manifestaron en América Latina los cambios producidos en la dirección latinoamericana del comunismo. Se inició la edad “stalinista”. De las vaguedades y abstracciones de los inexpertos comunistas latinoamericanos magnetizados por los primeros años de la Revolución rusa, se pasó a la aplicación de fórmulas resecas extraídas de Moscú y aplicadas implacablemente a la realidad de América Latina. De este modo, el stalinismo del Perú pudo proclamar en 1931 la teoría de separar a ese país en dos Repúblicas, una quechua y otra aymará.
El Partido comunista de la Argentina, al advertir la presencia de miles de chacareros italianos en Santa Fe, que todavía hablaban piamontés y de chacareros judíos en las colonias de Entre Ríos, declaraba que dichas “minorías nacionales” estaban oprimidas por la “nacionalidad argentina dominante” y afirmaban el derecho de los colonos italianos y judíos a “la autodeterminación nacional”, y a la creación de Estados autónomos (58). En Bolivia, uno de los últimos fragmentos separados del virreinato del Río de la Plata y que simbolizaba el fracaso del Libertador para unificar América Latina, debía aparecer todavía otra teoría de la balcanización llevada esta vez al delirio mismo.
Un teórico del stalinismo boliviano, Jorge Obando, realizó un examen de la estructura “nacional” de Bolivia y descubrió que esta República era un “Estado Multinacional”. La “nacionalidad boliviana dominante” oprimía a 34 nacionalidades, tribus y esquirlas etnográficas “subyugadas” por aquélla (59). Dicho autor, aquejado de grave rusificación, ha degradado el programa nacional del marxismo a la etnografía pura. Exige que las lenguas quechua y aymará (que ni en los tiempos de mayor esplendor del Imperio incaico, ni mucho menos ahora, contaron con una escritura) sean elevadas a la categoría de lenguas nacionales de los bolivianos que las hablan todavía, a la par del castellano. Ahora bien, si como Engels dice “la conquista española cortó en redondo la evolución” del Incario, ese hecho histórico, dejando a un lado los aspectos morales de la cuestión, sólo puede ser compensado por la elevación del indio campesino a la civilización moderna y a la cultura occidental por medio de la lengua española.
Es indiscutible que la resistencia de los indígenas a emplear la lengua castellana no es sólo psicológica (por tratarse de la lengua de los antiguos dominadores) sino ante todo social: la segregación del campesino indígena de la economía moderna, su reclusión en la economía natural, su secular separación de la ciudad monetaria y del mundo cultural del intercambio mercantil ha fijado en la lengua tradicional al campesino segregado. Pero ya Mariátegui había identificado indios con campesinos y había situado el problema en su verdadero terreno al transferir la cuestión racial a la cuestión agraria. Después del imperialismo balcanizador correspondería al stalinismo rusificante realizar un esfuerzo regresivo de la clase a la raza, de la Nación latinoamericana al Estado boliviano y del Estado Boliviano al Estado Multinacional (o pluri-tribal). Esta grotesca y a la vez trágica teoría, precisamente por su pueril exageración, permite inundar de luz el debate y apreciar sus verdaderas proporciones.

18. EL INSULARISMO STALINISTA

El triunfo de la revolución de 1952 y la revolución agraria originó la ampliación de la influencia lingüística española en Bolivia. La necesidad de comerciar sus productos en las ciudades impulsó a miles de nuevos campesinos propietarios a aprender el castellano; las escuelas en las zonas rurales preparan desde esa época a gran parte de la nueva generación en el aprendizaje del idioma nacional de América Latina.
Una teoría fragmentadora de índole indigenista como la propuesta por el autor citado sólo puede convenir al imperialismo extranjero y sólo tiende a debilitar el vínculo idiomático esencial para la formación del mercado y la Nación latinoamericana. Si al imperialismo le bastaba con las 20 repúblicas, al stalinismo ya no le parecen suficientes; las repúblicas indígenas operarían maravillas. Esta versión burlesca de la teoría marxista de la cuestión nacional en Perú, Bolivia y Argentina era la manifestación no sólo del servilismo político de la era de Stalin, sino de la degradación sin precedentes del pensamiento marxista en América Latina.
Como Stalin había escrito un libro sobre la cuestión nacional (en Rusia) en el que describía las diversas nacionalidades que la Unión Soviética había heredado del zarismo y se exponían las tesis de Lenín sobre el derecho a separarse de dichas nacionalidades oprimidas, los stalinistas latinoamericanos, ni cortos ni perezosos, aplicaron con indudable energía ese mismo criterio, formulado en un Imperio multinacional opresor de múltiples nacionalidades, a las condiciones de una gran nación semicolonial fragmentada en veinte Estados (60). Pretendieron multiplicar la balcanización mediante la creación de nuevos Estados, por más fantásticos que fueran (61).
Otros “teóricos”. Como Rodney Arismendi del Partido Comunista del Uruguay, pasaban de la etnografía a la geografía y consideraban a la revolución latinoamericana no como el fruto de una necesidad histórica-social sino como un hecho geográfico: la revolución latinoamericana es “una revolución continental”; y su “unidad esencial está determinada, en primer término, por el hecho de quién es el principal enemigo: el imperialismo norteamericano” (62). En otras palabras, sólo por el imperio yanqui existe la revolución latinoamericana, lo que es rigurosamente falso, pues su “unidad esencial” ya existía en tiempo de Bolívar, cuando la nación latinoamericana luchaba por su existencia en la época de la hegemonía inglesa. La “unidad esencial” de la revolución latinoamericana no procede de un enemigo exterior, por principal que sea, sino de la íntima exigencia de trescientos millones de latinoamericanos para emerger de la miseria y la humillación. Para el stalinismo extranjerizante, toda acción histórica, debe obedecer siempre al “factor externo”. En este juicio, vemos al diligente comisionista sirviendo a la diplomacia soviética.
Pero al mismo tiempo, dicho stalinista no ha leído a Stalin sino en los misales de la época, pues no encuentra en América Latina el menor rasgo “nacional”; por el contrario, se refiere pluralmente a “los procesos nacionales” de sus Estados, exactamente igual que los imperialistas. Como lógico corolario, el confortable diputado del Uruguay se pronuncia “contra las utopía pequeñas burguesas que parlotean acerca de una unidad o confederación latinoamericana en el marco de las actuales estructuras”; pero Arismendi no se pronuncia a favor de esa unidad ni siquiera en un futuro socialista (63) ¡Muy curioso el insularismo stalinista! Las grandes potencias no podrían objetarlo.
Obando, el ya mencionado stalinista tribal, coincide con el orondo burócrata uruguayo de este modo: “Existe, por ejemplo, la teoría que sustenta que no hay diferencias nacionales entre los pueblos de América Latina, que todos constituyen una sola nación… precisa ser denunciada como la variante latinoamericana con que el imperialismo yanqui tiende a extirpar el patriotismo de nuestros pueblos. Es una variante del cosmopolitismo que tiende a negar la existencia de las naciones, las nacionalidades y tribus de América Latina… Esta teoría es un emparedado de nacionalismo, cosmopolitismo, trotskismo y franquismo muy a gusto de Washington.” (64)
Para quien ha descubierto que Bolivia no es un Estado sino en realidad treinta y cuatro naciones, la evidencia de que América Latina es una Nación debe resultarle una horrible pesadilla. La idea de que al imperialismo debe seducirle la unidad de los pueblos latinoamericanos, con el multiplicado poder económico y político que ese hecho supone, es una idea, entre cochabambina y siberiana, cuya paternidad exclusiva debe reclamar al Sr. Obando.

19. EL MARXISMO REIVINDICA A BOLIVAR

Lo que no podía entender este género de teóricos que fundaba sus especulaciones sobre los textos de la Academia de Ciencias de la U.R.S.S., es que si en la Rusia zarista, “cárcel de pueblos”, la esencia de la política nacional del proletariado era el “derecho a separarse”, en América Latina la médula de la posición marxista en la cuestión nacional consiste en el derecho a unirse.
Para existir como naciones normales, los pueblos atados al yugo autocrático debían separarse de ese yugo que les impedía el desarrollo económico y cultural; para obtener los mismos fines, por el contrario, los pueblos de América Latina deben federarse. El enemigo de los pueblos alógenos de la Rusia zarista era la autocracia, que ejercía su poder reuniéndolos en su puño; el enemigo fundamental de los pueblos latinoamericanos es el imperialismo, que mantiene su control económico directo y su dominio político indirecto fundado en la separación de las partes constituyentes de la nación latinoamericana. Si la creación de una industria pesada en la Argentina es muy difícil, sea por los límites del mercado, por las dificultades de la comercialización en las condiciones del mercado mundial competitivo, o por la escasez de capitales, conviene imaginar qué tipo de industria pesada podría construirse aisladamente en Cuba, en Honduras, en El Salvador o en el Ecuador, para dar sólo algunos pocos ejemplos, y de qué manera, a menos que Ecuador sea condenado eternamente a plantar bananas, podrían los Estados latinoamericanos por sí mismos escapar al flagelo del monocultivo como no fuera por una unidad económica y una planificación nacional de todos sus recursos (65).
Ni desde el punto de vista del capitalismo, ni desde la perspectiva del socialismo puede concebirse un desarrollo aislado de las fuerzas productivas en cada uno de los veinte Estados.
Uno de los fenómenos habituales del “izquierdismo cipayo” de América Latina, consiste en su manifiesta perplejidad ante la unidad latinoamericana: ¡se trataría de federar a los Estados después de hacer la revolución en cada uno de ellos o antes? ¿La lucha por la unidad de América Latina supone la postergación de la lucha por la revolución en cada uno de los Estados balcanizados? Basta plantearse estos insensatos interrogantes para comprender cómo responderlos.
El triunfo revolucionario en la Isla de Cuba (¡en una isla!) implicó inmediatamente la necesidad de romper la soledad insular del pueblo cubano. Todas las esperanzas de los cubanos se depositaron en un rápido triunfo revolucionario en Venezuela. Es completamente natural que esta espontánea actitud se fundara en la evidencia: si la revolución triunfaba en Venezuela o en Centroamérica, se impondría una planificación conjunta de sus economías con la de Cuba, quizás una moneda común, una política aduanera semejante, probablemente una federación política a corto plazo. Este acercamiento no tendría un carácter supranacional, como el Mercado Común Europeo (66), constituido por antiguas naciones de lengua e historia diferentes, sino esencialmente nacional, integrado por partes separadas de un mismo pueblo y que solamente unidas pueden alcanzar rápidamente las diversas etapas del crecimiento económico. La lucha se entabla, como es natural, en los cauces inmediatos creados por la balcanización; pero esa lucha debe tener una meta: la unidad, federación o confederación de los pueblos de habla hispano-portuguesa. Esto no excluye el Estado de Haití, cuyo francés es menos importante que su “créole”, hablado por el pueblo y que vincula a los haitianos a la patria común, para no referirnos a los derechos históricos que corresponden a Haití gracias al papel desempeñado por Alexandre Petión en la independencia de América.
De otro modo, la lucha por la creación de veinte Estados “socialistas” de América Latina supondría la inauguración de la “miseria marxista” o el establecimiento de algún “tutor” (Brasil o Argentina) rodeado de una nube de pequeños Estados enclenques.
Pero esta unión no será el fruto de los razonadores estériles de la diplomacia, de los técnicos híbridos que semejan “cuchillos sin hoja”, ni de las conferencias incesantes de la CEPAL, que sólo ha logrado el autodesarrollo de los bien remunerados desarrollistas, sino el resultado de la revolución triunfante. La unidad de América Latina llega demasiado tarde a la historia del mundo como para que sea el coronamiento del desenvolvimiento automático de las fuerzas productivas de su anémico capitalismo. Esa unión no adquirirá carácter económico sino después de la unidad política. Pero esta unidad política pasa por el meridiano ardiente de la revolución.
El primer marxista que planteó este problema fue León Trotsky, el jefe del Ejército Rojo y héroe de la insurrección de Octubre, desde su exilio mejicano. Los golpes de la reacción thermidoriana lo trajeron hasta nuestro continente y en las tierras de Cárdenas, que le brindó generoso asilo, pudo estudiar algunos aspectos fundamentales de América Latina. Ya en 1934 había escrito: “Los países del sud y Centroamérica no pueden librarse del atraso y del sometimiento si no es uniendo a todos sus Estados en una poderosa federación. Esta grandiosa tarea histórica no puede acometerla la atrasada burguesía sudamericana, representación completamente prostituida del imperialismo, sino el joven proletariado latinoamericano, señalado como fuerza dirigente de las masas oprimidas. Por eso, la consigna de la lucha contra las violencias e intrigas del capital financiero internacional y contra la obra nefasta de las camarillas de agentes locales, es: “los Estados Unidos Socialistas de Centro y Sud América” (67). En esta simple fórmula se resolvía el programa bolivariano en las condiciones de las clases sociales modernas; no era una consigna extraída de un laboratorio extranjero para uso de los miserables conejillos de las Indias, sino la manifestación teórica más alta del pensamiento marxista como revelador de la historia latinoamericana.
Fundándose en esa tradición que se remonta a Bolívar, el Partido Socialista de la Izquierda Nacional de la Argentina ha incluido en su programa esa consigna estratégica.
No hay ni puede haber un destino estadual para el socialismo en América Latina. Han pasado ya los tiempos oscuros en que el stalinismo sustituía el carácter mundial de la revolución por la teoría del “socialismo en un solo país”. ¡Oprobio para sus sucesores francos o vergonzantes! Mucho menos podría hablarse en América Latina de un ”socialismo para cada país”. Antes por el contrario habrá que formular una consigna más adecuada para lo que realmente se plantea: un socialismo latinoamericano para una Nación Latinoamericana. Quien quiera una Patria Grande, abrazará el camino de la revolución. Pero esta revolución nacional latinoamericana que un día lejano, concibió Bolivar, será un paso de gigante hacia la revolución socialista mundial.
Esto nos lleva directamente a considerar la realidad actual de América Latina a la luz de Bolívar y de Marx, es decir, sin máscara, hipocresía ni temor, para saber dónde, cuándo y cómo las armas de la crítica serán cambiadas por la crítica de las armas.

Notas:

(1) V. Jorge Enea Spilinbergo, La revolución nacional en Marx, Ed. Coyoacán, Buenos Aires, 1961, y Franz Mehring. Carlos Marx, Ed. Cenit, Madrid, 1932.
(2) Naturalmente, Marx y Engels no eran partidarios ni de todos los movimientos nacionales, ni de la constitución de cualquier Estado Nacional. Al fin y al cabo, la Nación es una creación histórica, y en modo alguno una institución eterna. Los maestros del socialismo se oponían al paneslavismo por razones políticas concretas: veían detrás de los eslavos al execrable imperio ruso, el bastión del atraso, que oponía el Oriente bárbaro y el régimen servil a la civilización de Occidente. Marx consideraba que sólo los grandes Estados podían garantizar el más amplio marco para el desenvolvimiento de las fuerzas productivas.
(3) “Una vez lograda la reorganización de Europa y Norteamérica, constituirá un poder tan colosal y ejemplo tal, que todos los países semicivilizados se despertarán por sí mismos. Las solas necesidades económicas provocarán este proceso. Federico Engels, Correspondencia, p. 415m – Ed. Problemas, Buenos Aires, 1947.
(4) Los autores del “Manifiesto Comunista” no eran teóricos perdidos en su propio Limbo. Engels explicaba la conducta seguida por él y Marx durante la revolución alemana de 1848: “Al regresar a Alemania en la primavera de 1848, nos afiliamos al partido democrático (partido burgués) por ser aquel el único medio de que disponíamos para llegar a los oídos de la clase obrera; éramos el ala más avanzada de ese partido, pero ala suya al fin y al cabo”. Agrega Mehring: “Engels aconsejaba a sus amigos que no lanzasen al movimiento americano como bandera de lucha el Manifiesto Comunista, que ellos habían silenciado, como queda dicho, en las “Nueva Gaceta del Rin”, pues el Manifiesto, como casi todos los trabajos cortos de Marx y suyos eran todavía difícilmente inteligibles para América; los obreros del otro lado del Océano acababan de abrazar el movimiento, no estaban todavía bastante cultivados y su rezagamiento, sobre todo en teoría, era enorme”. V. Mehring, ob. cit., p. 330.
(5) León Trotsky, A noventa años del Manifiesto Comunista, en revista Inicial, p. 4 n°2, Año I, Octubre de 1938, Buenos Aires.
(6) Para los asuntos de Alemania, Engels fundaba sus apreciaciones en la lectura casi exclusiva de la prensa británica. (V. Mayer, ob. Cit., p. 195) Según se sabe, la burguesía inglesa no vio nunca con buenos ojos la unidad nacional de las restantes naciones, ni el desarrollo capitalista de sus posibles competidores. Pero este “antibismarckismo” de Engels fue dejado de lado cuando la nobleza prusiana llevó a cabo la unificación Alemana.
(7) Georges Weill, La Europa del siglo XIX y la idea de nacionalidad, p. 72, Ed. Uteha, México, 191.
(8) Ibíd.
(9) Mannheim, Ensayos sobre sociología y psicología social, p. 91, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1963.
(10) Mar y Engels, Correspondencia, p. 231
(11) Ibíd., Obras escogidas, Tomo I, p 674, Ed. En Lenguas Extranjeras, Moscú.
(12) Ibíd., p 676. Agrega Engels: “La burguesía adquiere su paulatina emancipación social al precio de su renuncia inmediata a un poder político propio”.
(13) Marx y Engels, Correspondencia, P. 312.
(14) La guerra franco-prusiana fue preparada con el mayor cuidado por el Canciller Bismarck, que la juzgaba políticamente necesaria para constituir la nación alemana. En una situación tensa entre Napoleón III y Guillermo I, Bismarck recibió un telegrama de su emperador, destinado a la prensa, pero de carácter conciliador. Mediante una audaz síntesis de su texto lo trasformó en un comunicado de corte provocativo y brutal que precipitó el estallido de la hostilidad. V. Henry Valloton, Bismarck, p. 223, Ed. Fayard, París, 1961.
(15) Marx y Engels, Correspondencia, p. 26
(16) Marx decía: “Está en interés directo y absoluto de la clase obrera inglesa que ésta se libre de su actual vínculo con Irlanda. Y esta es mi convicción más completa, y ello por razones que en parte no puedo expresarles a los propios obreros ingleses. Durante mucho tiempo creí que sería posible derrocar el régimen irlandés por el ascendiente de la clase obrera inglesa. Siempre expresé este punto de vista en The New York Tribune. Pero un estudio más profundo me ha convencido de lo contrario. La clase obrera inglesa nunca hará nada mientras no se libre de Irlanda. La palanca debe aplicarse en Irlanda. Por esto es que la cuestión irlandesa es tan importante para el movimiento social en general”: Marx, en Correspondencia, p. 297.
(17) Ibíd.., p 283. Se trata de una variante de la frase del Inca Yupanqui.
(18) Marx y Engels. Correspondencia, p 306.
(19) Marx y Engels. Correspondencia p. 305
(20) Ibíd.., p 296
(21) V. Capítulo IV, parágrafo Del Inca Yupanqui a Carlos Marx, Tomo I, p 138 de esta obra.
(22) Marx y Engels, Correspondencia, p. 248. Por el contrario, el Partido Comunista de la Argentina defiende la política librecambista de la oligarquía porteña en el siglo XIX. Ver: Jaime Fuchs. Argentina: su desarrollo capitalista, ps. 454 y ss., Ed. Cartago, Buenos Aires, 1965.
(23) Marx y Engels, La guerra civil en los Estados Unidos, p. 305 Ed. Lautaro, Buenos Aires 1946.
(24) Engels, Correspondencia, p. 415
(25) Marx, Obras Escogidas, Tomo I, p. 358.
(26) Ibíd.., p. 363.
(27) Una particularidad fueron los países productores de alimentos, como Uruguay y Argentina en el Río de la Plata. Aquí, precisamente porque el imperialismo necesitaba producir alimentos en grandes proporciones, impulsó el desarrollo capitalista de las relaciones de producción en el sector agropecuario.
(28) Marx, ob. cit, p. 365
(29) Domingo F. de Toledo y J., México en la obra de Marx y Engels, p. 30. Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1939.
(30) Engels, Los movimientos revolucionarios de 1847, en el apéndice del Manifiesto Comunista, p. 412, Ed. Cenit, Madrid, 1932.
(31) Engels, ob. cit.
(32) Revista Dialéctica, n° 5. Año I, p. 272, julio de 1939, Buenos Aires.
(33) Marx, Simón Bolívar, ps. 51 y ss., Ed. De Hoy, Buenos Aires, 1959.
(34) Bernstein consideraba que el mejoramiento paulatino de las condiciones de vida obrera y el aumento de poder parlamentario de la socialdemocracia postergaban “sine die” la perspectiva de una conquista revolucionaria del poder. En consecuencia, opinaba que había que adecuar el lenguaje a las tareas reales y los medios a los fines: “para mí, el movimiento era todo y aquello que habitualmente se llama el objetivo final del socialismo, no era nada”. Esto lo decía, pues juzgaba que el socialismo había dejado de ser un “fin”, para ser una tarea a realizar diariamente, una conquista incesante de reformas. V. Bernstein, Les marxistes, p. 276, ed. J’ai lu, París, 1965.
(35) Bertram D. Wolfe, Tres que hicieron una revolución, p. 601, Ed. José Janés, Barcelona, 1956.
(36) Ibíd.
(37) G.D.H. Cole, Historia del pensamiento socialista, Tomo III, p. 79, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1960.
(38) “La Vanguardia”, 3 de octubre de 1907, Buenos Aires, órgano oficial del Partido Socialista de la Argentina.
(39) Ibíd.
(40) “La Vanguardia” 30 de setiembre de 1907. Este mismo “socialista” dispuesto a succionar los pueblos coloniales en el pretexto de educarlos, pocos años más tarde, al estallar la primera guerra imperialista, tendría una actitud equivalente. Cuando Carlos Liebknecht, el único diputado socialista alemán que entre 110 miembros del partido en el Reichstag, rehusó votar a favor de los créditos de guerra pedidos por el Kaiser, y la mayoría imperialista exigió su expulsión del Parlamente, sus ex camaradas, que votaron por los créditos de la gran carnicería, impedidos de aceptar la expulsión de Liebknecht, se redujeron a decir que se trataba de un exaltado inofensivo. Eduardo David se permitió añadir: “Un perro que ladra no muerde”. Liebknecht fue a la cárcel. Rosa Luxenburg escribió un volante contra David titulado “Una política de perro”. En 1919, el partido ultracorrompido de los socialistas de David, unidos a la soldadesca prusiana, asesinaba en Berlín a los dos grandes jefes del proletariado mientras se aplastaba la insurrección de los espartaquistas alemanes. V. Paul Frolich, Rosa Luxenburg, sa vie et son oeuvre, p. 279, Ed. Francois Maspero, París, 1965.
(41) Ibíd. En su edición del 23 de agosto de 1907, “La Vanguardia”, que publicó durante más de un mes abundantes informaciones, corresponsalías y actas del Congreso de Stuttgart, da a conocer un artículo publicado en Bruselas por “Le Peuple”, órgano del Partido Socialista de Bélgica, en el cual puede leerse la opinión de estos social-imperialistas ante la posibilidad de que Bélgica se hiciera cargo del Congo: “Si a pesar de todos los esfuerzos la burguesía nos dota de una colonia, sólo habrá llegado la hora de luchar, palmo a palmo, para obtener a favor de ese pueblo un poco de humanidad y de justicia”. Con un poquito bastaba.
(42) Lenín, Obras completas, Tomo XII, p 71, Ed. Cartago, Buenos Aires, 1960.
(43) V. Juan B. Justo, Internacionalismo y patria, ed. “La Vanguardia”, Buenos Aires, 1938.
(44) Stalin El marxismo y el problema nacional y colonial, p.16, Ed. Problemas, Buenos Aires, 1946.
(45) Lenín, Obras completas, Tomo XX, p. 392.
(46) Lenín, Obras completas, Tomo XX, p.405.
(47) Lenín, Tomo XXXI, p. 229. En un artículo titulado “El proletariado revolucionario y el derecho de las naciones a la autodeterminación”. Lenín insistía en este punto de vista; “En el programa socialdemócrata el lugar central debe ocuparlo precisamente la división de las naciones en opresoras y oprimidas, división que es la esencia misma del imperialismo y que los socialchovinistas y Kautsky eluden falsamente”. V. Tomo XXI, p. 413.
(48) Ibíd., Tomo XXXI, p 231. Stalin en su libro sobre la cuestión nacional cita el siguiente concepto de Lenín: “La Internacional Comunista debe ir a una alianza temporal con la democracia burguesa en las colonias y países atrasados, pero no fundirse con ella, y mantener absolutamente la independencia del movimiento proletario, incluso en su forma más embrionaria”. Stalin, ob. Cit., p 283.
(49) Trotsky, Por los Estados Unidos Socialistas de América latina, p 57.
(50) Stalin, ob. Cit., p 236. Añade Stalin lo siguiente: “Lenín tiene razón cuando dice que el movimiento nacional de los países oprimidos no se debe valorar desde el punto de vista de la democracia formal, sino desde el punto de vista de los resultados prácticos dentro del balance general de la lucha contra el imperialismo”.
(51) “El gran Estado centralizado representa un enorme progreso histórico desde el fraccionamiento medioeval hacia la futura unidad socialista de todo el mundo, y no hay ni puede haber más camino hacia el socialismo, que el que pasa por ese Estado (indisolublemente ligado al capitalismo), Lenín, Tomo XX, p. 37.
(52) V. Manifestes, théses et résolutions des Quatre premiers Congrés Mondiaux de l’Ïntenationale Communiste, Librairie du Travail, París, 1934.
(53) Ibíd.. En el trabajo mencionado de Stalin se encuentra este concepto: “El carácter revolucionario del movimiento nacional, bajo las condiciones de la opresión imperialista, no presupone en modo alguno, forzosamente, la existencia de elementos proletarios en el movimiento, la existencia de un programa revolucionario o republicano a que obedezca el movimiento, la existencia en éste de una base democrática. La lucha que el emir de Afganistán mantiene por la independencia de su país es una lucha objetivamente revolucionaria, a pesar de las ideas monárquicas del emir y de sus correligionarios, puesto que esta lucha debilita, descompone, socava los cimientos del imperialismo”, ob. cit., p 235.
(54) “manifestes, théses et résolutions”, etc.
(55) Lenín, ob. cit., Tomo XXII, p. 59.
(56) Haya de la Torre, El antiimperialismo y el APRA, p. 58.
(57) Trotsky, , Historia de la Revolución Rusa, Tomo II, p. 569.
(58) Ramos, Historia del stalinismo en la Argentina, p. 108.
(59) Dice el Sr. Obando: “Si Bolivia es un Estado multinacional, ¿qué naciones, nacionalidades, tribus y grupos etnográficos entran en su composición? Nosotros consideramos que Bolivia está constituida por: Una nación: Bolivianos; cinco nacionalidades principales: aymarás, quechuas, chiquitos, moxos, chiriguanos; ocho nacionalidades pequeñas: chapacuras, itonamas, canichanas, movimas, cayuvavas, pacaguaras, iténez, guarayos; varias tribus y grupos etnográficos: chipayas, urus, yuracarés, mocetenes, tacanas, maropas, apolistas, tobas, mataguayos, abipones, lenguas, samucos, saravecas, otuques, curuminacas, covarecas, curavés, tapiis, curucanecas, paiconecas y sirionós”, Jorge Obando, Sobre el problema nacional y colonial de Bolivia, p. 27 Editorial Canelas, Cochabamba, 1961.
(60) La aplicación a Bolivia, mediante el método de la “sciencefiction”, del ejemplo multinacional ruso, podrá evaluarse en toda su amenidad si el lector recuerda que el Imperio zarista o la actual Unión Soviética, contenía dentro de sus fronteras a 57 grupos nacionales. Según el censo de 1926, había 77.320.000 de grandes rusos; 31 millones de ucranios, 4.700.00 de bielorrusos, 4.900.000 turcos-tártaros, 4.578.00 de kazaks y kirguises. Las nacionalidades restantes, desde los morovinianos (1.339.000) hasta los uzbekis, sartos, turcomanos, calmucos, chinos, coreanos, mongoles, ostiacos, georgianos, armenios, etc., etc., constituían antes de la revolución pueblos antiguos, en su mayoría con viejas literaturas, clases sociales y un nivel cultural que en algunos casos no era inferior a la nacionalidad dominante. Cf. Richard Pipes, El proceso de integración de la Unión Soviética, p 383, Ed. Troquel, Buenos Aires, 1967, y Centre D’Etudes de l’U.R.S.S., Contribution a l’étude du probleme national en U.R.S.S., p 79, Ed. Librairie du Recueil Sirey, París, 1948.
(61) Otra analogía posible entre la “nacionalidad boliviana opresora” y los grandes Rusos. Se ha calculado que el crecimiento territorial del Imperio ruso entre el final del siglo XV y el final del siglo XIX, se operó a razón de 130 kilómetros cuadrados por día. El ritmo de absorción se redujo entre 1761 y 1856 a 80 kilómetros cuadrados por día. ¿Podría el Sr. Obando explicarnos el ritmo de crecimiento territorial mediante el cual los boyardos del Gran Ducado de Cochabamba absorbieron a las restantes nacionalidades hoy oprimidas en el Altiplano? V. Pipes, ob. cit., p. 15.
(62) Rodney Arismendi, Problemas de una revolución continental, ps. 22 y ss., Ed. Pueblos Unidos, Montevideo, 1962.
(63) Renunciamos a escribir la historia melancólica de los detritus ideológicos en el stalinismo latinoamericano. Sólo recordaremos aquí el caso del Partido Comunista de Chile, cuyo patriotismo se ha reducido a tomar el partido de la miserable oligarquía chilena en el caso de Río Lauca, en la disputa con Bolivia. ¡En lugar de plantear la mezquindad de ese debate entre pueblos hermanos y señalar al verdadero usurpador de la soberanía latinoamericana (y del cobre chileno) estos stalinistas aldeanos visitaban la Casa de la Moneda para llevar su adhesión al gobierno! ¡Basta recordar su historia, desde el Frente Popular con Aguirre Cerda hasta su apoyo a Gabriel González Videla, para comprenderlo todo.
(64) Obando, ob. cit.
(65) El terrorismo ideológico del imperialismo durante un siglo y medio de balcanización ejerce un funesto influjo sobre la inteligencia latinoamericana. Aun en Guatemala, donde la tradición unionista de Morazán y de Barrios debía contribuir a mantener viva la conciencia de los intereses comunes, era posible que un alto funcionario del Gobierno del Dr. Juan José Arévalo, escribiese en 1946 lo siguiente: “El término Latinoamérica es solamente una expresión geográfica porque las veinte naciones así llamadas no tienen unidad cultural. La desunidad es un resultado de las variaciones en clima, topografía y fuentes naturales, las cuales a su vez causan variaciones en las condiciones económicas de cada una de las Repúblicas”: Dr. Marco Antonio Ramírez S., La economía latinoamericana en relación a los grandes poderes, en “Revista de Economía”, p. 211, Guatemala, 1947. Más curioso resulta todavía si se considera que el Presidente de Guatemala en ese momento era Arévalo, autor de un libro titulado “Istmania”, donde sostenía la tesis de unificar los países del Istmo. V. “Istmania”, Ed. Indoamérica, Buenos Aires, 1954.
(66) El Mercado Común Europeo posee un sentido diferente al Mercado Común Latinoamericano o a la Federación política y económica de América Latina. En Europa la Nación se ha realizado y el capitalismo se ha expandido dentro de las fronteras nacionales. Pero el capitalismo europeo ya ha cumplido su tarea histórica, lo mismo que el Estado Nacional en el Viejo Mundo. Esa tarea consistía en elevar a un nivel óptimo las fuerzas productivas. Ya se ha llegado a ese punto y las barreras aduaneras de las naciones europeas resultan ahora un obstáculo para proseguir ese desarrollo. Como la burguesía rehúsa morir, intenta prologar su existencia mediante acuerdos técnicos-arancelarios destinados a facilitar la creación de un mercado supranacional capaz de competir a bajo costo con el gigantesco competidor norteamericano. La solución histórica necesaria de ese conflicto se encontrará en los Estados Unidos Socialistas de Europa. Pero la creación de un mercado nacional y de una federación política entre los Estados balcanizados de América reviste un carácter histórico radicalmente diferente. Aquí se trata de elevar por la unión fuerzas productivas frenadas por la balcanización y la unilateralidad, es decir, por la ausencia de una revolución nacional. La Nación resulta pequeña para Europa y aún constituye un objetivo a lograr en América Latina.
(67) Trotsky. ob. cit., p. 30.


No hay comentarios

Añadir más

Los comentarios están cerrados.