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LA IGLESIA Y LA REVOLUCIÓN ARGENTINA por Alfredo Terzaga

Por Alfredo Terzaga – Comentario actual de Enrique Lacolla

Hay varias aclaraciones imprescindibles para el lector actual de un análisis que fue publicado en la revista Izquierda Nacional N° 4, en marzo de 1967, por Manuel Cruz Tamayo, seudónimo que el autor usaba en nuestra prensa. Han pasado más de 50 años. Sin la necesaria perspectiva es difícil advertir el alcance de sus apreciaciones, pero una lectura atenta del texto y noticias someras sobre el ciclo argentino de los cristianos sociales postconciliares le indican al curioso que la nota analizaba un fenómeno recién nacido, por lo cual su inserción en el ascenso próximo que culminaría en el Cordobazo no posible prever entonces. De hecho, la izquierda abstracta sólo vio más tarde que numerosos católicos ya no eran los reaccionarios de otras décadas. Pero Alfredo Terzaga no fue sólo un pionero, para advertir aquel viraje. Anticipó sus límites (la dificultad de ver la «cuestión nacional») que iban a perturbar su aporte militante. Por todo eso, habiendo pasado medio siglo, nos pareció aconsejable prologar el ensayo por una reflexión de Enrique Lacolla, amigo personal e intelectual del autor, cuyas observaciones presentan y actualizan aquel examen.

La Iglesia en la visión de Alfredo Terzaga

Este brillante artículo de Alfredo Terzaga, escrito en 1966, es un impecable análisis de la función y la evolución de la Iglesia Católica no solo en la Argentina sino, implícitamente, también en el mundo. Aunque para algunos el ensayo pueda parecer datado porque naturalmente no incluye las últimas y dramáticas peripecias del Vaticano, recoge en su conciso recorrido los rasgos esenciales que explican el misterio de la permanencia de la institución eclesial a lo largo de dos mil años de existencia. En primer lugar, su formidable capacidad de adaptación, que no nace –o no nace tan solo- de una maquiavélica flexibilidad capaz de acomodarla de manera oportunista a la evolución de las cosas, sino de una conciencia política madurada en la experiencia de la historia y sostenida por una fe, entre pesimista y compasiva, en la naturaleza humana.

El relato que Terzaga hace de la peripecia protagonizada por los curas de Cristo Obrero y el arzobispo Primatesta en Córdoba, está narrado con una precisión reforzada por su elegancia intelectual  y sirve de ejemplo de laboratorio del duro y lento trabajo de adaptación que supone el permanente diálogo entre la conservación y la renovación en una institución como la iglesia católica. La peripecia de esa primera experiencia renovadora en la iglesia argentina estuvo signada por su contradicción, que nacía de la necesidad de transformar el vetusto conservatismo de las viejas jerarquías, fijadas en el mantenimiento de la estructura social tal cual era, para abrir el camino a los vientos de la transformación que estaba experimentando la comunidad . Tras fomentar la experiencia de ruptura de esos jóvenes párrocos respecto al reaccionarismo que en materia social y política ostentaba la Iglesia, en especial durante y después de la caída de Perón, el arzobispo hubo de retroceder a causa de las resistencias que se levantaban entre sus pares y sus devotos. “Ante la intensa y doble presión de los dirigentes laicos  de su grey escandalizada (Acción Católica y  otras asociaciones) y del gobierno nacional, (Primatesta) se vio obligado a ceder… Dando un ostensible y poco airoso paso atrás, el Arzobispo sancionó los curas de Cristo Obrero y obtuvo así, al precio de un desmentido público de su propia política, el asentimiento y las protestas de obediencia de todo el sector laico que hasta entonces había disimulado su hostilidad con su silencio… Monseñor rumiará ahora en su silla la desconsoladora comprobación de haber sacrificado a su vanguardia para convertirse en prisionero de su retaguardia…”

Terzaga advierte en su nota la magnitud del cambio que empieza a gestarse en la Iglesia. Su escrito coincide con la época del papado de Paulo VI, pontífice renovador por excelencia, que venía a consolidar el cambio al poner por vías más orgánicas la sacudida causada por el Concilio Vaticano II,  organizado por Juan XXIII. Eran los años del conflicto de Vietnam, la víspera del Mayo francés, de la insurrección anticolonial y del ascenso popular que culminaría en los ’70. Esa ola de fondo se subsumiría a partir de los 80 y no ha vuelto a aparecer en fuerza hasta hoy, pero la Iglesia, en tanto organismo que arraiga en la espiritualidad tanto como en fundamentos concretos, ha experimentado esa oscilación de una manera compleja. Luego de los pontificados progresivos de Juan XXIII, de Paulo VI y del brevísimo interludio protagonizado por otro Papa renovador, el Papa Luciani (Juan Pablo I), quien falleció en circunstancias que muchos juzgan poco claras, esa corriente cedió el paso a la brusca inversión de papeles protagonizada por Juan Pablo II, Papa Wojtyla. Este Papa dio un tono extremadamente conservador a su pontificado, pero sobre todo se proyectó como un activo agente disruptor  del bloque comunista,  comenzando por su propio país, Polonia, donde la influencia de la Iglesia era y es un factor determinante de la identidad nacional. Esta actividad casi le cuesta la vida, pues en plena guerra fría los servicios de inteligencia no escatimaban recursos para recurrir al magnicidio cuando se sentían amenazados: es probable que la mano de la KGB haya sostenido la muñeca de Alí Agca cuando el terrorista turco disparó sobre el Papa hiriéndolo en vientre durante una de las usuales audiencias públicas de los  miércoles en el Vaticano. Superado el trance, el rol del papado se convirtió en un factor muy importante para incidir en el desgaste de los sistemas del socialismo real, aunque el destino de estos estuviera marcado no tanto por la presión exterior como por su propia insuficiencia para promover un cambio sanador de las estructuras burocráticas que lo sofocaban.

Con todo, y para confirmar la tesis de Terzaga en el sentido de que “los mayores esfuerzos de Paulo VI no eran sino rodeos para romper desde dentro esa caparazón defensiva segregada e inapta e inútil para las grandes épocas de cambio”, la Iglesia de la renovación ha reemergido después de la desaparición del anciano Juan Pablo II (y del mutis por el foro efectuado por el Papa Benedicto XVI), en la persona de Francisco, “el Papa venido del fin del mundo”, quien con una audacia similar a la de sus antecesores Juan XXIII y Paulo VI, está procediendo a una labor de limpieza y actualización de los parámetros políticos que, curiosamente, parece perfilarse a contracorriente del auge  del neoliberalismo económico y de la implacable política de globalización puesta en práctica en estos momentos por el “capitalismo realmente existente”. Pero se trata de una paradoja aparente; es precisamente aquí donde cabe percibir el fino olfato político –e  histórico- de la única institución que conserva su integridad en el caos de un mundo donde “todo se desvanece en el aire”. La reivindicación de los desposeídos, la protesta contra las políticas del capitalismo financiero y la habilidad para fungir como institución mediadora allí donde es posible hacerlo, denotan una voluntad de permanencia y de supervivencia allí donde todo parece perdido. La cuestión, por supuesto, no solamente la mera supervivencia, sino la de introducir modificaciones de fondo a un sistema absurdo que sigue empujando al mundo al abismo.

Pero este no es un problema que vaya a resolver la Iglesia, salvo como parte importante de un movimiento más vasto; cuyos referentes, sin embargo, no están visibles todavía.

Córdoba, 14 de enero de 2019

LA  IGLESIA Y LA REVOLUCIÓN ARGENTINA

“La dictadura del proletariado, esa condición de la salvación política y económica de ese tiempo, no tiene el sentido de una dominación por la dominación misma y en toda la eternidad, sino el de una suspensión momentánea del conflicto entre el espíritu y el poder bajo el signo de la cruz… El deber de proletariado es instituir el terror para la salvación del mundo, para alcanzar lo que fue el objetivo del Salvador: la vida en Dios sin el Estado ni las clases”.

                                                (El padre Naphta, en La Montaña Mágica) 

       Sería obvio recordar el grado de importancia que el elemento religioso -con sus implicaciones clericales- jugó siempre en nuestro país como ingrediente principalísimo de todo conservatismo social y como instrumento eventual aunque decisivo en el mantenimiento del orden político cuya preservación interesaba e interesa al núcleo esencial de ese conservatismo: la oligarquía. Y aunque esta oligarquía misma estuviese constituida en algunas de sus vertiente, y en particulares momentos históricos, por la estructura del famoso régimen “falaz y descreído”, cuyos orígenes pueden rastrearse en ciertos rivadavianos eminentes, como el famoso ex cura Dr. Agüero, ello no le impidió acudir al auxilio inestimable del bando de los católicos confesos y militantes cuando se trató de jugarse del todo en alguna ocasión decisiva. La alianza de Mitre, grado 33 de la Masonería, con el partido católico porteño de Estrada, Goyena y otros, para derrumbar a Juárez Celman en 1890, es una buena muestra de la identidad capital de  intereses dentro del todo oligárquico. Y esta muestra habría de repetirse en otros momentos cruciales: el derrocamiento de Perón en 1955, por ejemplo.

       De tal modo, la apelación a la fe religiosa, la movilización de la opinión católica y la oportuna instrumentación de grandes sectores del laicado “clericalista” y hasta de la jerarquía misma -nunca renuente a ese juego- constituyeron poderosas armas dentro del gran ejército de reserva de la política y de la ideología oligárquicas. Este ejército de reserva tuvo hasta ahora sus reductos más eficaces y más obediente en el laicado militante, por un lado, y en la ideología impuesta desde hace décadas a las fuerzas armadas, por el otro. Aunque individualmente puedan tener frente al catolicismo y a la Iglesia las mismas actitudes variadas que es posible hallar entre los civiles, los militares argentinos se han acostumbrado a aceptar como axiomática la clásica alianza entre la Cruz y la Espada, como indispensable garantía de una tercera categoría igualmente sacrosanta: la del Orden.

       Pese al carácter irracional con que esa trilogía era aceptada -o precisamente por serlo- el hecho es que constituyó como el fondo último e indiscutido de esa reserva ideológica conservatista, adherida al inmovilismo social y político, y enemiga latente o abierta de todo cambio. Verdad es que esa trilogía está fundada en una supuesta homogeneidad de elementos que son históricamente heterogéneos. La categoría del Orden resulta vulnerable como el talón de Aquiles cuando se recuerda que ese Orden puede ser cualquier orden históricamente viable. La categoría de la Espada, con su desvanecido perfume de prestigio medieval, ha sido técnicamente enviada al museo por la industria moderna y por su hija más fulgurante: la bomba de hidrógeno.

       En cuanto a la categoría de la Cruz, o para referirnos a su manifestación mundana y positiva, la Iglesia, ha podido tramontar la corriente de la historia sólo porque ha sabido, como institución y como organización, someterse a la historia y cambiar con ella, aunque esos cambios no fueran siempre perceptibles para el creyente individualmente considerado, porque se producían sólo en grandes fases decisivas, Cualesquiera fueran sus tipos de relaciones con ellos, la Iglesia ha convivido con el Imperio romano, con los bárbaros, con el feudalismo, con la Revolución Francesa, con el Capitalismo, así como se dispone a convivir con el futuro mundo socialista. Aunque dicha en términos no tan expresos, esta sencilla verdad ha sido recordada hace poco por el Obispo de Avellaneda. El reloj que Roma utiliza para medir el tiempo histórico no es, sin duda el mismo utilizado por Washington en la elaboración de su estrategia. De ahí la paradoja de que el Papado, tabernáculo espiritual de la “civilización occidental y cristiana”, diseñe las líneas de su política partiendo del supuesto de un mundo socialista posible y próximo, mientras que la Casa Blanca, que inviste a los Estados Unidos del papel de brazo armado o cruzado de esa misma civilización, se obstina en reducir toda la dimensión de la encrucijada histórica en que vive a las posibilidades de una táctica inmediata, fundada en algunas premisas en que no creen ni sus propios autores, tales como las banderas puramente propagandísticas del “mundo libre” o de la “agresión” comunista.

UNA VANGUARDIA EN CONFLICTO CON SU MASA

       En América Latina -lo estamos viendo particularmente en Argentina- la alianza de tan largas décadas entre la iglesia y el conservatismo social dio por resultado que la “segunda naturaleza” histórica y social de aquélla, o, lo que es lo mismo, su auténtica naturaleza como criatura y protagonista mundana, se osificara en una gruesa caparazón defensiva, no sólo inapta e inútil para las grandes épocas de cambio, sino también orgánicamente rebelde e ellas. Esto es lo que explica que los primeros y principales enemigos de la política del Papado en la segunda mitad del siglo XX, cuando Roma pide una Iglesia de músculos robustos, dúctiles y ligeros, residan dentro mismo de la jerarquía eclesiástica y, en mayor proporción aún, dentro de las filas del laicado católico, masa creyente y militante sin la cual la Iglesia no sería Iglesia. De ahí que los mayores esfuerzos de Paulo VI (incluidos sus más espectaculares actos de política “exterior”) no sean sino rodeos para romper desde adentro esa caparazón defensiva segregada en el curso de un lapso histórico perimido. Tales esfuerzos, como si se tratara de una verdadera “revolución desde arriba”, aunque en realidad ha sido largamente preparada, se apoyan en cuadros seleccionados de la jerarquía joven, es decir, en una vanguardia que debe combinar la audacia y la prudencia para lograr el deseado “agiornamento”.

       Después de una insistida preparación ideológica, cuyo santo y seña ha sido el énfasis puesto en la cuestión social, el Papado comenzó a operar los indispensables cambios de los rangos jerárquicos, valiéndose en muchos casos de artificios tan inocentes como el de recordar a los prelados su “edad jubilatoria” (la sola convocatoria y primeras reuniones del Concilio por el jovial Juan XXIII bastaron para provocar lloradas pero oportunas vacantes entre los cardenales y obispos más añejos, cuya senectud no logró atravesar las fatigas del largo viaje y del traqueteo conciliar).

       Sin embargo, no todo ha sido tan sencillo.

       En la Argentina hemos asistido a algunos episodios reveladores de la sorda resistencia opuesta por la jerarquía y por los laicos de mayor influencia contra los nuevos vientos del cambio. En Córdoba, por ejemplo, el arzobispo Castellanos hubo de ser defenestrado después de soportar el embate de la “rebelión del Seminario” y la guerra de artículos y declaraciones publicadas en la prensa no católica por un grupo de sacerdotes jóvenes que incluía a varios párrocos. Y no lo fue sino después de una embarazosa asamblea eclesiástica -especie de cabildo abierto- y de una formalista invocación a la obediencia, que le permitió “salvar la cara” durante algunos meses antes de su retiro. En Mendoza, el alzamiento público de los sacerdotes, de carácter más grave aún que el de Córdoba, no consiguió remover de su silla al obispo cuyano.

       La Iglesia argentina se encontraba en la difícil y riesgosa tarea de proceder al cambio de sus “mandos naturales” y de reforzar la influencia de su vanguardia entra la gran masa laica, cuando sobrevino la revolución militar, que llevó al poder a un elenco de hombres y equipos heterogéneos, pero cuya imagen pública estuvo dada por el gran número de católicos “cursillistas” llevados cargos claves, imagen que el propio gobierno se encargó de difundir.

       Tan pronto ese elenco comenzó a moverse, y ante las primeras medidas de dudosa popularidad, la Iglesia, en múltiples declaraciones de sus Obispos se apresuró a deslindar responsabilidades, haciendo ver que estaba dispuesta a abandonar a su suerte a los atónitos cursillistas civiles y uniformados, sorpresivamente privados del respaldo que ellos daban por descontado. Tratábase no del gesto de Pilatos, como pudo parecer a ciertos observadores desprevenidos, sino de una real divergencia entre grandes sectores de ese catolicismo laico, acostumbrado por tradición a defender el conservatismo con citas de los pontífices, y la nueva línea que la Iglesia venía pugnando tan pacientemente por imponer. Y es que en la mayor parte de los cursillistas la supuesta modernización por descubrimiento de “la cuestión social” no es sino -por razón de formación cultural y en muchos casos por razón de clase-  más que un mero barniz debajo del cual late un corazón conservador. La mayor parte de los católicos de los actuales elencos, cursillistas o no, nacionalistas clericales, seminacionalistas o discípulos de Maritain, son todos partidarios del Concilio… pero de Trento.

       La cuestión social, en cambio, tiene un sentido y resonancia muy distinta en las filas de los sacerdotes jóvenes y de la jerarquía en parte ya renovada. En su condición de vanguardia seleccionada, los sacerdotes, y sobre todo los más inquietos o jóvenes, son, socialmente, más osados, más verídicos, más “revolucionarios”. La profesión, la vocación, el celibato, el contacto con el pueblo y con sus capas más bajas, los hacen potencialmente aptos para una acción sin ataduras ni medias tintas. Pero como esa acción sería inconcebible sin el concurso activo del laicado militante, que como cuerpo constituye casi toda la Iglesia, ésta última se ve forzada a la paradójica situación de tener que deslindarse de su propio “cuerpo”, ya que no ha tenido el tiempo necesario para cambiarlo. A pesar de su indiscutida influencia en un país predominantemente católico, la Iglesia ha debido y debe obrar en esto como una auténtica minoría, que extrae sus fuerzas de la autoridad universal y suprema pero que debe aplicarlas en un medio elefantiásico y muy poco dispuesto a cambiar. Mientras tanto, los hechos de la política nacional han marchado a un ritmo más acelerado que el de sus propios cambios internos. No es ésta la menor de las experiencias que la Iglesia argentina se ve obligada a asimilar, y muy rápidamente.

ESTUDIANTES Y PARROCOS. LOS SUCESOS DE CORDOBA

       Los sucesos universitarios de Córdoba han mostrado a lo vivo tanto el grado de audacia de la nueva línea católica como la imposibilidad de mantenerla cabalmente frente a un laicado de profunda tradición conservadora. En la docta cuidad, la acción del clero debió amainar y arriar banderas no ante los tradicionales adversarios de la Iglesia, sino frente a la cerril y obstinada oposición de los clericales…!

       El Integralismo, agrupación estudiantil que responde a la dirección de socialcristianos y tendencias similares, supo interpretar y capitalizar a  la mayoría de la masa universitaria, en una movilización que contó con la simpatía de la población y con la adhesión de los sectores obreros, haciendo suyas las banderas reformistas de la autonomía y de la participación  estudiantil en el gobierno universitario. Al mismo tiempo, y  rebasando las agrupaciones reformistas, llevó una lucha frontal contra la intervención y contra la estructura de la oligarquía universitaria impuesta en su momento a la Casa de Trejo por la Revolución Libertadora. El respaldo de la Iglesia para esta lucha estudiantil fue prácticamente indisimulado; desde el apoyo franco prestado por los párrocos de Cristo Obrero hasta la actitud del propio Arzobispo Primatesta, quien hizo saber públicamente que “no permitiría” el ingreso de la policía al templo en que un grupo de universitarios cumplía una huelga de hambre. Ni la policía, ni el Gobierno de la Provincia, ni el Rectorado, se atrevieron a lanzar en público el consabido argumento de la inspiración “comunista” del movimiento.

       Tales son los rasgos principales que han dado un carácter diferencial, en lo que hace al caso de Córdoba, al reciente y aun no extinguido movimiento estudiantil de resistencia contra la intervención de las universidades. Córdoba, la ciudad de la Reforma de 1918, asistió en 1966 a una amplia y popular movilización universitaria donde todos los sectores reformistas han debido sumarse a un movimiento dirigido por socialcristianos, respaldados y estimulado notoriamente por sacerdotes jóvenes. Puntualizamos  el hecho, en sí mismo digno de una análisis detenido que no podemos hacer aquí, por su inmediata relación con el asunto del presente artículo.

       Pero la onda de avance de la nueva política de la Iglesia no pudo ir más allá. Sin entrar a considerar las nulas perspectivas de la intransigencia del integralismo dentro de un enfoque puramente universitario, debe consignarse el revés posterior de la acción que los sacerdotes “reformistas” habían emprendido con el apoyo inicial del propio Arzobispo.

       Preso de estupor ante la evidencia palpable del apoyo prestado por la jerarquía al movimiento universitario, el elenco de cursillistas y demás católicos de las filas del gobierno vacilaron un momento y hasta intentaron tímidas explicaciones para apaciguar a la opinión, exacerbada por la violencia de la represión policial. Pero la sorpresa duró poco. Simultáneamente con la anuencia lograda de las autoridades nacionales para una política de mano dura, política ejecutada con la colaboración directa de los organismos nacionales de represión, los católicos militantes del gobierno de la Provincia, en su mayoría demócratas cristianos, encontraron el apoyo de todo el ululante y considerable sector de los laicos tradicionales, que comenzaron a publicar sus propias declaraciones y “solicitadas” contra los párrocos de Cristo Obrero, mientras otros resortes menos visibles se movían directamente cerca del Arzobispo. Este, sometido a la intensa y doble presión de los dirigentes laicos de su grey escandalizada (Acción Católica y otras asociaciones) y del Gobierno Nacional, se vio obligado a ceder. Dando un ostensible y poco airoso paso atrás, el Arzobispo Primatesta sancionó a los curas de Cristo Obrero y obtuvo así al precio de un desmentido público de su propia política, el asentimiento y las protestas de obediencia de todo el sector laico que hasta entonces había disimulado su hostilidad con el silencio, monseñor rumiará ahora en su Silla la desconsoladora comprobación de haber sacrificado a su vanguardia para convertirse en prisionero de su retaguardia…

LIMITACIONES EN LA LINEA POSTCONCILIAR

        La táctica operativa de la jerarquía y de los “curas nuevos”, moviéndose dentro de los supuestos de la cuestión social, no está sino en sus comienzos en la Argentina, y sería aventurado generalizar la lección de la derrota infligida a los párrocos de Cristo Obrero y al Arzobispo de Córdoba para deducir de ahí otras derrotas ulteriores. Sin embargo, es fácil conjeturar que la nueva línea de la Iglesia despertará resistencias aún más poderosas cuando pretenda aplicar el espíritu postconciliar no ya dentro de los medios estudiantiles sino entre los sectores obreros. En tal evento la oligarquía y la timorata burguesía nacional no vacilarán en acudir a la defensa de la civilización “occidental y cristiana”, con todos los medios a su alcance, para meter en vereda a los obispos y sacerdotes “tilingos”, como ya los ha llamado “Azul y Blanco”, el órgano del nacionalismo vacuno, que a su vez no titubea en utilizar el término “preconciliar” como elogio para los católicos que justifican su política con citas de los pontífices… muertos.

       Con todo, puede darse por descontado que la ofensiva del clero joven, pese al apoyo que pueda recibir del Papado y de la Jerarquía, y por audaz que sea en su acción dentro del marco de la cuestión social, será impotente para roer la coraza conservatista del laicado tradicional, mientras insista en ganarlo o en debilitar su hostilidad con apelaciones evangélicas o recordándole la necesidad de “vivir” el cristianismo. Las nutridas filas de ese laicado no pueden ser renovadas por edad jubilatoria ni alteradas a corto plazo por las estadísticas de mortalidad, como ocurre en los cambios de la jerarquía. Los activistas y dirigentes del laicado militante, que en su inmensa mayoría reciben y se transmiten una ideología y una política de clase, no se equivocan en la defensa de sus intereses fundamentales. Su influencia sobre el resto de las masas católicas, particularmente en el interior del país, no sufrirá mella apreciable mientras no sean desmontados y separados los ingredientes conservatistas y tradicionalistas que hoy se combinan para dar el prestigio de la fe religiosa a los aliados provincianos de la oligarquía clásica.

       Los sacerdotes nuevos y muchos sectores jóvenes del laicado militante han descubierto la cuestión social, pero no han llegado al descubrimiento de la  cuestión nacional. He aquí una limitación hasta ahora insalvable para la política de la jerarquía renovada. Por vía de insistencia en la cuestión social, muchos sacerdotes y laicos han llegado y llegan -tardía aunque positivamente- a “descubrir” los sucedáneos cristianos del socialismo y hasta el socialismo mismo. Pero la osadía de pensamiento y la política requerida para ello, es necesariamente simétrica con el riesgo de aislar a esa vanguardia y de llevarla a una nueva forma de cipayería, que estará obligada a refugiarse en el prestigio universal de la Iglesia y a apelar a su autoridad también universal, frente a un medio hostil o renuente. Lo mismo sucedió, mutatis mutandis, a los marxistas argentinos de principios de siglo y a sus herederos de la izquierda tradicional. No ha de extrañar entonces que en las filas del clero nacional aparezcan reformadores y “revolucionarios” sociales que, partiendo de la doctrina abstracta, lleguen a desenvolver sus consecuencias extremas. En tal caso tendremos nuestros curas “marxistas” y “anarquistas” que, cual modernos Savonarolas, intentarán realizar la utopía teocrático-proletaria acariciada por el jesuita Naphta, el personaje de Thomas Mann cuyas palabras hemos puesto como acápite de estas páginas.

       El ecumenismo, indispensable para desarmar adversarios en la Europa de múltiples iglesias y confesiones, entraña otro riesgo y la posibilidad de otra forma de cipayería en América Latina y particularmente en nuestro país, donde ha sido rápidamente acogido como una forma de rotarianismo católico útil para relaciones públicas… El espíritu ecuménico, que sirve también a los sacerdotes jóvenes para romper la muralla conservadora dentro de las escalas de la jerarquía y de un sector del laicado, no les sirve para entender la cuestión específica del país en que se mueven. Muchísimos de ellos, hijos modestos de chacareros extranjeros, deben abandonar en manos de los curas mayores y de los dignatarios criollos las banderas de la tradición, palabra que significa mucho y que tiene resonancias caras para grandes masas de cristianos “viejos” en el interior argentino. Enfatizar lo ecuménico, en tales casos, “abrir el diálogo” o compartir tareas de asistencia social con protestantes o con judíos, puede llevar a los “curas nuevos” a cerrar los ojos ante lo nacional. Metido con ardor novicio en las disputas sobre la cuestión social, el clero joven argentino no parece haber alumbrado aún un grupo de hombres o una figura que se parezca en algo al arzobispo brasileño Helder Cámara, quien sí se atreve a hablar de independencia económica y de integración, lo que supone una conciencia nítida de la cuestión nacional en su país y de la existencia real del imperialismo como enemigo.

       Sólo el futuro -pero un futuro que no está muy lejano- dirá cómo se las arregla la Iglesia argentina para ponerse al mismo paso de la cambiante realidad y aún para anticiparse a tomar su lugar en las luchas que se avecinan. Mientras tanto, todos los sectores que la componen no harían mal en tener presentes las palabras del Arzobispo Cámara a una revista de Buenos Aires: “pienso que la gente abrirá sus ojos con nosotros, sin nosotros o contra nosotros”.

                                                                           Córdoba, noviembre de 1966.