La «tendencia», la burocracia y el socialismo: Entre el verticalismo burocrático y el frente gorila
por Jorge Enea Spilimbergo
Publicado en Izquierda Popular, N° 31 – Segunda quincena de marzo de 1974
Nuestro comentario actual: podría creerse que analizar el tema de las contradicciones irresolubles que pusieron en crisis a la Tendencia (Montoneros), tras el retorno de Perón y su ascenso al gobierno, conserva únicamente un valor historiográfico, pero carece de interés para la lucha ideológica –ingrediente insoslayable de la lucha revolucionaria– y, con mayor razón, para trazar una perspectiva política actual que pretenda superar, hoy como ayer, los límites estructurales del liderazgo burgués sobre el frente nacional. Nos permitimos disentir con esa hipótesis. La adopción por Montoneros de la lucha armada es sólo un aspecto, aunque muy importante, de su proyecto mayor. Este consistía, como señala Spilimbergo, en imponer al peronismo una perspectiva socialista, contradictoria con sus orígenes, con la naturaleza social del frente de clases liderado por Perón y, cosa tan significativa como las antemencionadas, con los rasgos impuestos por el General al movimiento y su modo verticalista de conducción política.
En ese sentido, sin duda el fundamental, el extravío de la “tendencia” tiene seguidores, entre quienes se asumen como peronistas “de izquierda”, la mayoría de los cuales han encontrado en el kirchnerismo un nuevo estímulo para suponer que es posible plantear la superación de las limitaciones estructurales del movimiento nacional sin actualizarlo doctrinariamente y sin sustituir el régimen de conducción verticalista, estableciendo en su lugar fórmulas que permitan el protagonismo popular y, consecuentemente, hagan posible una selección democrática (de abajo hacia arriba) de los cuadros y jefes políticos movimientistas.
Se trata, entendemos, de sostener, con otros medios, una misma fantasía: la de suponer que es posible, sin el protagonismo popular que debe posibilitar –pero no sustituir– una vanguardia eficiente, usar instrumentos que fueron creados para impulsar un proyecto de capitalismo nacional autónomo, sin expropiar a la oligarquía que lo derribó luego, por haber conservado su poder económico, social y cultural, para impulsar uno nuevo, que debe liberarnos definitivamente. Una misma fantasía, decimos, ya que la elección de la “lucha armada” suponía también (al modo burgués) sustituir al pueblo, considerar que una elite debía cumplir un rol paternalista, respecto a las masas.
Una acción distorsiva, posterior al Proceso, ha logrado impedir la comprensión acabada de lo que suele llamarse la experiencia del setentismo, ocultando que las corrientes que militaban entonces eran diversas y en más de un sentido estaban dotadas de una visión muy distinta de lo que debía hacerse para liberar al país. Eso da valor a la recuperación presente de la crítica fraternal que Jorge Enea Spilimbergo formuló entonces al planteo y la práctica del grupo Montoneros, el cerebro de la “Tendencia”. Ese examen notable, por lo demás, no fue el único. En los mismos meses, firmado por Jorge Abelardo Ramos, habíamos publicado en Izquierda Popular “Rasputinismo y pequeña burguesía”, con el mismo fin. Por último, desde el mismo inicio de la “lucha armada”, la Izquierda Nacional había contrastado la “teoría” que obraba como sostén ideológico de esa perspectiva los puntos de vista clásicos del marxismo, que la caracterizaban como inútil y contradictoria con las necesidades de la lucha revolucionaria.
En este último sentido, creemos útil añadir como apéndices de la presente publicación, dos trabajos clásicos de Lenin y Trotsky, respectivamente, en los cuales los responsables de la Revolución Rusa exponen con claridad la posición del marxismo ante las premisas y las acciones del terrorismo individual, que también intentó golpear al zarismo, con los mismos resultados que vimos en la Argentina.
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La Juventud Peronista se debate en un grave dilema cuyos términos parecen ser, por un lado, la capitulación ante las fuerzas burocrático-burguesas de su partido (en nombre de la «verticalidad»), y, por el otro, una ruptura que se da como regresión hacia la izquierda liberal y cipaya. Este conflicto de un movimiento que irrumpió tan espectacularmente hace poco más de un año se explica en parte por las debilidades políticas que presidieron su nacimiento. Y esas debilidades, a su vez, encuentran su clave en el desarrollo desigual y contradictorio de nuestras luchas político-sociales a partir de la gran ofensiva popular de mayo de 1969.
El término de referencia más general de la crisis es la contradicción entre la divisa «Patria Socialista», impulsora de todos los sectores dinámicos de JP, y la estructura histórico social inmodificable del peronismo como frente nacional muilticlasista constituido en 1945 bajo el liderazgo de la burguesía nacional. Esta contradicción potencial se hace actual y virulenta desde el definitivo retorno del general Perón y la renuncia del presidente Cámpora.
A partir de aquí la dirección de la «Tendencia» acentúa hasta el paroxismo el método mágico de explicación, como si quisiera ocultarse a sí misma la inconsistencia de sus propias premisas políticas: Perón es el custodio de la antorcha nacional y del socialismo; pero un cerco demoníaco de traidores lo rodea y aísla de los peronistas leales. En vez de indagar las fuerzas de clase que encarna la conducción peronista, los líderes de la «Tendencia» arbitran una «explicación» mitológica, enteramente irracional.
Técnicamente, esa explicación era posible cuando Perón estaba en Madrid; pero los hechos la desintegran con la presencia de Perón en la Argentina y en el gobierno. Entonces, los líderes más conspicuos de la «Tendencia» se escinden en dos alas. Un sector capitula, ya que no encuentra otro modo de reconciliación que la renuncia a los fines trascendentes que animaban el movimiento juvenil. El otro busca apoyo creciente en el centro y la izquierda liberaloligárquicos (Juventud Comunista, radicalismo, alfonsinistas, APR, etc).
Como el fenómeno «Juventud Peronista» expresa la ruptura de la pequeña burguesía democrática con la oligarquía liberal a la que estuvo aliada tradicionalmente (ruptura provocada por la crisis del orden semicolonial) y el giro de ese sector hacia posiciones más avanzadas y nacionales, la alianza de referencia, en el marco de las llamada Juventudes Políticas Argentinas, constituye un claro fenómeno de regresión.
También en esta falsa polarización (capitulación-gorilismo de «izquierda») pesa la incomprensión sobre la naturaleza de clase del peronismo. La clara progresividad del peronismo no emergía de su carácter proletario-socialista sino de su naturaleza nacional-democrática («burguesa», por lo tanto) en un país semicolonial. La vieja izquierda cipaya deducía que el peronismo, al ser burgués, era reaccionario, olvidando las particularidades de la lucha social en un país dependiente y atrasado. Al nacionalizarse e izquierdizarse rompiendo con la oligarquía, pero sin revisar teóricamente las viejas premisas ideológicas, pareció necesario adjudicar a Perón una virtualidad socialista que éste jamás imaginó tener, y que se apresuró a desmentir brutalmente desde el primer día de su regreso definitivo al país.
¿Es preciso, por lo tanto, traicionar al socialismo para no «traicionar» a Perón, según piensan algunos? ¿O es Perón un traidor al demostrar que no hay lugar para el socialismo en su movimiento, como opinan otros?
En realidad, Perón permanece fiel a la constelación político-social que dio existencia a su movimiento en 1945, y ningún revolucionario socialista podrá dejar de apoyarlo contra los enemigos imperialistas y oligárquicos. Al mismo tiempo, la lucha por el socialismo, impuesta por la necesidad objetiva de trascender los estrechos límites capitalistas y burgueses de la revolución nacional, exige la constitución de un eje de reagrupamiento obrero y socialista en el cauce del movimiento nacional, un eje política, organizativa e ideológicamente independiente.
Cordobazo y peronismo
El punto de arranque es, naturalmente, el Cordobazo de mayo de 1969, mejor dicho, la serie de insurrecciones provinciales que, a partir de esa fecha, desbarataron los planes de la dictadura oligárquica, modificaron profundamente la relación de fuerzas e impusieron una salida electoral aunque condicionada por la proscripción de Perón (cláusula del 24 de agosto).
El Cordobazo se inscribe en una línea superadora del 17 de octubre de 1945. Ya no se trataba, como en las jornadas de 1945, de apuntalar a un sector del sistema gobernante contra el ala oligárquica y contrarrevolucionaria, sino de enfrentar por la vía de la lucha de masas al Estado oligárquico en su conjunto, apuntando más allá de los límites de la Argentina burguesa. Por eso, el gran movimiento espontáneo y acaso insurreccional de los pueblos del interior rebasó no sólo a los viejos partidos sino también a la dirección política y sindical del peronismo, que en ningún momento asumió práctica ni moralmente esas luchas. Esta verdad no sólo es aplicable a los sectores burocráticos (cualquiera sea la amplitud y aplicación que demos al término «burocrático») sino también a los combativos. No casualmente el nombre «Montoneros», trascendiendo sus límites originarios, ha pasado a designar a toda la «Tendencia», lo que de hecho significa que el asesinato de Aramburu (una oscura aberración política) pesa ideológicamente más que la gesta multitudinaria gracias a la cual la «Tendencia» pudo soñar con copar electoralmente el gobierno en aras de la Patria Socialista.
El interior aislado
Pero este nuevo nivel de lucha alcanzado por los pueblos del interior, si era suficiente para conmover rudamente el andamiaje de la dictadura militar e imponerle un retroceso en toda la línea, no bastaba para derrocarla infligiendo a la oligarquía una derrota decisiva. Para ello era preciso la extensión del movimiento a escala nacional y, sobre todo, la entrada en combate de la clase trabajadora de Capital y Gran Buenos Aires, centro estratégico del país, arrastrando tras de sí a las capas medias disconformes. La magnitud del escenario impedía que esta tarea pudiera quedar librada a la «espontaneidad» característica de las luchas libradas en Córdoba, Rosario, Corrientes, Tucumán, Mendoza, Catamarca, etc. Pero el papel de las altas jefaturas cegetistas y sindicales de Buenos Aires consistió, precisamente, en lo contrario: en sabotear y aislar al interior, convertidas en agentes miserables de la dictadura gorila.
La lucha por romper el cerco, descongelando militarmente al proletariado gran bonaerense se convertía de ese modo en la tarea central de toda corriente revolucionaria a partir de mayo de 1969, y en esa perspectiva nació el Frente de Izquierda Popular, bajo esa luz deben considerarse todos sus movimientos políticos y tácticos. Pero es un hecho de la mayor importancia que aunque la clase trabajadora del área metropolitana acompañó con su simpatía las jornadas del interior, no pudo romper la malla del bloqueo burocrático y ponerse ella misma en movimiento.
Esto impondría su sello sobre el proceso de expansión y apogeo de la Juventud Peronista.
El auge de la «guerrilla» (incluidas las «formaciones especiales» peronistas, para emplear el término con el cual Perón, sin haberlas promovido, las oficializó desde Madrid) es en este sentido, y pese a la bambolla interesada de la prensa y los gobiernos oligárquicos, un fenómeno de retroceso político, que se planteaba en relación inversa al apogeo del movimiento de masas, sin conexión (ni siquiera defensiva) con él. Ninguna experiencia ha aportado la guerrilla urbana argentina que pueda modificar o contradecir las conclusiones lapidarias sobre el terror y la violencia individuales del movimiento revolucionario intrernacional y sus teóricos reconocidos.
La disyuntiva de 1972
Así nos encontramos en 1972 con un movimiento popular y obrero que ha infligido fuertes golpes a la dictadura oligárquica, pero sin lograr una victoria decisiva frente al bloqueo metropolitano. Producto de esta situación de equilibrio es la salida transaccional de un llamado a elecciones con el peronismo pero sin Perón. El Frente de Izquierda Popular exigió al peronismo la defensa activa de la candidatura de Perón, fundándose en la extrema debilidad de la dictadura bajo los golpes de la ofensiva popular espontánea, y en la posibilidad consiguiente de barrer la proscripción con nuevas movilizaciones populares, inicialmente pacíficas. Al ser desoído este llamado, el FIP rechazó de plano el ingreso al Frejuli, prefiriendo perder bancas seguras a traicionar su razón de ser política.
Es cierto que Perón llegó de todos modos a la presidencia. Pero su acceso por la vía fría, sin movilización, no implica un mero camino alternativo sino el imperio de una correlación de fuerzas hegemónicas sustancialmente diferente.
¿Qué actitud asumían ante esta disyuntiva los líderes de la «Tendencia», durante el verano de 1972-1973? Dos actitudes íntimamente relacionadas. En primer término, negaban desdeñosamente toda realidad a las elecciones, simple «maniobra» de Lanusse. Bajo este anarquismo ultraizquierdista, según el cual la huelga general de mayo del 69 es Córdoba era menos importante que el asesinato de Aramburu, se escondía una subestimación enfática del movimiento de masas y una sobreestimación acorde del poder de la dictadura militar-oligárquica. En segundo término, no sólo Perón, o Cámpora, o Rucci y Gelbard, o los partidos del Frejuli, desoían la propuesta movilizadora del FIP, lo que era predecible al fin de cuentas, sino también los líderes de la «Tendencia» en cualquiera de sus ramas. Esta no hizo suya (mancomunada o unilateralmente) la única vía de desarrollo revolucionario abierta, que era la marcada por el FIP. Por el contrario, se sumó al proceso electoral bajo la divisa «Cámpora al gobierno, Perón al poder».
La capitulación originaria
En realidad el «fenómeno Juventud Peronista» es un fenómeno sumamente reciente. Se incuba en esas semanas preelectorales, eclosiona entre el 11 de marzo y el 25 de mayo, tiene sus días gloriosos con Cámpora y su hora de la verdad con el retorno del general Perón. La divisa de la Patria Socialista aparece como el espíritu animador de la marea.
Ya hemos visto cómo ese impulso lanzaba a toda una camada juvenil a la trituradora de una contradicción insalvable entre el socialismo y el carácter de clase de la conducción peronista. Señalemos ahora que el movimiento, pese a su apogeo espectacular, nacía impregnado de una especie de pecado original: la participación en la capitulación política del peronismo ante la dictadura militar oligárquica, que no otra cosa fue la candidatura de Cámpora, la negativa a apelar a la movilización de las masas.
La memoria es corta, y hechos recientes merecen recapitularse. La candidatura de Cámpora fue la respuesta de Perón a la cláusula proscriptiva, una «candidatura imposible», pues le alcanzaban los términos de la cláusula. De este modo el peronismo se aprestaba a dejar vacante su nominación presidencial, ocupar bancas y gobernaciones, y poner la presidencia en manos de Balbin. Lanusse, hábilmente, aceptó sin embargo aquella candidatura especulando con que el «desprestigio» de Cámpora forzaría la segunda vuelta. ¡Sólo el repudio apabullante cosechado por la dictadura oligárquica pudo desbaratar esta maniobra! En este marco es que crece y eclosiona la «Tendencia». La victoria electoral del 11 de marzo suministra el éxito inmediato necesario para ocultar los vicios de origen de una capitulación y alimentar la loca esperanza de que el peronismo pueda convertirse en eje socialista de la revolución nacional, sin los sudores del parto de construir junto a las masas una opción independiente.
La pequeña burguesía busca un eje
Por debajo de este proceso político se da el proceso de las clases sociales. Hemos visto que la clase social que alimenta el crecimiento vertiginoso de la JP es la pequeña burguesía democrática en trance de nacionalización e izquierdización. ¿Podrá esta pequeña burguesía –como clase- extraer de ella misma una opción independiente, socialista revolucionaria en el campo de la revolución nacional? La respuesta es obvia, y, también por eso, ninguna propuesta político-partidaria no asentada en una representación actual y concreta de la clase trabajadora en movimiento, era capaz de atraerla hacia un eje socialista revolucionario.
Pero el hecho decisivo pasaba a ser, entonces, la inmovilidad coyuntural del proletariado metropolitano, bajo el bloqueo del sistema político-sindical del peronismo. En esas condiciones, el único eje objetivo que se le presentaba a partir de su ruptura con el bloque oligárquico-imperialista era –para decirlo brutalmente- el eje de la burguesía nacional, es decir, el movimiento peronista. Quienes, como el FIP, asumían, con las banderas del 17 de Octubre y del 29 de Mayo, el eje estratégico de la revolución popular argentina –sus raíces y su proyección superadora- quedaban provisionalmente aislados, como lo revelaron, honrosamente, los resultados del 11 de marzo, no menos reivindicables que los del 23 de septiembre(*).
Sin embargo, esta convergencia hacia el eje de la burguesía nacional, no podía realizarse ingenuamente. El país había sido conmovido por poderosas mareas revolucionarias en un mundo que no era el de 1945. Si la pequeña burguesía había encontrado en el mito de la guerrilla el sustituto de la movilización revolucionaria de las masas a escala nacional, también debía proyectar sobre el eje nacional burgués hacia el cual convergía sus propias esperanzas socialistas, e impregnarlo de esas ilusiones. Era hasta cierto punto inevitable, y explica la incapacidad de llevar una lucha política real en defensa de sus puntos de vista, con mínimas garantías, dentro del movimiento o del Partido Peronista.
La tarea insoslayable
No moralizaremos sobre el hecho (aunque es preciso señalarlo) de que esta debilidad orgánica paga el precio de haber pretendido eludir una tarea insoslayable apelando a un falso atajo, ya que no es posible luchar por el socialismo en el seno de la estructura histórica de la «burguesía nacional». Por la mecánica interna de esa estructura, toda la legitimidad proviene del liderazgo unipersonal (bonapartista) del general Perón. Desgastada rápidamente (por la intervención directa de Perón) la retórica sobre los «traidores» que lo «cercan», cualquier oposición «socialista» queda desnuda e indefensa al llegar el momento de la verdad.
Pero esta segregación mecánica de los «herejes», ¿es una garantía de que llegarán a asimilar la experiencia y de que extraerán las necesarias conclusiones, incluidas (pues las alternativas abiertas no son indefinidas ni caprichosas) las referentes al papel del Frente de Izquierda Popular en el proceso político argentino?
La necesidad de esta reflexión es hoy más que nunca urgente, cuando vemos a ciertos líderes de la «Tendencia» retroceder hacia el pacto con la izquierda gorila en ese contubernio de las llamadas Juventudes Políticas Argentinas, y a otros, rendir las armas ante los sectores burocráticos y conservadores de su movimiento.
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APENDICE (I)
LA POSICIÓN MARXISTA ACERCA DEL TERORISMO INDIVIDUAL
Contra el terrorismo – León Trotsky
Este artículo apareció originalmente en la edición de noviembre de 1911 de Der Kampf, órgano teórico de la socialdemocracia austríaca, con el título “Acerca del terrorismo”. Trotsky lo escribió a pedido de Federico Adler, director de Der Kampf, como respuesta a las actitudes terroristas que ciertos elementos difundían en la clase obrera austríaca. La traducción del ruso al inglés fue realizada por Marilyn Vogt y George Saunders.
Nuestros enemigos de clase tienen la costumbre de quejarse de nuestro terrorismo. No resulta claro qué quieren decir. Les gustaría ponerles el rótulo de terroristas a todas las acciones del proletariado dirigidas contra los intereses del enemigo de clase. Para ellos, el método principal del terrorismo es la huelga. La amenaza de una huelga, la organización de piquetes de huelga, el boicot económico a un patrón superexplotador, el boicot moral a un traidor de nuestras propias filas: todo esto y mucho más es calificado de terrorismo. Si por terrorismo se entiende cualquier acción que atemorice o dañe al enemigo, entonces la lucha de clases no es sino terrorismo. Y lo único que resta considerar es si los políticos burgueses tienen derecho a proclamar su indignación moral acerca del terrorismo proletario, cuando todo su aparato estatal, con sus leyes, policía y ejército no es sino un instrumento del terror capitalista.
Sin embargo, debemos señalar que cuando nos echan en cara el terrorismo, tratan, aunque no siempre en forma consciente, de darle a esta palabra un sentido más estricto, menos indirecto. Por ejemplo, la destrucción de máquinas por parte de los trabajadores es terrorismo en ese sentido estricto del término. La muerte de un patrón, la amenaza de incendiar una fábrica o matar a su dueño, el atentado a mano armada contra un ministro: todos estos son actos terroristas en el pleno y auténtico sentido de la palabra. No obstante, cualquiera que conozca la verdadera naturaleza de la socialdemocracia internacional debe saber que ésta se ha opuesto a la manera más irreconciliable a esta clase de terrorismo.
¿Por qué?
El “terror” mediante la amenaza o la acción huelguística es patrimonio de los obreros industriales o agrícolas. La significación social de una huelga depende, en primer término, del tamaño de la empresa o rama de la industria afectada; en segundo lugar, del grado de organización, disciplina y disposición para la acción de los obreros que participan. Esto es cierto tanto en una huelga económica como en una política. Sigue siendo el método de lucha que surge directamente del lugar que en la sociedad moderna ocupa el proletariado en el proceso de producción.
Para desarrollarse, el sistema capitalista requiere una superestructura parlamentaria. Pero al no poder confinar al proletariado en un ghetto político, debe permitir, tarde o temprano, su participación en el parlamento. En las elecciones se expresa el carácter masivo del proletariado y su nivel de desarrollo político, cualidades determinadas por su rol social, sobre todo por su rol en la producción.
Al igual que en una huelga, en las elecciones el método, objetivos y resultado de la lucha dependen del rol social y la fuerza del proletariado como clase.
Solo los obreros pueden hacer huelga. Los artesanos arruinados por la fábrica, los campesinos cuya agua envenena la fábrica, los lumpen-proletarios en busca de un buen botín, pueden destruir las máquinas, incendiar la fábrica o asesinar al dueño.
Sólo la clase obrera consciente y organizada puede enviar una fuerte representación al parlamento para cuidar los intereses proletarios. Sin embargo, para asesinar a un funcionario del gobierno no es necesario contar con las masas organizadas. La receta para fabricar explosivos es accesible a todo el mundo y cualquiera puede conseguir una pistola.
En el primer caso hay una lucha social, cuyos métodos y vías se desprenden de la naturaleza del orden social imperante; en el segundo, una reacción puramente mecánica que es idéntica en todo el mundo, desde la China hasta Francia: asesinatos, explosiones, etcétera, pero totalmente inocua en lo que hace al sistema social.
Una huelga, incluso una modesta, tiene consecuencias sociales: fortalecimiento de la confianza en sí mismo de los obreros, crecimiento del sindicato, y, con no poca frecuencia, un mejoramiento en la tecnología productiva. El asesinato del dueño de la fábrica provoca efectos policíacos solamente, o un cambio de propietario desprovisto de todo significación social.
Que un atentado terrorista, incluso uno “exitoso”, cree la confusión en la clase dominante depende de la situación política concreta. Sea como fuere, la confusión tendrá corta vida; el estado capitalista no se basa en ministros de estado y no queda eliminado con la desaparición de aquéllos. Las clases a las que sirve siempre encontrarán personal de reemplazo; el mecanismo permanece intacto y en funcionamiento.
Pero el desorden que produce el atentado terrorista en las filas de la clase obrera es mucho más profundo. Si para alcanzar los objetivos basta armarse con una pistola, ¿para qué sirve esforzarse en la lucha de clases? Si una medida de pólvora y un trocito de plomo bastan para perforar la cabeza del enemigo ¿qué necesidad hay de organizar a la clase? Si tiene sentido aterrorizar a altos funcionarios con el rugido de las explosiones, ¿qué necesidad hay de un partido? ¿Para qué hacer mitines, agitación de masas y elecciones si es tan fácil apuntar al banco ministerial desde la galería del parlamento?
Para nosotros el terror individual es inadmisible precisamente porque empequeñece el papel de las masas en su propia conciencia, las hace aceptar su impotencia y vuelve sus ojos y esperanzas hacia el gran vengador y libertador que algún día vendrá a cumplir su misión.
Los profetas anarquistas de la “propaganda por los hechos”, pueden hablar hasta por los codos sobre la influencia estimulante que ejercen los actos terroristas sobre las masas. Las consideraciones teóricas y la experiencia política demuestran lo contrario. Cuanto más “efectivos” sean los actos terroristas, cuanto mayor sea su impacto, cuanto más se concentre la atención de las masas en ellos, más se reduce el interés de las masas en organizarse y educarse.
Pero el humo de la explosión se disipa, el pánico desaparece, un sucesor ocupa el lugar del ministro asesinado, la vida vuelve a sus viejos cauces, la rueda de la explotación capitalista gira como antes; sólo la represión policial se vuelve más salvaje y abierta. El resultado es que el lugar de las esperanzas renovadas y de la excitación artificialmente provocada viene a ocuparlo la desilusión y la apatía.
Los esfuerzos de la reacción por poner fin a las huelgas y al movimiento obrero de masas han culminado generalmente, siempre y en todas partes, en el fracaso. La sociedad capitalista necesita un proletariado activo, móvil e inteligente; no puede, por lo tanto, tener al proletariado atado de pies y manos por mucho tiempo. En cambio la “propaganda por los hechos” de los anarquistas ha demostrado cada vez que el Estado es mucho más rico en medios de destrucción física y represión mecánica que todos los grupos terroristas juntos.
Si esto es así, ¿qué pasa con la revolución? ¿Queda negada o imposibilitada? De ninguna manera. La revolución no es una simple suma de medios mecánicos. La revolución sólo puede surgir de la agudización de la lucha de clases, su victoria la garantiza sólo la función social del proletariado. La huelga política de masas, la insurrección armada, la conquista del poder estatal; todo esto está determinado por el grado de desarrollo de la producción, la alineación de las fuerzas de clase, el peso social del proletariado y, por último, por la composición social del ejército, puesto que son las fuerzas armadas el factor que decide el problema del poder en el momento de la revolución.
La socialdemocracia (NOTA ACTUAL: Antes de la primera guerra mundial, “socialdemocracia” era el nombre de todos los partidos marxistas) es lo bastante realista como para no desconocer la revolución que está surgiendo de las circunstancias históricas actuales; por el contrario, va al encuentro de la revolución con los ojos bien abiertos. Pero, a diferencia de los anarquistas y en lucha abierta contra ellos, la socialdemocracia rechaza todos los métodos y medios cuyo objetivo sea forzar el desarrollo de la sociedad artificialmente y sustituir la insuficiente fuerza revolucionaria del proletariado con preparaciones químicas.
Antes de elevarse a la categoría de método para la lucha política el terrorismo hace su aparición bajo la forma del acto individual de venganza. Así fue en Rusia, patria del terrorismo. Los azotes a los presos políticos llevaron a Vera Zasulich a expresar el sentimiento de indignación general con un atentado contra el general Trepov. Su ejemplo cundió entre la intelectualidad revolucionaria, desprovista del apoyo de las masas. Lo que comenzó como un acto de venganza perpetrado en forma inconsciente fue elevado a todo un sistema en 1879-1881. Las oleadas de atentados anarquistas en Europa Occidental y América del Norte siempre se producen después de alguna atrocidad cometida por el gobierno: fusilamientos de huelguistas o ejecuciones de la oposición política. La fuente psicológica más importante del terrorismo es siempre el sentimiento de venganza que busca una válvula de escape.
No hay necesidad de insistir en que la socialdemocracia nada tiene que ver con esos moralistas a sueldo que, en respuesta a cualquier acto terrorista, hablan solemnemente del “valor absoluto” de la vida humana. Son los mismos que en otras ocasiones, en nombre de otros valores absolutos -por ejemplo, el honor nacional o el prestigio del monarca- están dispuestos a llevar a millones de personas al infierno de la guerra. Hoy su héroe nacional es el ministro que da la orden de abrir fuego contra obreros desarmados, en nombre del sagrado derecho de la propiedad privada; mañana, cuando la mano desesperada del obrero desocupado se crispe en un puño o recoja un arma, hablarán sandeces acerca de la inadmisible de la violencia en cualquiera de sus formas.
Digan lo que digan los eunucos y fariseos morales, el sentimiento de venganza tiene sus derechos. Habla muy bien a favor de la moral de la clase obrera el no contemplar indiferente lo que ocurre en éste, el mejor de los mundos posibles. No extinguir el insatisfecho deseo proletario de venganza, sino, por el contrario, avivarlo una y otra vez, profundizarlo, dirigirlo contra la verdadera causa de la injusticia y la bajeza humanas: tal es la tarea de la socialdemocracia.
Nos oponemos a los atentados terroristas porque la venganza individual no nos satisface. La cuenta que nos debe saldar el sistema capitalista es demasiado elevada como para presentársela a un funcionario llamado ministro. Aprender a considerar los crímenes contra la humanidad, todas las humillaciones a que se ven sometidos el cuerpo y el espíritu humano, como excrecencias y expresiones del sistema social imperante, para empeñar todas nuestras energías en una lucha colectiva contra este sistema: ése es el cauce en el que el ardiente deseo de venganza puede encontrar su mayor satisfacción moral.
APENDICE (II)
AVENTURERISMO REVOLUCIONARIO
por Vladimir. I. Lenin (1903)
Editorial Cartago – Obras completas – Tomo 6 – páginas 186 y subsiguientes
Al defender el terror, cuya inutilidad ha demostrado tan claramente la experiencia del movimiento revolucionario ruso, los socialistas-revolucionarios hacen indecibles esfuerzos por declarar que sólo reconocen el terror conjuntamente con el trabajo entre las masas, razón por la cual no tienen validez en cuanto a ellos los argumentos por virtud de los cuales los socialdemócratas rusos rechazaban (y han rechazado durante largo tiempo) este método de lucha. Se repite aquí la historia muy parecida a la de su actitud ante la “crítica”. Nosotros no somos oportunistas, gritan los social-revolucionarios y, al mismo tiempo, archivan el dogma del socialismo proletario, tomando como base para ello solamente la crítica oportunista, y ninguna otra. No repetiremos los errores de los terroristas, no nos apartaremos del trabajo entre las masas, aseguran los socialistas-revolucionarios, a la par que recomiendan al partido actos como el asesinato de Sipiaguin por Balmashev, a pesar de que todo el mundo sabe y ve que este acto no ha tenido nada que ver con las masas, ni podía meterlo, dado el modo como se llevó a cabo, que las personas que lo ejecutaron no contaban con ninguna actuación o apoyo por parte de las masas, ni podían esperarlos. Los socialistas-revolucionarios, en su simplismo, no se dan cuenta de que su inclinación al terror guarda la más estrecha relación causal con el hecho de que, desde el primer día, se mantuvieron y siguen manteniéndose hoy al margen del movimiento revolucionario, sin aspirar siquiera a convertirse en el partido dirigente de la clase revolucionaria que libra su lucha de clases. Los juramentos tan celosos le mueven a uno, con frecuencia, a ponerse en guardia y a recelar de quienes necesitan recurrir a salsas tan fuerte. Y, cuando leo las seguridades que dan los socialistas-revolucionarios de no apartarse por el terror del trabajo entre las masas, me viene a veces a las mientes las palabras que dicen: el jurar no cuesta nada. Quienes dan esas seguridades son los mismos que se han apartado ya del movimiento obrero socialdemócrata, que realmente pone en pie a las masas, y los que siguen apartándose de él, agarrándose a los restos de cualquier teoría.
Puede servir de magnífica ilustración de esto que decimos la proclama del 3 de abril de 1902 editada por el “partido socialista-revolucionario”. Se trata de la fuente más viva, más cercana a los militantes directos de ese partido, más auténtica. El modo como aparece “planteada la cuestión de la lucha terrorista” en esta proclama “coincide totalmente” “con el modo de ver del partido” según el valioso testimonio de Revoliutsiónnaia Rossía (número 7, pág. 24)
La proclama del 3 de abril aparece calcada con sorprendente fidelidad sobre el patrón de la “novísima” argumentación de los terroristas. Lo primero que salta a la vista son estas palabras: “llamamos al terror, no en sustitución del trabajo entre las masas sino precisamente para el desarrollo de esta misma labor y conjuntamente con ella” Y saltan a la vista porque aparecen compuestas en caracteres tres veces más gruesos que el resto del texto (procedimiento repetido, naturalmente en Rev. Rossía). ¡Y es, después de todo, en realidad, una cosa sencilla! No hay más que componer en caracteres gruesos “no en vez de, sino conjuntamente con”, para que caigan por tierra inmediatamente todos los argumentos de los socialdemócratas y todas las enseñanzas de la historia. Pero, probad a leer toda la proclama, y veréis que los caracteres gruesos invocan en vano el nombre de las masas. El día “en que saldrá de las tinieblas el pueblo obrero” y “la potente oleada popular hará pedazos las puertas de hierro no está todavía, ¡ay!” así, literalmente: ¡ay!) “tan cercano y es pavoroso pensar cuántas víctimas habrán de caer para ello”. ¿Acaso estas palabras: “no está todavía ¡ay!, tan cercano”, no expresan de por sí la total incomprensión de lo que es el movimiento de masas y la falta de fe en él? ¿Acaso este argumento no responde expresamente a la idea de burlarse del hecho de que el pueblo obrero se está poniendo ya en pie? Y, finalmente, incluso si este argumento fuese tan fundado como es en realidad, disparatado, de él se desprendería como especial relieve la inutilidad del terror, ya que sin el pueblo obrero todas las bombas serían a todas luces impotentes.
Pero sigamos escuchado: “Cada golpe terrorista es como si privara a la autocracia de una parte de su fuerza, transfiriéndose, ¡toda esta fuerza! al lado de los combatientes de la libertad.” “Y como el terror se llevará adelante sistemáticamente, no cabe duda de que nuestro platillo de la balanza acabará pesando más.” Sí, sí, para cualquiera es evidente que tenemos ante nosotros el más grande de los prejuicios del terrorismo, bajo su forma más burda: el asesinato político “transfiere” por sí mismo “la fuerza”. Ahí tenéis, de un lado, la teoría de la transferencia de la fuerza y, de otro, el “no en vez de, sino conjuntamente con…” El jurar no cuesta nada.
Pero, esto no son más que unas cuantas florecillas. Lo bueno viene ahora. “¿A quién se debe golpear?”, pregunta el partido socialista-revolucionario, y contesta: a los ministros, y no al zar, pues “el zar no lleva las cosas hasta el extremo” (¡!¿¿de dónde saben ellos esto??), y además “es más fácil” (¡así, literalmente!): “ningún ministro puede encerrarse en su palacio como en una fortaleza”. Y esta argumentación concluye con el siguiente razonamiento, que merecería ser perpetuado como modelo de “teoría” socialista-revolucionaria: “Contra la masa la autocracia dispones de soldados y contra las organizaciones revolucionarias de policía pública y secreta, pero ¿qué la salva…(¿salva a quién?, ¿a la autocracia? El autor, sin darse cuenta de ello, identifica ya aquí a la autocracia con los ministros a quienes resulta más fácil golpear)…de los individuos sueltos o los pequeños círculos que, sin conexión alguna y sin que se conozcan siquiera los unos a los otros (¡!), se disponen a atacar y atacan? No hay fuerza en el mundo que pueda nada contra lo inaprensible. De donde se desprende que nuestro cometido es claro: deponer a todo el que gobierne por la fuerza en nombre de la autocracia por el único medio que la autocracia nos ha dejado (¡): la muerte,” Por grandes que sean las montañas de papel que los socialistas-revolucionarios han escrito, asegurando que con su propaganda del terror no se apartan del trabajo entre las masas ni lo desorganizan, no conseguirán refutar con torrentes de palabras el hecho de que en la proclama que acabamos de citar se expresa fielmente la sicología del terrorista actual. La teoría de la trasferencia de la fuerza se completa de un modo natural con la teoría de la inaprehensibilidad, teoría que pone patas arriba no sólo toda la experiencia del pasado, sino incluso todo lo que dice el sentido común. Que la única “esperanza” de la revolución es “la masa” y que solamente la organización revolucionaria dirigente (de hecho, y no de palabra) de esta masa puede luchar contra la policía constituye el abecé. Da vergüenza tener que pararse a demostrar esto. Y solamente quienes lo han olvidado todo sin haber aprendido lo que se dice nada pueden llegar, “por el contrario”, a la conclusión, que lo vuelve todo del revés hasta caer en una estupidez fabulosa y delirante de que los soldados pueden “salvar” a la autocracia de la masa, que la policía puede salvarla de las organizaciones revolucionarias ¡¡pero nadie, en cambio, podrá salvarla de los individuos aislados lanzados a la caza de ministros!!
Este fabuloso razonamiento, del que hay que esperar que acabará haciéndose famoso, no es simplemente curioso. No; es, además, aleccionador, ya que, mediante una audaz reducción al absurdo, pone de manifiesto el error fundamental de los terroristas, común a éstos y los economicistas (¿tal vez haga falta decir: a los ex representantes del difunto economicismo?). Este error consiste, como ya varias veces hemos señalado, en la incomprensión de la falla fundamental de nuestro movimiento. El crecimiento extraordinariamente rápido de éste hace que los dirigentes queden rezagados de las masas, que las organizaciones revolucionarias no se hallen a la altura de la actividad revolucionaria del proletariado, sean incapaces de marchar a la cabeza y dirigir a las masas. Que existe esta clase de discordancia es algo que no ofrece la menor duda a ninguna persona honesta, que conozca más o menos el movimiento. Y, siendo ello así, es evidente que los actuales terroristas son verdaderos economicistas al revés, que caen en el mismo extremo, igualmente absurdo, aunque opuesto. En un momento en que los revolucionarios no disponen de los medios y fuerzas suficientes para dirigir a las masas que ya se ponen en pie, el llamar a un terror como el de individualidades aisladas y círculos desconocidos los unos de los otros para atentar contra ministros, equivale por sí mismo, no sólo a minar el trabajo entre las masas, sino a llevar directamente a ellas la desorganización. -Nosotros, los revolucionarios, “propendemos tímidamente a apretarnos en un haz -leemos en la proclama del 3 de abril-, e incluso (NB) ese espíritu nuevo y audaz que sopla en los dos o tres años últimos ha estimulado hasta ahora un ascenso mayor de la disposición de la masa que de la personalidad”. Hay en estas palabras mucho de verdad, expresada sin proponérselo. Y es cabalmente esta verdad la que destroza a los preconizadores del terrorismo. Todo socialista capaz de pensar saca de esta verdad la conclusión de que es necesario actuar en un haz más enérgicamente, audaz y organizadamente. Los socialistas-revolucionarios, en cambio, arguyen: “¡disparad, individualidades inaprensibles, pues el haz, ¡ay!, tardará todavía mucho en poder movilizarse y además hay soldados que pueden lanzarse contra él!”. ¡Algo completamente fuera de toda razón, señores!
En la proclama no falta tampoco la teoría del terror excitativo. “Cada hazaña del héroe despierta en todos nosotros el espíritu de la lucha y del arrojo”, se nos dice. Pero, nosotros sabemos por el pasado y vemos en el presente que lo único que realmente hace vibrar, en todos, el espíritu de la lucha y el arrojo son las nuevas formas del movimiento de masas o de despertar de nuevas capas de la masa a la lucha independiente. Las hazañas, en cuanto se trata simplemente de las hazañas de los Balmashevs, sólo provocan inmediatamente una sensación fugaz e, indirectamente, suscitan la apatía, una actitud pasiva de espera a la expectativa de una nueva hazaña. Tratan de convencernos, además, de que “cada nueva ráfaga de terror ilumina las mentes”, cosa que nosotros, por desgracia, no hemos advertido en la predicación del terror por el partido socialista-revolucionario. Se nos presenta la teoría del trabajo grande y el pequeño: “Quienes dispongan de más fuerza, de más posibilidades y de mayor decisión no deberán contentarse con un trabajo pequeño (¡); que éstos busquen y se entreguen a algo grande, a la propaganda del terror entre las masas (¡), a la preparación de complicadas… (¡la teoría de los inaprensibles ha caído ya en el olvido!) …empresas terroristas.” ¿No es verdad que estamos ante algo sorprendentemente ingenioso? Verdaderamente, el inmolar la vida de un revolucionario a cambio de la muerte del infame Sipiaguin y el sustituir a éste por el no menos infame Pleve, constituye un gran trabajo. En cambio, el preparar, por ejemplo, a la masa para una manifestación armada, es un trabajo pequeño. Rev. Rossía, en su núm. 8., aclara esto, al declarar que “es fácil escribir y hablar” acerca de las manifestaciones armadas “como de algo que pertenece a un lejano e indefinido futuro”, pero “todos estos coloquios no han tenido, hasta ahora, más que un carácter teórico”. ¡Qué bien conocemos este lenguaje de gentes libres de la prudencia de las firmes convicciones socialistas, de la gravosa experiencia que todos los movimientos populares imponen! Confunden la tangibilidad directa y el sensacionalismo de los resultados con su carácter práctico. La exigencia de mantenerse inquebrantablemente en el punto de vista de clase y de velar por el carácter de clase del movimiento constituye, para ellos, una “vaga” “teorización”. Lo definido es, a sus ojos, el acechar servilmente cada uno de los virajes de los estados de ánimo… y la impotencia ante cada nuevo viraje, inevitable en razón de ello mismo. Comienzan las manifestaciones y esas gentes empiezan a derramar frases sangrientas y rumores acerca del comienzo del fin. Las manifestaciones se detienen, dejan caer las manos y, sin tiempo para gastar las suelas de los zapatos, ya nos ponemos a gritar: “el pueblo, ¡ay!, tardará todavía mucho…” Nuevos actos abominables por parte de los dignatarios de la violencia zarista, y exigimos que se nos indique un medio “definido” con el que podamos dar una respuesta completa a esa violencia, una respuesta que determine una “trasferencia de fuerza” inmediata y prometemos orgullosamente dicha transferencia. Estas gentes no se dan cuenta de que ya el solo hecho de prometer la tal “transferencia” de fuerza es un aventurerismo político y de que su aventurerismo está determinado por su carencia de principios.
La socialdemocracia pondrá siempre en guardia contra el aventurerismo y desenmascarará sin el menor miramiento las ilusiones que terminan inevitablemente en un completo desengaño. Debemos tener presente que el partido revolucionario sólo merece este nombre cuando de hecho dirige el movimiento de la clase revolucionaria. No debemos olvidar que todo movimiento popular reviste formas interminablemente diversas, elaborando constantemente nuevas formas, echando por la borda las viejas y creando variantes o nuevas combinaciones de las viejas y las nuevas. Y nuestro deber consiste en participar activamente en este proceso de elaboración de métodos y medios de lucha. Cuando el movimiento estudiantil se agudizó, comenzamos a llamar a los obreros a acudir en ayuda de los estudiantes (Iskra, núm.2), no atreviéndonos a predecir la forma de las manifestaciones, no prometiendo que ellas determinarían una trasferencia inmediata de fuerzas, no que iluminarían las mentes, ni que asegurarían una especial inaprehensibilidad. Y cuando las manifestaciones se consolidaron, comenzamos a llamar a su organización y al armado de las masas y planteamos la tarea de preparar la insurrección popular. Sin negar para nada, en principio, la violencia y el terror, exigimos que se trabajara para preparar aquellas formas de violencia que contaran con la participación directa de las masas y aseguraran esta participación. No cerramos los ojos a la dificultad de esta tarea, pero trabajaremos en ella firmemente y con ahínco, sin dejarnos desconcertar por frases como la de que se trata de “un futuro lejano e indefinido”. Si, señores, nosotros somos partidarios también del futuro, y no nos aferramos exclusivamente a las formas pretéritas del movimiento. Preferimos un trabajo largo y difícil para lograr lo que tiene consigo el futuro en vez de la “fácil” repetición de lo que ha sido logrado ya por el pasado. Desenmascararemos siempre a quienes, teniendo cada paso en los labios frases de guerra contra los patrones del dogma, en la práctica se dejan llevar por los patrones de las más seniles y dañinas teorías de la trasferencia de fuerzas, de la diferencia entre los trabajos grandes y los pequeños y, naturalmente, de la teoría de la hazaña y el combatiente individual. “A la manera como, en otro tiempo, las luchas entre los pueblos las decidían los caudillos en duelo personal, así los terroristas, en combate individual con autocracia, están conquistando la libertad de Rusia”: con estas palabras termina la proclama del 3 de abril. Frases como ésta basta con reimprimirlas para rechazarlas.
Quien realmente mantiene su labor revolucionaria en conexión con la lucha de clase del proletariado, sabe muy bien, ve y siente qué enorme cantidad de necesidades directas e inmediatas del proletariado. (y de sus capas populares capaces de apoyarlo) se quedan sin satisfacer. Sabe que en un número enorme de lugares, en regiones inmensas enteras, el pueblo obrero arde literalmente en deseos de lanzarse a la lucha, y sus arrebatos resultan estériles por las fallas de la literatura y de los dirigentes, por la carencia de fuerzas y medios de las organizaciones revolucionarias. Y nos encontramos -vemos que nos encontramos- en ese maldito círculo vicioso que, como un hado maligno, ha pesado durante tanto tiempo sobre la revolución rusa. De una parte, resultan estériles los arrebatos revolucionarios de una masa insuficientemente ilustrada y desorganizada. Y, de otra parte, suman en vano los disparos de las “individualidades inaprehensibles”, que pierden la fe en la posibilidad de marchar en filas compactas, de trabajar mano a mano con la masa.
¡Pero la cosa es todavía perfectamente remediable, camaradas! La pérdida de la fe en nuestra causa actual no es más que una rara excepción. La pasión por el terror no pasa de ser un estado de ánimo transitorio y fugaz. ¡Ojala se aprieten las filas compactas de los socialdemócratas, y fundiremos en un todo único y coherente la organización combativa de los revolucionarios y el heroísmo de masas del proletariado ruso!
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