civilización y mujer

LA MUJER Y LA FAMILIA, LA REVOLUCIÓN RUSA Y EL RETROCESO CON STALIN

por León Trotsky

La lectura del texto, a nuestro entender, es muy importante para colaborar con la elaboración de un marco teórico-político referencial que opere para dar una mayor profundidad a las luchas de la mujer. El ensayo de Trotsky (nadie podría ignorar lo que representaban estos criterios en los primeros años del siglo XX) muestra, por un lado, la grandeza del proyecto social de los bolcheviques, particularmente en este terreno; por otro, el lamentable retroceso que significó el triunfo de la burocracia soviética en los aspectos relacionados con la familia, la mujer y la educación de los niños. materias en las cuales abandonaría por completo la revolucionaria transformación concebida por Lenin y los fundadores de la URSS. El jefe de los bolcheviques era visto por algunos como «un anticuado», al impulsar «la responsabilidad en el amor», contra «el amor libre», pero planteaba al mismo tiempo el objetivo trascendental de liberarlo «de la miseria de los condicionamientos económicos» ¡qué lejos estamos aún de ese objetivo humanista!

EL TERMIDOR EN EL HOGAR

Del cap. VII de “La Revolución Traicionada”1935/1936

La Revolución de Octubre cumplió honradamente su palabra en lo que respecta a la mujer. El nuevo régimen no se contentó con darle los mismos derechos jurídicos y políticos que al hombre, sino que hizo -lo que es mucho más- todo lo que podía, y en todo caso, infinitamente más que cualquier otro régimen para darle realmente acceso a todos los dominios culturales y económicos, Pero ni el «todopoderoso» parlamento británico, ni la más poderosa revolución pueden hacer de la mujer un ser idéntico al hombre, o hablando más claramente, repartir por igual entre ella y su compañero las cargas del embarazo, del parto, de la lactancia y de la educación de los hijos. La revolución trató heroicamente de destruir el antiguo «hogar familiar» corrompido, institución arcaica, rutinaria, asfixiante, que condena a la mujer de la clase trabajadora a los trabajos forzados desde la infancia hasta su muerte. La familia, considerada como una pequeña empresa cerrada, debía ser sustituida, según la intención de los revolucionarios, por un sistema acabado de servicios sociales: maternidades, casas cuna, jardines de infancia, restaurantes, lavanderías, dispensarios, hospitales, sanatorios, organizaciones deportivas, cines, teatros, etc. La absorción completa de las funciones económicas de la familia por la sociedad socialista, al unir a toda una generación por la solidaridad y la asistencia mutua, debía proporcionar a la mujer, y en consecuencia, a la pareja, una verdadera emancipación del yugo secular. Mientras que esta obra no se haya cumplido, cuarenta millones de familias soviéticas continuarán siendo, en su gran mayoría, víctimas de las costumbres medievales de la servidumbre y de la histeria de la mujer, de las humillaciones cotidianas del niño, de las supersticiones de una y otro. A este respecto, no podemos permitirnos ninguna ilusión. Justamente por eso, las modificaciones sucesivas del estatuto de la familia en la URSS caracterizan perfectamente la verdadera naturaleza de la sociedad soviética y la evolución de sus capas dirigentes.

No fue posible tomar por asalto la antigua familia, y no por falta de buena voluntad; tampoco porque la familia estuviera firmemente asentada en los corazones. Por el contrario, después de un corto periodo de desconfianza hacia el Estado y sus casas cuna, sus jardines de infancia y sus diversos establecimientos, las obreras, y después de ellas, las campesinas más avanzadas, apreciaron las inmensas ventajas de la educación colectiva y de la socialización de la economía familiar. Por desgracia, la sociedad fue demasiado pobre y demasiado poco civilizada. Los recursos reales del Estado no correspondían a los planes y a las intenciones del partido comunista. La familia no puede ser abolida: hay que reemplazarla. La emancipación verdadera de la mujer es imposible en el terreno de la «miseria socializada». La experiencia reveló bien pronto esta dura verdad, formulada hacía cerca de 80 años por Marx.

Durante los años de hambre, los obreros se alimentaron tanto como pudieron -con sus familias en ciertos casos- en los refectorios de las fábricas o en establecimientos análogos, y este hecho fue interpretado oficialmente como el advenimiento de las costumbres socialistas. No hay necesidad de detenernos aquí en las particularidades de los diversos periodos -comunismo de guerra, NEP, el primer plan quinquenal- a este respecto. El hecho es que desde la supresión del racionamiento del pan, en 1935, los obreros mejor pagados comenzaron a volver a la mesa familiar. Sería erróneo ver en esta retirada una condena del sistema socialista que no se había puesto a prueba. Sin embargo, los obreros y sus mujeres juzgaban implacablemente «la alimentación social» organizada por la burocracia. La misma conclusión se impone en lo que respecta a las lavanderías socializadas en las que se roba y se estropea la ropa más de lo que se lava. ¡Regreso al hogar! Pero la cocina y el lavado a domicilio, actualmente alabados con cierta confusión por los oradores y los periodistas soviéticos, significan el retorno de las mujeres a las cacerolas y a los lavaderos, es decir, a la vieja esclavitud. Es muy dudoso que la resolución de la Internacional Comunista sobre «la victoria completa y sin retroceso del socialismo en la URSS» sea, después de esto, muy convincente para las amas de casa de los arrabales.

La familia rural, ligada no solamente a la economía doméstica, sino además a la agricultura, es infinitamente más conservadora que la familia urbana. Por regla general, sólo las comunas agrícolas poco numerosas establecieron, en un principio, la alimentación colectiva y las casas cuna. Se afirmaba que la colectivización debía producir una transformación radical en la familia: ¿no se estaba en vías de expropiar, junto con sus vacas, los pollos del campesino? En todo caso, no faltaron comunicados sobre la marcha triunfal de la alimentación social en los campos. Pero cuando comenzó el retroceso, la realidad disipó enseguida las brumas del bluff. Generalmente el koljós no proporciona al campesino más que el trigo que necesita y el forraje de sus bestias. La carne, los productos lácteos y las legumbres provienen casi enteramente de la propiedad individual de los miembros de los koljoses. Desde el momento en que los alimentos más importantes son fruto del trabajo familiar, no puede hablarse de alimentación colectiva. Así es que las parcelas pequeñas, al dar una nueva base al hogar, abruman a la mujer bajo un doble fardo.

El número de plazas existentes en las casas cuna en 1932 era de 600.000, y había cerca de cuatro millones de plazas temporales para la época del trabajo en el campo. En 1935 había cerca de 5.600.000 lechos en las casas cuna, pero las plazas permanentes eran, como antes, mucho menos numerosas. Por lo demás, las casas cuna existentes, aun las de Moscú, Leningrado y los grandes centros, están muy lejos de satisfacer las exigencias más modestas. «Las casas cuna en las que los niños se sienten peor que en su hogar, no son más que malos asilos», dice un gran periódico soviético. Después de esto, es natural que los obreros bien pagados se abstengan de enviar allí a sus hijos. Para la masa de trabajadores, estos «malos asilos» son aún poco numerosos. Recientemente, el Ejecutivo ha decidido que los niños abandonados y los huérfanos serían confiados a particulares; el Estado burocrático reconoce así, por boca de su órgano más autorizado, su incapacidad para desempeñar una de las funciones sociales más importantes. El número de niños recibidos en los jardines ha pasado en cinco años, de 1930 a 1935, de 370.000 a 1.181.000. La cifra de 1930 asombra por su insignificancia. Pero la de 1935 es ínfima en relación a las necesidades de las familias soviéticas. Un estudio más profundo haría ver que la mayor, y en todo caso, la mejor parte de los jardines de infancia está reservada a las familias de los funcionarios, de los técnicos, de los estajanovistas, etc.

No hace mucho tiempo el Ejecutivo ha tenido que admitir, igualmente, que «la decisión de poner un término a la situación de los niños abandonados e insuficientemente vigilados se ha aplicado débilmente». ¿Qué oculta ese suave lenguaje? Sólo sabemos ocasionalmente por las observaciones publicadas en los periódicos con minúsculos caracteres, que más de un millar de niños viven en Moscú, aun en su mismo hogar, «en condiciones extremadamente penosas»; que en los orfanatos de la capital existen 1.500 adolescentes que no saben qué hacer y que están destinados al arroyo; que en dos meses del otoño (1935) en Moscú y Leningrado, «7.500 padres han sido objeto de persecuciones por haber dejado a sus hijos sin vigilancia». ¿Qué utilidad tienen estas persecuciones? ¿Cuántos millares de padres las han evitado? ¿Cuántos niños, colocados en el hogar en las condiciones más penosas» no han sido registrados por la estadística? ¿En qué difieren las condiciones «más» penosas de las simplemente penosas? Estas preguntas quedan sin respuesta. La infancia abandonada, visible o disimulada, constituye una plaga que alcanza enormes proporciones a consecuencia de la gran crisis social, durante la cual la desintegración de la familia es mucho más rápida que la formación de las nuevas instituciones que la pueden reemplazar.

Las mismas observaciones ocasionales de los periódicos, junto con la crónica judicial, informan al lector que la prostitución, última degradación de la mujer en provecho del hombre capaz de pagar, existe en la URSS. El otoño último, Izvestia publicó repentinamente que «cerca de mil mujeres que se entregaban en las calles de Moscú al comercio secreto de su carne, acaban de ser detenidas». Entre ellas: ciento setenta y siete obreras, noventa y dos empleadas, cinco estudiantes, etc. ¿Qué las arrojó a la calle? La insuficiencia de salario, la pobreza, la necesidad de «procurarse un suplemento para comprar zapatos, un traje». En vano hemos tratado de conocer, aunque fuese aproximadamente, las proporciones de este mal social. La púdica burocracia soviética impone el silencio a la estadística. Pero ese silencio obligado basta para comprobar que la «clase» de prostitutas soviéticas es numerosa. No puede tratarse aquí de una supervivencia del pasado, puesto que las prostitutas se reclutan entre las mujeres jóvenes. Nadie pensará en reprocharle personalmente al régimen soviético esta plaga tan vieja como la civilización. Pero es imperdonable hablar del triunfo del socialismo mientras subsista la prostitución. Los periódicos afirman, en la medida en que les está permitido tocar este delicado punto, que la prostitución decrece; es posible que esto sea cierto en comparación con los años de hambre y, de desorganización (1931-33). Pero el regreso a las relaciones fundadas sobre el dinero provoca inevitablemente un nuevo aumento de la prostitución y de la infancia abandonada. En donde hay privilegios también hay parias.

El gran número de niños abandonados es, indiscutiblemente, la prueba más trágica y más infalible de la penosa situación de la madre. Aun la optimista Pravda se ve obligada a publicar amargas confesiones a este respecto: «El nacimiento de un hijo es para muchas mujeres una seria amenaza». Justamente por eso, el poder revolucionario ha dado a la mujer el derecho al aborto, uno de sus derechos cívicos, políticos y culturales esenciales mientras duren la miseria y la opresión familiar, digan lo que digan los eunucos y las solteronas de uno y otro sexo. Pero este triste derecho es transformado por la desigualdad social en un privilegio. Los fragmentarios informes que proporciona la prensa soviética sobre la práctica de los abortos son asombrosos: «Ciento noventa y cinco mujeres mutiladas por las comadronas; treinta y tres obreras, veintiocho empleadas, sesenta y cinco campesinas de koljoses, cincuenta y ocho amas de casa, se hallan en un hospital de una aldea del Ural». Esta región sólo difiere de las otras en que los datos que le conciernen han sido publicados. ¿Cuántas mujeres al año son mutiladas en toda la URSS por los abortos mal hechos?

Después de haber demostrado su incapacidad para proporcionar los socorros médicos necesarios y las instalaciones higiénicas para las mujeres obligadas a recurrir al aborto, el Estado cambia bruscamente y se lanza a la vía de las prohibiciones. Y, como en otros casos, la burocracia hace de la necesidad virtud. Uno de los miembros de la Corte Suprema soviética, Soltz, especializado en problemas del matrimonio, justifica la próxima prohibición del aborto diciendo que, como la sociedad socialista carece de desocupación, etc., etc., la mujer no puede tener el derecho de rechazar «las alegrías de la maternidad». Filosofía de cura que dispone, además, del puño del gendarme. Acabamos de leer en el órgano central del partido que el nacimiento de un hijo es, para muchas mujeres -y sería justo decir que para la mayor parte-, «una amenaza». Acabamos de oír que una alta autoridad atestigua que «la liquidación de la infancia abandonada y descuidada se realiza débilmente», lo que significa, ciertamente, un aumento de la infancia abandonada; y ahora, un alto magistrado nos anuncia que en el país donde «es dulce vivir» los abortos deben ser castigados con la prisión, exactamente como en los países capitalistas en los que es triste vivir. Se adivina de antemano que en la URSS, como en Occidente, serán sobre todo las obreras, las campesinas, las criadas que no pueden ocultar su pecado, las que caerán en manos de los carceleros. En cuanto a «nuestras mujeres», que piden perfumes de buena calidad y otros artículos de este género, continuarán haciendo lo que les plazca, bajo la mirada de una justicia benévola. «Tenemos necesidad de hombres», añade Soltz, cerrando los ojos ante los niños abandonados. Si la burocracia no hubiera puesto en sus labios el sello del silencio, millones de trabajadoras podrían responderle: «Haced los niños vosotros mismos». Evidentemente estos señores han olvidado que el socialismo debería eliminar las causas que empujan a la mujer al aborto, en vez de hacer intervenir indignamente al policía en la vida íntima de la mujer para imponerle «las alegrías de la maternidad».

El proyecto de ley sobre el aborto fue sometido a una discusión pública. El filtro de la prensa soviética tuvo que dejar pasar, a pesar de todo, numerosas quejas y protestas ahogadas. La discusión cesó tan bruscamente como había comenzado. El 27 de junio de 1936, el Ejecutivo hizo de un proyecto infame, una ley tres veces infame. Hasta algunos de los apologistas oficiales de la burocracia se incomodaron. Louis Fisher escribió que la nueva ley era, en suma, una deplorable equivocación. En realidad, esta ley, dirigida contra la mujer pero que establece para las damas un régimen de excepción, es uno de los frutos legítimos de la reacción termidoriana.

La rehabilitación solemne de la familia que se llevó a cabo -coincidencia providencial- al mismo tiempo que la del rublo, ha sido una consecuencia de la insuficiencia material y cultural del Estado. En lugar de decir: aún somos demasiado indigentes y demasiado incultos para establecer relaciones socialistas entre los hombres: nuestros hijos lo harán, los jefes del régimen recogen los trastos rotos de la familia e imponen, bajo la amenaza de los peores rigores, el dogma de la familia, fundamento sagrado del «socialismo triunfante». Se mide con pena la profundidad de este retroceso.

La nueva legislación arrastra todo y a todos, al literato como al legislador, al juez y a la milicia, al periódico y a la enseñanza. Cuando un joven comunista, honrado y cándido, se permite escribir a su periódico: «Harías mejor en abordar la solución de este problema: ¿Cómo puede la mujer evadirse de las tenazas de la familia?», recibe un par de desaires y calla. El alfabeto del comunismo es considerado como una exageración de la izquierda. Los prejuicios duros y estúpidos de las clases medias incultas, renacen entre nosotros con el nombre de moral nueva. ¿Y qué sucede en la vida cotidiana de los rincones perdidos del inmenso país? La prensa sólo refleja en proporción ínfima la profundidad de la reacción termidoriana en el dominio de la familia.  

Como la noble pasión de los predicadores crece en intensidad al mismo tiempo que aumentan los vicios, el noveno mandamiento ha alcanzado gran popularidad entre las capas dirigentes. Los moralistas soviéticos no tienen más que renovar ligeramente la fraseología. Se inicia una campaña en contra de los divorcios, demasiado fáciles y demasiado frecuentes. El pensamiento creador del legislador anuncia ya una medida «socialista», que consiste en cobrar el registro del divorcio y en aumentar la tarifa en caso de repetición. De manera que no nos equivocamos al afirmar que la familia renace, al mismo tiempo que se consolida nuevamente el papel educador del rublo. Hay que esperar que la tarifa no sera un obstáculo para las clases dirigentes. Las personas que disponen de buenos apartamentos, de coches y de otros elementos de bienestar, arreglan siempre sus asuntos privados sin publicidad superflua. La prostitución sólo tiene un sello infamante y penoso en los bajos fondos de la sociedad soviética; en la cumbre de esta sociedad, en donde el poder se une a la comodidad, reviste la forma elegante de menudos servicios recíprocos y aun el aspecto de la «familia socialista». Sosnovski ya nos ha dado a conocer la importancia del factor «autoharén» en la degeneración de los dirigentes.

Los «Amigos» líricos y académicos de la URSS tienen ojos para no ver. La legislación del matrimonio instituida por la Revolución de Octubre, que en su tiempo fue objeto de legítimo orgullo para ella, se ha transformado y desfigurado por amplios empréstitos tomados del tesoro legislativo de los países burgueses. Y, como si se tratara de unir la burla a la traición, los mismos argumentos que antes sirvieron para defender la libertad incondicional del divorcio y del aborto -«la emancipación de la mujer», «la defensa de los derechos de la personalidad», «la protección de la maternidad»-, se repiten actualmente para limitar o prohibir uno y otro.

El retroceso reviste formas de una hipocresía desalentadora, y ya mucho más lejos de lo que exige la dura necesidad económica. A las razones objetivas de regreso a las normas burguesas, tales como el pago de pensiones alimenticias al hijo, se agrega el interés social de los medios dirigentes en enraizar el derecho burgués. El motivo más imperioso del culto actual de la familia es, sin duda alguna, la necesidad que tiene la burocracia de una jerarquía estable de las relaciones sociales, y de una juventud disciplinada por cuarenta millones de hogares que sirven de apoyo a la autoridad y el poder.

Cuando se esperaba confiar al Estado la educación de las jóvenes generaciones, el poder, lejos de preocuparse por sostener la autoridad de los mayores, del padre y de la madre especialmente, trató, por el contrario, de separar a los hijos de la familia para inmunizarlos contra las viejas costumbres. Todavía recientemente, durante el primer periodo quinquenal, la escuela y las Juventudes Comunistas solicitaban ampliamente la ayuda de los niños para desenmascarar al padre ebrio o a la madre creyente, para avergonzarlos, para tratar de «reeducarlos». Otra cosa es el éxito alcanzado… De todas maneras, este método minaba las bases mismas de la autoridad familiar. En este dominio, se realizó una transformación radical que no estuvo desprovista de importancia. El quinto mandamiento se ha vuelto a poner en vigor al mismo tiempo que el noveno, sin invocación de la autoridad divina por el momento, es cierto; pero la escuela francesa tampoco emplea este atributo, lo cual no le impide inculcar la rutina y el conservadurismo.

El respeto a la autoridad de los mayores ya ha provocado, por lo demás, un cambio de política hacia la religión. La negación de Dios, de sus milagros y de sus ayudantes, era el elemento de división más grave que el poder revolucionario hacía intervenir entre padres e hijos. Sobrepasando el progreso de la cultura, de la propaganda seria y de la educación científica, la lucha contra la iglesia, dirigida por hombres de tipo Yaroslavski, degeneraba frecuentemente en bufonadas y vejaciones. El asalto a los cielos ha cesado como el asalto a la familia. Cuidadosa de su buena reputación, la burocracia ha pedido a los jóvenes ateos que depongan las armas y se dediquen a leer. Esto no es más que un comienzo. Un régimen de neutralidad irónico se establece poco a poco respecto a la religión. Primera etapa. No sería difícil predecir la segunda y la tercera, si el curso de los acontecimientos no dependiera más que de las autoridades establecidas.

La hipocresía de las opiniones dominantes eleva, siempre y en todas partes, al cubo o al cuadrado, los antagonismos sociales; ésta es, poco más o menos, la ley del desarrollo de las ideas traducida a lenguaje matemático. El socialismo, si merece este nombre, significa relaciones desinteresadas entre los hombres, una amistad sin envidia ni intriga, el amor sin cálculos envilecedores. La doctrina oficial declara que estas normas ideales ya se han realizado, con tanta más autoridad cuanto más enérgicas son las protestas de la realidad en contra de semejantes afirmaciones. El nuevo programa de las juventudes comunistas soviéticas, adoptado en abril de 1936, dice: «Una nueva familia, de cuyo florecimiento se encarga el Estado soviético, se ha creado sobre el terreno de la igualdad real del hombre y de la mujer». Un comentario oficial añade: «Nuestra juventud sólo busca al compañero o a la compañera por el amor. El matrimonio burgués de intereses no existe en nuestra nueva generación» (Pravda, 4 de abril de 1936). Esto es bastante cierto cuando se trata de obreros y obreras jóvenes. Pero el matrimonio por interés está muy poco extendido entre los obreros de los países capitalistas. Sucede todo lo contrario en las capas medias y superiores de la sociedad soviética. Los nuevos grupos sociales se subordinan automáticamente al dominio de las relaciones personales. Los vicios engendrados por el poder y por el dinero alrededor de las relaciones sexuales, florecen en la burocracia soviética como si ésta tuviera el propósito de alcanzar a la burguesía de Occidente.

En contradicción absoluta con la afirmación de Pravda que acabamos de citar, «el matrimonio soviético por interés» ha resucitado, la prensa soviética conviene en ello, sea por exceso de franqueza, sea por necesidad. La profesión, el salario, el empleo, el número de galones en la manga, adquieren un significado creciente, pues los problemas de calzado, de pieles, de alojamiento, de baños y -sueño supremo- de coche, se unen a él. La simple lucha por una habitación une y desune en Moscú a no pocas parejas por año. El problema de los padres ha alcanzado una importancia excepcional. Es conveniente tener como suegro a un oficial o a un comunista influyente; y como suegra, a la hermana de un gran personaje. ¿Quién se asombrará? ¿Puede ser de otro modo?

La desunión y la destrucción de las familias soviéticas en las que el marido, miembro del partido, miembro activo del sindicato, oficial o administrador, se ha desarrollado y ha adquirido nuevos gustos, mientras que la mujer, oprimida por la familia, ha permanecido en su antiguo nivel, forma uno de los capítulos más dramáticos del libro de la sociedad soviética. El camino de dos generaciones de la burocracia soviética está señalado por las tragedias de las mujeres atrasadas y abandonadas. El mismo hecho se observa actualmente en la joven generación. Se encontrará, sin duda, más grosería y crueldad en las esferas superiores de la burocracia, en las que los advenedizos poco cultivados, que creen que se les debe todo, forman un porcentaje elevado. Los archivos y las memorias revelarán un día verdaderos crímenes, cometidos contra las antiguas esposas y las mujeres en general por los predicadores de la moral familiar y de las «alegrías» obligatorias de la «maternidad», inviolables ante la justicia.

No, la mujer soviética aún no es libre. La igualdad completa representa también muchas más ventajas para las mujeres de las capas superiores, que viven del trabajo burocrático, técnico, pedagógico, intelectual en general, que para las obreras y, especialmente, que para las campesinas. Mientras que la sociedad no esté capacitada para asumir las cargas materiales de la familia, la madre no puede desempeñar con éxito una función social, si no dispone de una esclava blanca, nodriza, cocinera, etc. De los cuarenta millones de familias que forman la población de la URSS, el 5%, puede ser el 10%, fundan directa o indirectamente su bienestar sobre el trabajo de esclavas domésticas. El número exacto de criadas en la URSS sería tan útil para apreciar, desde un punto de vista socialista, la situación de la mujer, como toda la legislación soviética, por progresista que ésta sea. Pero justamente por eso, la estadística oculta a las criadas en la rúbrica de obreras o «varios».

La condición de la madre de familia, comunista respetada que tiene una sirvienta, un teléfono para hacer sus pedidos a los almacenes, un coche para transportarse, etc., es poco similar a la de la obrera que recorre las tiendas, hace las comidas, lleva a sus hijos del jardín de infancia a la casa -cuando hay para ella un jardín de infancia-. Ninguna etiqueta socialista puede ocultar este contraste social, no menos grande que el que distingue en todo país de Occidente a la dama burguesa de la mujer proletaria.

La verdadera familia socialista, liberada por la sociedad de las pesadas y humillantes cargas cotidianas, no tendrá necesidad de ninguna reglamentación, y la simple idea de las leyes sobre el divorcio y el aborto no le parecerá mejor que el recuerdo de las zonas de tolerancia o de los sacrificios humanos. La legislación de Octubre había dado un paso atrevido hacia ella. El estado atrasado del país, desde los puntos de vista económico y cultural, ha provocado una cruel reacción. La legislación termidoriana retrocede hacia los modelos burgueses, no sin cubrir su retirada con frases engañosas sobre la santidad de la «nueva» familia. La inconsistencia socialista se disimula aquí también bajo una respetabilidad hipócrita.

A los observadores sinceros les llama la atención, sobre todo en lo que se refiere a los niños, la contradicción entre los principios elevados y la triste realidad. Un hecho como el de recurrir a extremados rigores penales contra los niños abandonados, puede sugerir que el pensamiento de la legislación socialista en favor de la mujer y del niño no es más que una hipocresía. Los observadores del género opuesto se sienten seducidos por la amplitud y la generosidad del proyecto, que ha tomado forma de leyes y de órganos administrativos; ante las madres, las prostitutas y los niños abandonados a la miseria, estos optimistas se dicen que el aumento de las riquezas materiales dará, poco a poco, sangre y carne a las leyes socialistas. No es fácil decir cuál de estas dos maneras de pensar es más falsa y perjudicial. Hay que estar atacado de ceguera histórica para no ver la envergadura y la audacia del proyecto social, la importancia de las primeras fases de su realización, y las vastas posibilidades abiertas. Pero tampoco es posible dejar de indignarse por el optimismo pasivo y, en realidad, indiferente, de los que cierran los ojos ante el aumento de las contradicciones sociales, y se consuelan por medio de las perspectivas de un porvenir cuyas llaves se proponen respetuosamente dejar a la burocracia. ¡Como si la Igualdad del hombre y de la mujer no se hubiera transformado, a los ojos de la burocracia, en la igualdad de la carencia de todo derecho! ¡Como si estuviera escrito que la burocracia no puede establecer un nuevo yugo, en vez de aportar libertad!

La historia nos enseña muchas cosas sobre la esclavización de la mujer por el hombre, sobre la de ambos por el explotador, y sobre los esfuerzos de los trabajadores que, tratando de sacudir el yugo al precio de su sangre, en realidad no logran más que cambiar de cadenas. La historia, en definitiva, nos dice otra cosa. Pero nos faltan ejemplos positivos sobre la manera de liberar efectivamente al niño, a la mujer y al hombre. Toda la experiencia del pasado es negativa, e inspira desconfianza a los trabajadores hacia los tutores privilegiados e incontrolados.