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NI HISPANISMO, NI INDIGENISMO

Roberto A. Ferrero

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La gran discusión de la década parece ser la polémica entre Indigenistas e Hispanistas acerca del significado del Descubrimiento y la Conquista de América. Sus voces llenan todos los espacios como si los latinoamericanos no tuviéramos nada que decir sobre este tema crucial.
Alegan los primeros que el 12 de octubre no debería ser celebrado precisamente en América, que fue la víctima trisecular de la explotación ibérica, y ponen de relieve el despojo de que se hizo objeto a sus habitantes, para los cuales exigen reivindicación completa. A su vez, los hispanistas defienden la conquista española, detallan sus realizaciones y atribuyen a los indigenistas las peores intenciones.
Una posición latinoamericana auténtica sobre el asunto, no lastrada por la unilateralidad de puntos de vista prejuiciados en uno u otro sentido, exige, naturalmente, un análisis objetivo de los hechos. Y los hechos señalan que la conquista y la colonización de Latinoamérica, lejos de ser una gesta civilizadora calumniada por una “leyenda negra” inventada por ingleses y holandeses envidiosos de la grandeza de España, es lo que son todas las conquistas realizadas por la violencia: un rosario de engaños, explotación, rapiña y crueldad inauditas.
Por empezar, la “leyenda negra” -que no es leyenda sino “historia negra”- no fue creada por los no menos rapaces conquistadores sajones, sino por los propios españoles, espantados de las realizaciones de sus compatriotas. Fray Bartolomé de las Casas, como es sabido, y no otro, fue el primero en denunciar los crímenes de aquellos supuestos civilizadores. El Padre Guevara, de la orden jesuítica, escribiría denunciando el régimen de las encomiendas: “Era el servicio personal, para explicarlo de una vez, una opresión tiránica que compelía a los indios con sus mujeres, hijos e hijas a trabajar de noche y día en utilidad de los encomenderos: era un dogal que a fuerza de increíbles vejaciones y trabajos excesivos sofocaban los espíritus de los indios y privaba a millares de la vida”. Ya el propio Hernán cortés, justificando los excesos cometidos, diría que “es notorio que a más de la gente española que acá pasa, son de baja manera, fuertes y viciosos de diversos vicios y pecados”.
El dominico Fray Domingo de Santo Tomás denunciaba al consejo de Indias, en 1550, a poco de nacida la mina, que Potosí era una “boca de infierno” que anualmente tragaba indios por millares y millares y que los rapaces mineros trataban a los naturales “como a animales sin dueño”. Y Fray Rodrigo de Loaysa diría después: “Estos pobres indios son como las sardinas en el mar. Así como los otros peces persiguen a las sardinas para hacer presa en ellas y devorarlas, así todos en estas tierras persiguen a los miserables indios…” Y estos hombres sabían lo que decían: hablaban de sus contemporáneos.
Pedro de Valdivia, enorgulleciéndose de haber hecho cortar las manos y las narices a doscientos araucanos que defendían heroicamente su país; Cortes destruyendo hasta sus cimientos la hermosa capital de México; Pizarro haciendo asesinar a Atahualpa después de haberlo engañado para hacerse con el oro de su imperio; el arzobispo Juan de Zumarraga incinerando los archivos aztecas de Toxcoco y el obispo Diego de Landa entregando a las llamas los manuscritos invalorables del pueblo maya, todos estos son hechos “negros” de la conquista ibérica, no leyenda.
“Todo lo que podían destruir lo destruyeron”, sintetiza Jorge A. Ramos y agrega: “El núcleo de los conquistadores del Perú constituía una gavilla de bandidos que se acuchillaba mutuamente, traicionaban a su rey y hubieran hecho buena figura como condenados a galera en cualquier lugar del mundo. En este sentido, un Francisco Pizarro, muerto por sus acólitos en Lima; Diego de Almagro, asesinado por los pizarristas; Carvajal, un criminal de alma helada; o Lope de Aguirre, poseído de demencia homicida, resisten victoriosamente cualquier comparación con los conquistadores ingleses, holandeses y franceses de su época”.
En el Caribe, cuenta el historiador y ex presidente de Santo Domingo, Dr. Juan Bosch, que la explotación y la impiedad de los españoles eran tales que los indios preferían suicidarse a tener que seguir soportando el régimen laboral que les habían impuesto. Los hidalgos que despreciaban el trabajo manual consideraban que tomaban la última determinación porque eran “vagos”…
Con sus métodos, las ruinas de Potosí tragaron en tres siglos ocho millones de vidas humanas, destruidas por los vapores de mercurio y los gases de las profundidades.
En México, cita Ramos, había en 1523 16.871.408 habitantes, en 1568, quedaban 2.649.573. Según Ángel Rosenblat, los 250.000 indios que encontraron los españoles en la isla de Santo Domingo en 1492 se habían reducido a 500 en 1538.
Añade que en el transcurso de la Conquista la población primitiva se redujo al 5;9% de la existencia en los días del descubrimiento. De los 6.000.000 de incas que habitaban el Perú en vísperas de la llegada de Pizarro, sólo quedaban en 1628 –asegura Rowe- apenas 1.090.000. Si esto no puede llamarse un genocidio porque faltó la intención específica de exterminar, sin duda fue un “cataclismo social”, como la denomina Sergio Bagú. Algún hispanista ha pretendido refutar la existencia misma de esta hecatombe demográfica por la vía de su ridiculización, afirmando que, de ser cierta, los españoles, habiendo matado 50.000.000 de indígenas, tendrían que haber causado “el deceso violento de 17.94 indígenas por hora” durante sus 318 años de dominación, cosa que considera humana y aritméticamente imposible.
Aparentemente se olvida que la conquista no es solamente responsable por las muertes violentas (en guerras o represiones), sino además por todas aquellas otras provenientes de la extenuación física causada por la explotación laboral, de las enfermedades transmitidas por los conquistadores, de la subalimentación derivada del cambio de una economía centrada en las necesidades endógenas, en una economía mercantil para la exportación y aun de las que produjo el desgano vital que causó en millones de indios el avasallamiento de su cultura y su organización comunitaria tradicional. Se alegará que todos estos hechos vandálicos estaban prohibidos por la legislación de Indias dictada por los piadosos Habsburgos (uno de los cuales, Felipe II, estaba dispuesto a quemar 60 o 70 mil hombres “si fuera necesario para extirpar de Flandes la herejía”), y es cierto. Pero esas leyes humanitarias no se aplicaron sino por excepción. Fueron siempre letra muerta, y no en todos los casos por voluntad de los conquistadores de no admitir limitaciones a su poder arbitrario en América, pues muchas de las disposiciones reales venían acompañadas secretamente de la contraorden de no efectivizarla. Tales los casos en que se prohibía formalmente el trabajo personal de los indios en las minas, pero bajo cuerda se ordenaba a los encargados de aplicar la ley que no la hiciesen efectiva en caso de que aquella medida hiciese flaquear la producción. Como se ve, el espíritu antes que nada. Es que la corona iba con el “vente per cento” de aquel mineral lleno de sangre (el famoso “quinto real”).
Por lo demás, la historia se compone de hechos, y no de papeles escritos, y la historia de las Indias, particularmente, no es la historia de la legislación española para las Indias.
Lo que significa que la Conquista y la Colonia fueron una época signada por la más gigantesca hipocresía legal de que se tenga memoria. ¡Y todavía algunos se atreven a justificar la ignominia porque los aztecas inmolaban seres humanos en sus ritos religiosos, olvidando que sus opresores, sedicentemente más civilizados, hacían arder vivos a sus herejes en las hogueras de la Inquisición u organizaban contra los judíos de España, pogroms como no se vieron después nunca hasta la era de Hitler! (Y qué decir de quienes la absuelven comparándola con la conquista anglosajona, para la que “el único indio bueno es el indio muerto”). En manos de aquellos españoles y portugueses los indígenas tuvieron el mismo fin, sólo que antes eran exprimidos hasta la extenuación, porque la ideología feudal de los peninsulares no les permitía trabajar con sus propias manos, como si hicieron los cuáqueros del “May Flowers” y sus sucesores. Los ingleses y sus herederos yanquis, en su afán de apoderarse de las tierras americanas, persiguieron a muerte a los pieles rojas, pero al menos no los despojaban de su dignidad: les permitían morir como hombres, combatiendo armas en mano. En cambio los conquistadores ibéricos, además de privarles de sus territorios de caza, de labranza o de cría, esclavizaron también a sus dueños, absorbieron su sustancia vital hasta la extenuación en la mita, la encomienda o el obraje, y luego, cuando ya no les eran útiles como bestias de labor, los dejaban morir como desechos privados de su humanidad. “El único indio bueno era el indio explotable” era su lema. Por supuesto, todo se hacía por el alma inmortal de los indios: el encomendero Vázquez de Ayllan racionalizaba la explotación de sus vasallos indígenas cuando decía que era preferible que fueran “hombres siervos antes que bestias libres”. Muy convenientemente, los españoles interpretaban que sólo la privación de lo más esencial del hombre –su libertad– podía incorporar a los indios a la humanidad.
Alegan también los militantes de la “leyenda rosa” la falta de prejuicio racial de los conquistadores, que se haría evidente en la multiplicación del número de mestizos. Pero se olvidan señalar –es Ruggiero Romano quien lo ha recordado– que esta falta de prejuicio sólo se refería a la utilización sexual de la mujer india, porque los indios en general y los mismos mestizos eran meticulosamente segregados de la sociedad organizada y hundidos en el submundo de las “castas” despreciadas, impedidos de portar armas, de usar caballo, de desempañar cargos públicos, de acceder a la instrucción.
Su avidez de riquezas rápidas, su afán de señoría sobre otros hombres a los que redujeron a ignominiosa servidumbre, la estupidez con que destruyeron la magnífica cultura de mayas, aztecas e incas, su brutalidad, su egoísmo y su crueldad no pueden ser compensadas por la apelación a la “evangelización” o a la “obra cultural de España en América”. Sobre la primera se ha señalado suficientemente –salvo en el caso de los jesuitas, que salvaron efectivamente a decenas de miles de naturales de caer bajo el yugo de los encomenderos- que la conversión al cristianismo, desarticulando el universo espiritual de los primitivos americanos, los privó del resorte anímico que los capacitaba para resistir la opresión. De manera que la evangelización (y que más allá de las mejores intenciones de tantos frailes animosos) sirvió, como regla, para preparar o justificar la Conquista, de la que también se benefició la Iglesia en el más crudo sentido material (diezmos, esclavos, prebendas, etc.).
En cuanto a la cultura hispánica –que forma el grueso de nuestro acervo espiritual, de obligada defensa para los latinoamericanos- su introducción en América no tiene por qué ser cargada en el haber de España o Portugal como si fuera un beneficio deliberado que le vamos a agradecer devotamente. Las potencias ibéricas nos trajeron su cultura, su lengua y sus instituciones simplemente porque no podían dejarlas a la entrada del continente como se deja el sombrero en una percha al llegar a una casa ajena. Se trataba de un proceso objetivo y no de una política cargada de la intención de beneficiar a las Indias con un aporte civilizatorio generoso y adecuado.
Tal política no existió nunca y más bien fue la contraria la realmente aplicada. Españoles y portugueses fundaron colegios y universidades, organizaron sus cabildos y su complicado sistema jurídico, pero siempre para su uso propio y de su progenie de “españoles americanos” o “fidalgos” brasileros en cuanto grupo social dominante. El saber leer y escribir se consideraba una grave falta de las clases subalternas y la limpieza de sangre era exigida para entrar a la Universidad. Solo con cuentagotas la cultura ibérica se derramó sobre los pueblos criollos y mestizos de Latinoamérica durante los tres siglos de la Colonia, sin alcanzar para los indios. Latinoamérica fue el producto de una violación, pero así como el hijo nacido del abuso puede hablar el idioma del padre sin estar obligado a ensalzar al propio ofensor, así nosotros, hijos de América latina, hablamos el idioma de España y Portugal y defenderemos la cultura heredada y mezclada, sin tener por ello la obligación de hacer la apología de la Conquista que, como toda conquista, es siempre un acto repudiable y odioso.
Es que ella no fue ni una “hazaña del genio hispano” ni una “cruzada” evangelizadora para atraer a los pobres indios idólatras a la verdadera religión, como se ha dicho hiperbólicamente, sino –más prosaicamente- un resultado de la expansión del capital mercantil, cuyo desarrollo hacia el Este habían bloqueado los turcos al apoderarse de Constantinopla en 1453. La muerte heroica de su último emperador, Constantino Paleólogo, en las murallas bizantinas, marcó el inicio de una nueva época signada por una aceleración de las pulsiones de una economía europea que ya había comenzado a desafiar a la “Mar Océana” con Enrique el Navegante. El 12 de octubre de 1492 no fue un suceso extraordinario acaecido sorpresiva e imprevistamente, sino la culminación deslumbrante de un atrevido proceso de avances de la burguesía mercantil en dirección al Oeste.
Tampoco faltan en el coro de los hispanistas aquellos “marxistas” que justifican la Conquista y la Colonización porque ellas redundaron finalmente en un “aumento de las fuerzas productivas”: incorporación de nuevas técnicas de aprovechamiento de recursos naturales e introducción de nuevas especies animales y plantas aprovechables.
Aun sin considerar la destrucción de los sistemas de regadíos y de las redes viales de los incas, es preciso señalar a estos “marxistas” que el mismo Marx indicó que la principal de las fuerzas productivas era la propia comunidad, que fue precisamente la victima central del proceso de la Conquista. Otros, más discretamente, como Otto Vargas nos ponen en guardia contra la tentación de “idealizar” la sociedad incaica precolombina, porque se trataba de un “régimen de clases”, dividida entre “explotados” y “explotadores”. Esta anacrónica observación “clasista” ha sido puesta en su debido lugar por el gran marxista alemán Rudolf Babro cuando reconoció que “jamás un sistema de dominación se ha acercado tanto a su óptimo posible”.
Hoy, la objetividad de las ciencias, histórica, tan llena de nombres ilustres, ha probado indubitativamente –más allá de las exageraciones notorias de la leyenda negra y descartando las justificaciones puramente retóricas de la contraleyenda rosa– el saqueo económico a que fue sometida América por parte de españoles y portugueses, el cataclismo demográfico que sufrieron sus poblaciones, la desarticulación de las estructuras sociales y la destrucción de sus altas culturas. Lo cual no es extraño, porque estamos hablando de una conquista y no de otra cosa. Se dirá que la obra de aquellos conquistadores no fue peor que la de los ingleses en la India o la de los holandeses en Indonesia. Ciertamente es así, pero por la misma razón, si condenamos a los últimos no tenemos por qué alabar a los primeros por los mismos hechos sólo porque han sido nuestros ancestros. La biología no anula la razón ni la ética. Quienes somos enemigos de todo imperialismo y toda explotación del hombre por el hombre no podemos absolver al colonialismo ibérico.

II

Todas estas verdades, sin embargo, no autorizan a concluir, como hacen los indigenistas, en una reivindicación anacrónica de culturas que ya no están y a exigir para poblaciones indígenas profundamente penetradas ya por la cultura europea el derecho a formaciones estatales propias. “Los mapuches actuales –explica el indigenista chileno Hugo Carrasco Muñoz- aspiran a un estado que sin estar separado del Estado chileno tenga independencia económica, política y cultural”. Y así siguiendo tendríamos un estado para los aymarás, otro para los quechuas, otro para los guaraníes, los tobas, etcétera.
En otros etnopopulistas, el delirio alcanza límites inusitados: Bonfill Batalla y Nemesio Rodríguez sostienen que como “la sociedad precolonial era perfecta, y la invasión vino a interrumpir su desarrollo normal”, “con la liberación será posible restaurar la sociedad precolonial y seguir adelante sin la interferencia de Occidente”. “Este proyecto –añaden- conlleva a la necesidad de expulsar a la civilización occidental y a sus agentes, para hacer del continente la patria india, que siempre (salvo el paréntesis colonial) ha sido”. ¿Cómo lo conseguirán? ¿Expulsando de América a doscientos millones de descendientes de europeos puros? ¿O estableciendo, en un “apartheid” invertido, el gobierno de los pueblos indios (10% del caudal demográfico de América latina sobre el 90% de los no-indios)? Utopía absurda por impracticable. Para mal o para bien somos lo que somos como resultado de una amalgama histórica que ya no puede ser separada en sus elementos componentes. América latina mestiza, producto sincrético de indios, negros y europeos es una realidad que no puede ser desecha por un acto de voluntarismo indigenista. Somos una unidad geográfica, cultural, idiomática y religiosa que busca constituirse como estado nacional.
De allí que si los nefastos designios del etnopopulismo pudieran llevarse a cabo no harían sino sumar la balcanización étnica a la balcanización política que ya padece la América latina, con gran beneplácito de las potencias imperialistas. Para ellas la necesidad de dividir para reinar sigue siendo una divisa que conserva todo su valor práctico y que no es contrapuesta al intento de Estados Unidos y sus mulinacionales de organizar el Mercosur como un coto unificado bajo su dominio. Por el contrario, la consigna “divide et impera” es complementaria y no opuesta a su política de hegemonía económica, ya que toda tentativa de dominio de un espacio ajeno a nivel económico necesita de la atomización de las fuerzas internas de dicho espacio a nivel político.
Con razón el indigenismo a ultranza cuenta con tantos europeos y norteamericanos entre sus militantes y con motivos sobrados tantas fundaciones y sectas religiosas yanquis vuelcan generosamente su apoyo a favor de las organizaciones indigenistas.
Sin embargo, el rechazo a las dañinas propuestas políticas alimentadas por el etnopopulismo no tiene por qué llevarnos a embellecer la conquista española (o portuguesa, según el caso). No es necesario celebrar ni ensalzar la conquista para condenar las tesis de los indigenistas: el indigenismo, como corriente política que no osa confesar su naturaleza, se condena por sus propios pecados. Debe ser rechazado por sus propios motivos. No porque aquellos rapaces hidalgos cubiertos de hierro tuvieran razón contra sus víctimas, sino porque es nocivo para la solidaridad entre las razas, para la unidad de la nación latinoamericana y –en definitiva– perjudicial para la propia causa que dice defender: la reivindicación y la promoción humana y social de los indios. A la inversa, el repudio a la conquista ibérica y a la expoliación de América, desenvolviéndose en el plano de la ética y el juicio histórico, no debe llevar forzosamente, según dijimos arriba, a sacar conclusiones políticas e institucionales indigenistas que sólo benefician a los opresores actuales de Latinoamérica.
Es un hecho que la actividad política de los etnopopulistas, más allá de lo que puede tener de noble y generosa preocupación por los desposeídos indígenas que sobreviven hoy, está vista con muy buenos ojos por el imperialismo, porque introduce nuevos motivos de discordia entre los latinoamericanos. Introduce artificial y anacrónicamente una diferencia y una vía de enfrentamiento entre los latinoamericanos de origen europeo, indio o africano en momentos en que la exigencia suprema es cerrar filas contra el explotador común y las clases sociales nacionales parasitarias asociadas a él. Con la movilización de los miskitos por los “contras” en Nicaragua, ya se ha visto como el imperialismo se sirve de las consignas de reivindicación étnica para debilitar y provocar a las revoluciones nacionales progresistas. El indigenismo puede ser manipulado por los grandes intereses antinacionales porque no es un movimiento de masas real, sino una mera corriente de ideas motorizada por algunos antropólogos, sociólogos y personas de ingenua buena voluntad, sin sustento numérico en aquellos que dicen representar. Por el contrario, y más allá de sus sofisticados congresos, cada vez que los auténticos indígenas se han podido manifestar lo han hecho contra el etnopopulismo. En el II Encuentro de Organizaciones Indígenas Independientes, por ejemplo, la inmensa mayoría de las organizaciones indias de base se negó a ingresar el Consejo Regional de Pueblos Indígenas (COPRI); “filial del consejo Mundial de Pueblos Indígenas, transnacional del indianismo financiado por el consejo Mundial de Iglesias y que tiene como objetivo último -dice Araceli Burguete Cal y Mayor- provocar los resultados contrarrevolucionarios que se advierten, por ejemplo, en Nicaragua”.
Lo que quieren nuestros indios no es permanecer en el ghetto de sus respectivas culturas, sino avanzar en la conquista del bienestar material y el desarrollo espiritual, para lo cual bregan por dominar el idioma y la cultura de la sociedad global en la que se encuentran inmersos, aun sin repudiar lo que les es propio. El gran especialista francés de Historia incaica Alfred Metraux, que no es precisamente un detractor de lo indio, dice acerca del Perú: “Los indios no tienen orgullo de su lengua. La consideran un poco como una prisión en la que se habrían encerrado y de la que desean evadirse a fin de estar más aptos para defender sus intereses o integrarse al resto de la nación”. Esa búsqueda de integración al resto de sus compatriotas y al mundo moderno que caracteriza al grueso de la población indígena se expresa también en Bolivia, donde la expansión de la industria editorial desde 1985 se debe a la difusión del castellano entre la masa de su población quechua y aymará (Ignacio Tejerina Carreras).
Hace sesenta años José Carlos Mariategui señaló agudamente que “el problema del indio” en el Perú -por extensión en toda América latina – podía reducirse en realidad al problema de la tierra, ya que el indígena era antes que nada un campesino despojado. Hoy, después de décadas de industrialización y de inmigración de indios a las ciudades, puede decirse que la cuestión indígena, lejos de ser un problema “nacional”, no es sino un aspecto de la cuestión social que aflige al continente latinoamericano, expoliado por el imperialismo en todas sus clases populares, sin distinción de razas. El indio es hoy un campesino o un obrero que comparte las vicisitudes y las esperanzas de todos aquellos que están en su mismo nivel social. Esta lucha en común, por supuesto, nada dice ni a nada obliga en materia de cultura, de religión, de costumbres tradicionales, de idioma. Aquí no puede reinar sino la más absoluta libertad para que los propios indígenas –no sus pseudorrepresentantes ideológicos autodesignados– elijan si han de asimilarse o no a la cultura nacional latinoamericana (y con qué ritmo) o si prefieren cultivar la de sus ancestros. El mantenimiento de las culturas indígenas –acompañado obviamente del desarrollo del bienestar material– no contradice sino que enriquece y matiza la gran cultura mestiza indo-afro-ibérica.
La dimensión de tal proceso no puede aún avizorarse, pero lo que sí es seguro es que la unidad superestructural de América latina –sobre la base de un gigantesco mercado continental controlado por los propios latinoamericanos– no se conseguirá fundándola sobre la multiplicidad de las lenguas indígenas y sus valores divergentes y ya muy deculturados. Será la confluencia del castellano y el portugués, que hablan más del 90% de la población, y la civilización mestiza que ellos expresan, la arcilla con que la historia hará –ha comenzado a hacer ya– la unidad de Latinoamérica en la esfera del espíritu.
La solución para los marginados compatriotas indios del Chaco y de Formosa, de Neuquén o del Perú, de Bolivia, México o Guatemala no vendrá por la vía de su reivindicación “nacional” frente a los “blancos” supuestamente usurpadores, sino por la vía de un frente común de todos los explotados –de cualquier raza–.
El enemigo no es un abstracto “blanco”, descendiente sin culpa de algún lejano conquistador español o inmigrante italiano, sino el imperialismo y la oligarquía. La prédica del indigenismo, velando la contradicción principal, ayuda a perpetuar la vigencia de un sistema injusto, dirige sus flechas a un enemigo imaginario (pues los verdaderos y crueles conquistadores murieron hace varios siglos) e introduce a la par de la triste balcanización territorial que ya padecemos una nueva división y un nuevo enfrentamiento entre las etnias que componen el pueblo latinoamericano. Esto no lo comprenden los indigenistas manipulados por los intereses de la gran burguesía norteamericana ni los hispanistas extremos, que le hacen el juego a la penetración del imperialismo europeo del Mercado Común disimulados tras ese mascarón de proa que es el tándem Juan Carlos Borbón – Social Democracia española.
De manera que nosotros, latinoamericanos, productos de una secular fusión de blancos, negros e indios, “raza cósmica”, al decir de Vasconcellos, que las resume a todas en un pueblo nuevo, nada tenemos que hacer con hispanistas o indigenistas. Somos latinoamericanos y estamos por encima de la querella de ambos grupos, nostálgicos de una época buena para unos, terrible para otros, que los siglos clausuraron.
Los efectos nefastos de esa época no serán borrados por estériles enfrentamientos en el seno de los pueblos, sino por su acción política solidaria y racional.
Como ya lo dijo perspicazmente Bolívar en su célebre Discurso de Bacaramanga “no somos indios ni somos europeos”. Somos latinoamericanos, y como tales, tanto la corriente hispanista como la indigenista, con sus verdades parciales, nos son esencialmente ajenas. ¡Ni Hispanismo ni Indigenismo: Latinoamericanismo!.
Tal es la consigna.

Córdoba, 16 de setiembre de 1992.
Roberto A. Ferrero
Miembro de Número de la Junta Provincial de Historia de Córdoba.