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LAS TENDENCIAS INTERNAS DEL PERONISMO

Jorge Enea Spilimbergo
Publicado en la revista “Izquierda Nacional” Nº 16 – reedición – setiembre de 1971

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En 1963 el compañero Jorge Enea Spilimbergo redacto un trabajo, publicado en fascículo, sobre la naturaleza de clase del peronismo. La cuestión de las «órdenes», el mecanismo de transmisión del pensamiento del líder del justicialismo a las «bases», perpetuamente interpretado por los diversos grupos del peronismo, así como los caminos para «hacer la revolución», no son temas que pertenecen exclusivamente al movimiento peronista. Interesan a todos los elementos realmente patriotas y revolucionarios de nuestro país. En tal sentido el trabajo no sólo no ha perdido actualidad, sino que parece haberla adquirido todavía una mayor intensidad que en la época en que fue escrito.

Los resultados electorales del 7 de julio (nota actual: se refiere a las elecciones de 1963, que con el 22% de los votos hicieron presidente a Illia, sin que el peronismo pudiera impedir su propia proscripción) han vuelto a poner a prueba la solidez de las diversas líneas que, dentro o fuera del peronismo, pugnan por imprimir su sello a la lucha popular. Quizás por ello se observa una general tendencia a soslayar el análisis teórico y político de la experiencia vivida, vale decir, a eludir las responsabilidades.

Para los resultados formales de la conducción frentista (con su desenlace final del voto en blanco), el asunto reside en demostrar la autenticidad de las «órdenes», y que fueron fielmente cumplidas. Este argumento de legalidad es, a primera vista, de una eficacia perfecta: ni el peronismo «duro», ni la izquierda «neo-cipaya» (el sector de la izquierda cipaya que coquetea oportunistamente con el peronismo) están en condiciones de discutirle a Perón una «orden». Y es difícil negar que la «orden» existió, cuando hasta hombres como Andrés Framini -comúnmente identificados como encarnación del «giro a la izquierda»- prestaron público (y disciplinado) acatamiento al Frente en su oportunidad (1).

Sin embargo, aunque a primera vista pareciera un derroche tan peligroso como inútil de energías, no están desencaminados aquellos audaces «frentistas» que se deciden a tomar el toro por las astas y abordan la discusión (y la defensa) del frente como tal. Desde el punto de vista de ellos, parece ser la táctica más correcta.

NATURALEZA SOCIAL DEL PERONISMO

En efecto, escudarse en las órdenes es derivar la responsabilidad política hacia el propio Perón y desgastar su prestigio en la defensa de una línea que chocó con las inclinaciones populares. Por eso, algunos se obstinan en defender el frente mismo, de igual modo que los antifrentistas, sin excepciones, fingen creer que el general Perón fue ajeno a la política del frente, o que no tuvo libertad para denunciarlo públicamente.

Pero estos esfuerzos por marginar al propio Perón de la polémica tienen otro destinatario que Perón mismo. Lo que se preserva en la figura de Perón es la estructura inmodificable del frente de clases proletariado-burguesía, tal como surgió de la forja del 45. El estatuto de inimputabilidad que rodea a Perón es mantenido celosamente por todas las fracciones, aunque los móviles inmediatos varíen en cada una de ellas (no dividir, no «quemarse», «estar» con las masas, etc.). Sin embargo, más allá de estos móviles parciales está el hecho de que, tanto unos como otros, coinciden en sostener el carácter histórico-social del peronismo como frente de clases, que es la esencia inmodificable del movimiento peronista en cuanto tal (2).

La inviolabilidad de Perón supone no llevar el análisis y las críticas más allá de ciertos niveles, concreta-mente, más allá de las cuestiones referentes a las tácticas inmediatas, al grado de combatividad y honradez de los dirigentes, al régimen interno y los programas políticos entendidos como enunciación de objetivos generales. Sería difícil subestimar la importancia de estos asuntos; pero ellos son fragmentos de una síntesis -de una totalidad- que los trasciende y condiciona. La expresión subjetiva de esa síntesis es Perón, en su carácter de conductor. Pero su fundamento más profundo es la naturaleza histórico-social del peronismo, naturaleza de la cual deriva un pensamiento, una ideología específica, que luego irradiará a los aspectos de la organización, el programa, las tácticas, la selección y educación de cuadros, etc.

Tenemos así integrada una Trinidad que, como la católica, es tres en uno solo, inescindiblemente; cada una implica a las otras dos, y es uno mismo con las otras dos.

El Padre, la naturaleza objetiva del peronismo, su estructura histórico-social de acuerdo con las fuerzas que presidieron sus orígenes, determinaron su esencia y regulan sus límites y desenvolvimientos. El Hijo, en que esa totalidad se individualiza en la persona del general Perón, vehículo de las fuerzas que irrumpen en el 45, las cuales -primordialmente el proletariado- se realizan (se sienten existir) en la persona del líder, cuya jefatura, por eso mismo, no es la delegada del «primus inter pares», ni compartible, ni controlable, sino absoluta, ya que es la masa misma en su actual nivel de conciencia histórica. Y el Espíritu Santo, como ideología (intelección) de esa estructura y ese liderazgo, como nivel de conciencia engendrado por la etapa nacional-burguesa del movimiento obrero.

Aquí es preciso distinguir entre ideología y mero programa, entendida aquélla como formulación de la mencionada conciencia histórica de un nivel dado.

El programa reúne en un número limitado de puntos los objetivos tácticos (inmediatos y de transición) y estratégicos que declara un movimiento. La eficacia (es decir, la practicabilidad, la realidad y la conveniencia) del programa no deriva del programa mismo, sino de sus fundamentos reales e ideológicos. Se trata de fundar en todos los niveles la unidad y el sentido de la acción militante. Las fuerzas que irrumpen en la escena histórica no sólo chocan contra el sistema represivo de las clases dominantes, sino con sus ideologías constituidas y también dominantes, que se levantan como un obstáculo formidable opuesto a la autoconciencia de las clases revolucionarias. Estas no pueden prescindir, entonces, de una concepción general del mundo y de la sociedad, del proceso histórico argentino, la crisis general del capitalismo, el significado de los países en marcha hacia el socialismo, las revoluciones nacionales, el papel de las «ideologías», etc. Como tampoco de una teoría general de la revolución y de la experiencia sistematizada del movimiento obrero mundial, de sus derrotas y de los movimientos revolucionarios triunfantes.

Tampoco pueden prescindir de este pensamiento teórico para ganar a su causa a los mejores elementos de la intelectualidad y de las propias clases dominantes, ni para elaborar una táctica y un lenguaje que facilite a las clases medias la conversión a un frente general de lucha encabezado por el proletariado. Sólo una ideología congruente defiende al movimiento de las solicitaciones engañosas de las clases enemigas, y de las incesantes maniobras de la burguesía nacional para someter a sus intereses y claudicaciones la resistencia del país frente al imperialismo.
La ideología revolucionaria se confunde con la acción misma y con su instrumento organizativo esencial, el partido obrero revolucionario. No existen organizaciones abstractas, sino organizaciones en concreto, vale decir, organizaciones determinadas en su naturaleza y características por los fines que persiguen y la índole de la lucha que afrontan. La centralización del proletariado a través de un centro combatiente que seleccione, eduque y nuclee a los mejores cuadros de lucha y aliente las energías populares hasta convertir la oposición en activa, coordinada, de amplias miras, es la respuesta indispensable ante el aparato centralizado y formidable de la oligarquía y el imperialismo, con su monopolio de la fuerza, la riqueza y la propaganda.
El régimen imperante no puede ser doblegado sino a través de un despliegue general de la fuerza revolucionaria de las masas, encabezadas por la clase trabajadora. Pero la clase trabajadora no puede, a su vez, elevarse a una política revolucionaria sin una organización revolucionaria y sin una ideología revolucionaria.

Esta ideología es la ideología del marxismo. El marxismo es la ciencia de la revolución, como la física es la ciencia de los cuerpos en el espacio y las matemáticas la de las relaciones cuantitativas. Especialmente en un país de desarrollo capitalista relativamente avanzado como la Argentina, y habiéndose ya cubierto las etapas primeras del movimiento de las masas, sin el marxismo no hay revolución, no hay lucha válida de las clases oprimidas por conquistar el poder y establecer su propio poder de Estado (3).

LÍNEA DURA Y LÍNEA BLANDA

Al insistir en diferenciar programa de ideología apuntamos, en primer término, a quienes sobreestiman la importancia de los programas y caen en el error parlamentarista de juzgar a los partidos y hombres políticos por sus programas. Así hemos visto a sectores de la «izquierda» peronista pronunciarse por la candidatura de Matera – Sueldo (o propiciar Framini – Sueldo) pretextando el carácter «antiimperialista» del programa demócrata-cristiano. Según estos señores, si el Frente no se pronunciaba por la derogación de los contratos petroleros y la democracia cristiana sí, esta última debía ser respaldada contra el Frente. Semejante formulismo seudo principista pasaba por alto el hecho indiscutible de que, en torno a Matera, comenzaron a girar sectores que figuran entre los más reaccionarios del peronismo: apetitos políticos locales, clerical-nacionalistas, hombres del aparato político que, so pretexto de criticar la capitulación de los dirigentes de las 62 organizaciones, buscaban desplazar a los sindicatos mismos de la conducción política del peronismo (es ilustrativa a este respecto la reciente reunión de Las Flores). Del mismo modo, la alegación del programa de Huerta Grande no constituye un fundamento real suficiente para un reagru¬pamiento de izquierda dentro del peronismo. El simple enunciado de objetivos correctos no es, todavía, la lucha real por esos objetivos.

Tampoco basta para promover esa lucha real la mera disposición combativa, la voluntad de pelearle al régimen, de no capitular ante él. La dialéctica entre «línea dura» y «línea blanda», al poner el acento sobre las disposiciones tácticas, soslaya la cuestión ideológica y hace de la táctica misma una abstracción. Pero la intransigencia no consiste en suprimir mecánicamente las conciliaciones, sino en subordinar los inevitables acuerdos, treguas y conciliaciones a una política general intransigente. La política revolucionaria no desdeña el empleo de métodos legales junto a los de acción directa y movilización popular; pero los orquesta en el sentido de fortalecer la lucha revolucionaria de las masas. De la «línea dura», frecuentemente, se ha deducido el planteo abstracto de la violencia revolucionaria, vale decir, el terrorismo, la conspiración, el golpetazo insurreccional en vez de la revolución (las masas en movimiento), que en un nivel se convierte en insurrección.

Algo semejante puede decirse de la valoración personal de los dirigentes. Lo que ha burocratizado la actual dirección de las 62 no es tanto la cualidad más o menos deteriorable de sus dirigentes, sino los límites objetivos de la organización sindical y de la estructura política del peronismo, incapaces de llevar la lucha hasta un nivel revolucionario. Por consiguiente, plantearse un mero cambio de hombres es olvidar que los blandos son, más bien, los ablandados, los duros de ayer. La opción no gira, ciertamente, entre Framini y Vandor, que son, en el fondo, lo mismo e intercambiables: dirigentes sindicales sin respaldo organizativo e ideológico socialista-revolucionario, condenados a un populismo burgués, en otros términos, a una mezcla de conciliación práctica y circunstanciales tremendismos verbales.

Al mismo tiempo, el movimiento obrero ha acumulado toda una serie de experiencias, fracasos, victorias parciales, que lo conducen a buscar una salida de lucha real y consecuente, en medio de la gravísima crisis argentina. Este es el fundamento real de un poderoso reagrupamiento de izquierda en el peronismo. Pero un reagrupamiento así generará la traición de sus dirigentes si no logra elevarse al nivel de la ideología, esto es, del socialismo revolucionario. En caso contrario, repetiremos una y otra vez el mismo ciclo de dirección gastada, equipo de recambio, burocratización y ablande del nuevo equipo.
La ausencia de un pensamiento revolucionario acorde con las actuales exigencias de la lucha tiende a ser sustituida, como decíamos, por la adopción sistemática de posiciones «extremas». De esta manera se recorre el ciclo clásico del infantilismo de izquierda, que confunde las palabras y actitudes «más fuertes» con las acciones más eficaces. Lo curioso es que ese infantilismo no caracteriza únicamente a sectores de la izquierda peronista (lo que, hasta cierto punto, es explicable por su desconexión con una tradición marxista revolucionaria), sino que también se manifiesta en la izquierda neo-cipaya, que paga así tributo al verbalismo declamatorio ya fustigado por Marx en la pequeña burguesía radicalizada, y, sobre todo, a su falta de principios frente al peronismo.

Esta falta de principios la ha llevado a practicar el seguidismo demagógico antes de haber superado orgánicamente su tradicional antiperonismo. De esta manera, sólo puede oponer a la dirección burocratizada del peronismo un planteo abstracto de extremismo táctico que es irreal, porque prescinde de poner en juego la totalidad de los medios posibles. Desprovista de una política que con¬fiera un sentido revolucionario al conjunto de los medios empleados, le es forzoso especializarse en modales «enérgicos», que es como decir pelear con una sola mano, dejando la dulzura para los blandos.

Pero como los conciliadores sí usan las dos manos, como saben subordinar la intransigencia a la transigencia, sin renunciar a la intransigencia misma, se quedan casi siempre con la última palabra, aunque no la hayan merecido.

EL CONCURRENCISMO DE LOS TRABAJADORES

Es propio del infantilismo de izquierda proceder con categorías abstractas y confundir el sentido final de los acontecimientos con su desenvolvimiento concreto. Se separa así del movimiento real de las masas, a las que se es incapaz de conducir. Pero la política revolucionaria no es extraña a las reacciones del hombre común, como explotado, ni pone el acento (al revés de las sectas) sobre lo que la diferencia del proletariado en general. Esas reacciones, ideas y sentimientos son el contenido originario de una real política revolucionaria; pero se proyectan (y modifican) hasta abarcar el sentido general del desenvolvimiento histórico y trazar un puente entre el hoy inmediato y la liberación final de los trabajadores.

La intuición popular es siempre rumbeadora, aunque prisionera en su inmediatez. El infantilismo de izquierda, lejos de enriquecer y proyectar esa intuición, se vacía de ella, preso en sí mismo, en sus abstracciones mentales, situación de la que no lo salva, ciertamente, el cobijarse bajo las banderas formales de las mayorías (su aproximación mecánica a las masas).

Lo cierto es que estas mayorías, en el ejemplo concreto e ilustrativo de las elecciones del 7 de julio, no fueron abstencionistas, sino concurrencistas, pero concurrencistas de sí mismas, no de otros; del peronismo, no de un Frente a través del cual la jefatura peronista aceptaba por anticipado ser socio menor en una coalición mayoritaria. Este era el contenido originario de la conciencia popular, y era igualmente el punto de partida de una actitud revolucionaria frente a las elecciones.

El votoblanquismo replicaba a ello que la anulación de los comicios de marzo había «demostrado» ante las masas la falacia de las elecciones convocadas por el Régimen. Mucho dudamos que las masas hayan necesitado de esa anulación para perder su confianza en la sinceridad democrática del régimen. En todo caso, lo que el 18 de marzo puso al desnudo fue la incapacidad de respuesta al golpe de mano oligárquico, y para explotar políticamente el descubierto a que tuvo que recurrir la oligarquía.

Pero el concurrencismo de los trabajadores no se asentaba en su confianza en los comicios, sino en la posibilidad de dar a esos comicios otro uso que el que imaginaba la oligarquía.

Para la ficción oligárquica, la única razón de ser de las elecciones es la postulación del poder real entre los diversos candidatos. No otra era, sorprendente¬mente, la creencia implícita del votoblanquismo, el cual, porque estas elecciones no dirimían el poder real, las estimaba sin razón de ser y se abstenía.

Pero la política revolucionaria, que no ignora el carácter «relativo» de toda elección convocada por las clases explotadoras, no desdeña el ocupar posiciones públicas dentro del Estado de los explotadores para hacerlas servir contra ellos, para dividirlos, aislarlos y desmoralizarlos, para usar los engaños como tribunas de desenmascaramiento y movilización.

«El parlamento no sirve», suele decirse; «sirve la lucha revolucionaria». ¿Es esto cierto? Es una verdad a medias, vale decir, un error. El Parlamento no sirve en el sentido en que el liberalismo oligárquico simula que ha de servir: como instrumento de poder real de la voluntad mayoritaria del pueblo soberano. En este sentido (pero sólo en este sentido) el Parlamento es una ficción. Pero el Parlamento sí sirve para convertirlo en tribuna contra el sistema mismo que lo entroniza, para aprovechar sus recursos propagandísticos y aun financieros, las inmunidades y toda la fracción de poder de que no está ajeno, incluso, un poder ficticio. ¿O es que una mayoría que bloquee la ratificación de los decretos-leyes represivos y entreguistas o que derogue la actual reglamentación sobre reuniones públicas y promueva una campaña nacional contra las represiones es algo «que no sirve», algo que no fortalece los medios a disposición de una política revolucionaria? Se nos dirá que conflictos tales desatarían el golpe militar, el cese de la ficción legal. Sí, eso es posible; pero un golpe lanzado en esas condiciones afrontaría, por lo menos, la hostilidad de vastos sectores de clases medias hasta ayer enfrentados a los trabajadores. Pasar esto por alto es ignorar el papel de la conciencia política y de la experiencia de las masas en la determinación de la relación de fuerzas entre el bando de los opresores y el de los oprimidos.
Pero el problema es más amplio todavía. El régimen y la ultraizquierda también coincidían en considerar el carácter retaceado de la convocatoria electoral del 7 de julio como un dato inmutable. Ambos coincidían en que era el gobierno el encargado de fijar la reglamentación electoral. La abstención o el voto en blanco aparecían como la respuesta a un hecho consumado. El prólogo al 7 de julio era aceptado con el mismo fatalismo con que se aceptó el epílogo del 18 de marzo. Una vez más, aquí se perdió la oportunidad histórica de promover una propaganda y una agitación sistemática tendientes a presionar al gobierno en todos los terrenos para que modificara la legislación fraudulenta, y a desenmascarar la complicidad hipócrita de los partidos demoliberales.

El sector conciliador optó por consumar el Frente, vale decir, por postular el «retorno» a la sombra del imperialismo yanqui y la Alianza para el Progreso. Y el sector «intransigente» olvidó que levantar con energía las banderas de la democracia electoral y convocar a la lucha ciudadana contra el fraude oligárquico, es tan insoslayable (como deber político y conveniencia de acción de masas) como el enfrentar con movimientos de huelga las arbitrariedades patronales.

Por este lado, el ultraizquierdismo se ligaba con el llamado economismo, es decir, con la sobreestimación unilateral de las consignas de lucha económica, con menoscabo del contenido programático y político de la lucha. Los «duros» -incluida la izquierda neo-cipaya- piensan, en efecto, que, descalificados el parlamentarismo, las «vías legales», sólo queda recorrer el camino que va de la huelga a la insurrección, pasando por las huelgas con ocupación, las huelgas generales, las huelgas políticas, las huelgas con acción de calles, etc. Todo lo demás no es nada. Por desgracia, todo lo demás…es todo.

EL PAPEL DE LAS CONSIGNAS DEMOCRÁTICAS EN LA LUCHA REVOLUCIONARIA

La opresión del régimen irradia en una serie infinita de contradicciones críticas en todos los planos de la vida social. No es posible abstraer una de esas contradicciones para actuar unilateralmente sobre ella. El proletariado descubre, en un momento dado de su experiencia sindical, que el sindicalismo, que sirve a sus objetivos inmediatos, no puede resolver sus problemas de fondo. Descubre que le es preciso pasar de la acción económica a la acción política. Cuando el movimiento de masas adquiere envergadura, las huelgas se transforman en huelgas políticas, es decir, se incorporan reivindicaciones políticas al movimiento de fuerza. Pero la política, ni siquiera la política obrera, no comienza con el pasaje de la huelga económica a la huelga política, ni se agota en ese pasaje, y hasta se ha negado (lo ha negado Lenin) que ese pasaje señale el cauce principal de la política obrera revolucionaria, en otros términos, que la política revolucionaria sea una superestructura, una potenciación de la lucha sindical, de los movimientos económicos. Entre las contradicciones que desata el régimen, está la mordaza electoral, el pisoteo de las libertades democráticas. ¿Las libertades democráticas son una farsa? Son una farsa en el sentido de que el régimen se burla de ellas, pero sólo en ese sentido. En la medida en que las libertades democráticas están incorporadas a la conciencia nacional del pueblo argentino, ellas son una realidad. Fue Perón y no Braden quien dijo “la era del fraude ha terminado». Fue Perón el que, coetáneamente, efectivizó un sistema de protección laboral y garantías sindicales. Y si un patrón pisotea esas leyes y garantías, surge el imperativo de salirle al cruce, de responderle con la lucha, de movilizar incluso a la opinión pública; pero si un gobierno restablece la era del fraude, ¿entonces es otra cosa, nos cruzamos de brazos, proclamamos la abstención, la abstención «revolucionaria», como no podía ser menos? ¿Esa diferencia está en la cabeza de la gente o en la miopía estratégica o táctica de los jefes? Está en los jefes. El pueblo sabe que la situación política condiciona el conjunto de sus problemas. Más importante es todavía que se siente indignado, que lo vive como un ultraje a su dignidad personal, cuando el cinismo oligárquico le menoscaba el voto e implanta aviesas tutorías. Está dispuesto a luchar con los medios de que dispone (potencialmente inmensos) por la conquista del sufragio, no menos que por detener la codicia de un patrón. Añádase que en este punto coinciden, en principio, las aspiraciones y conciencia política de diversas clases. La bandera del sufragio es, principalmente, uno de los puentes entre los trabajadores y las clases medias democráticas. Sólo recorriendo el camino de la lucha efectiva por el sufragio se desvanecerá lo que resta en estas clases medias de confianza en sus direcciones liberal-burguesas, de confianza en un puro régimen de democracia política, imposible bajo el dominio de la oligarquía y los monopolios. Pero para que ese camino sea recorrido, para que las distintas luchas y la multiplicidad de contradicciones se integren en una sola gran lucha, para que los sectores más decididos de cada clase arrastren o incorporen a los más vacilantes y clarifiquen a los indecisos o confundidos, es necesario que una dirección con aptitud estratégica garantice que el salir a luchar no será un sacrificio estéril, no terminará en una aventura o en un canje.
En un sentido general puede decirse que (analizadas las cosas desde el ángulo de las grandes masas) toda lucha por el poder arranca de la lucha por las reivindicaciones democráticas, en el amplio sentido que engloba no sólo las aspiraciones de democracia política, sino también las reivindicaciones nacionales y sociales. Es en este proceso que las grandes masas descubren que la satisfacción de sus aspiraciones inmediatas exige cuestionar en su conjunto el régimen económico-político de la oligarquía. Además, sólo a través de este proceso se dan los medios prácticos necesarios para engendrar una dirección de masas capaz de conducir victoriosamente la batalla. Con esto abordamos uno de los puntos esenciales de la cuestión, el del contraste entre el nivel de la actual dirección del movimiento de masas y las tareas históricas que plantea la crisis argentina. La dirección -y direcciones – emanadas de la estructura “frenteclasista” de peronismo implican necesariamente el rechazar todo camino hacia el poder que no sea el tolerable para la burguesía misma, es decir, el boicotear sistemáticamente la movilización revolucionaria de los trabajadores, y sus supuestos, una ideología, una organización y una política revolucionaria.

Pero el proceso no arranca de condiciones ideales, sino de los niveles actuales, de la dirección actual. Esta contradicción no se resuelve si exigimos de esa dirección (o sus periódicas equivalentes) un comportamiento idealmente revolucionario, que no puede producir, y se eterniza, desde luego, si nos sometemos a sus opciones capituladoras en nombre de lo que «es posible». En realidad, la dirección peronista, durante estos últimos ocho años, ha oscilado sistemáticamente entre el capitulacionismo y la aventura, que no son términos antagónicos, sino aspectos de una misma política: la de inmovilizar el potencial de lucha de la clase trabajadora, y aislarlo de sus posibles e indispensables aliados. El conciliacionisno ha engendrado aventurerismo, y el aventurismo, conciliacionismo. Es ilusorio pensar que con maniobras y flanqueos se podrá soslayar la lucha frontal contra el sistema oligárquico. El ensanche democrático del poder formal puede debilitar a la fuerza represiva de la oligarquía, la eficacia de su poder real, pero no suprimirla. En último análisis, la fuerza se abate con la fuerza, sólo que la magnitud de una y de otra no es inmutable: depende del sentido histórico de los acontecimientos, de la estabilidad o crisis económica, de la relación internacional de fuerzas, de los niveles colectivos de conciencia, de la calidad de las direcciones políticas, del espíritu de combatividad y confianza en sí mismo de cada bando, etcétera. Toda una serie de maniobras y operaciones que preceden al combate, y forman parte de la ciencia militar, al servicio de ellas para dar la lucha en el terreno elegido y con superioridad frente al adversario. Pero las maniobras no soslayan la lucha misma, como pretenden los conciliadores, dándose aires de políticos realistas. Cuando el proceso capitular llega al máximo empantanamiento, entonces se da el vuelco hacia la izquierda, que es más bien una retirada y una rectificación empírica, vale decir, que no logra fundar una política orgánica y se desgasta en declaraciones abstractas, amenazas o aventuras individuales. La irrealidad de esta política obliga a transigir, y así sucesivamente. Hay un desdoblamiento de funciones, y un juego pendular de Perón, que da aquí su palabra y allá su media palabra, es decir, que mantiene el seguro y reaseguro del movimiento peronista como frente de clases.

Repitiéndose la experiencia de 1957-1958, cabe afirmar que el «giro a la izquierda» preparó, el «frente», y ahora el frente prepara un nuevo giro a la izquierda. De la gallina sale el huevo, y del huevo sale la gallina.

Se dirá que lo acertado, ante este panorama, consiste en aplicar las fuerzas de modo de acentuar la agudeza de las oscilaciones para que en cierto momento el bólido disparado «a izquierda» rompa la atadura que lo integraba al «sistema pendular» devolviéndolo mansamente a la derecha, y siga de largo. Pero esta imagen mecánica (que subestima en los hechos el plano ideológico, político y, hasta cierto punto organizativo en que también se desarrolla la lucha, junto con el plano táctico-agitativo, apoyándose mutuamente) debería, por lo menos, precisarse, ya que el «giro a la izquierda» en cuanto maniobra pendular de la jefatura nacionalista burguesa encierra, por definición, un antídoto contra un giro a la izquierda real, al colocarse, deliberadamente, en el terreno de las provocaciones.

QUÉ DEBE PEDIRSE DE LAS DIRECCIONES PERONISTAS

Sólo existe una manera de romper el círculo vicioso si excluimos la posibilidad no descartada de una sucesión histórica del peronismo semejante a la del peronismo respecto al yrigoyenismo (es decir, un gran salto imprevisible, una continuidad-superación real, y una discontinuidad formal). Consiste en volver a lo que es la naturaleza fundamental de clase del movimiento peronista, como movimiento nacional-burgués con base obrera, y exigir de la dirección actual en un momento dado un comportamiento democrático-burgués consecuente, es decir, modestia (sinceridad) en el programa y capacidad y decisión para apelar al pueblo con métodos de acción de masas, con un sentido vasto y profundo de la propaganda política, con habilidad para asumir las banderas nacionales y democráticas y desnudar la perfidia de las direcciones demoliberales, integrando a esta perspectiva las luchas económicas de los trabajadores y enriqueciendo la acción política con los métodos específicos de las luchas proletarias.

Es realmente inconcebible (lo único realmente inconcebible) que en todos estos ocho años la dirección (y direcciones) del peronismo no hayan puesto, en promover la defensa activa y popular de sus derechos democráticos, ni una sombra de la energía que desplegaron, por turno, los partidos demoliberales tradicionales: el yrigoyenismo, hasta 1916; el alvearismo y sus aliados del 45, todos ellos más la Iglesia en 1955. Esto no demuestra que el proletariado sea más «pacífico» que la pequeña burguesía, sino todo lo contrario. De ahí que su dirección nacional-burguesa, que se atrevió a movilizarlo en el 45 contando con el poder de Estado, ahora se moviliza… para inmovilizarlo.

La experiencia de Matera corrobora -creemos que espectacularmente- estas consideraciones. Como jefe del Consejo Coordinador del peronismo, Matera había sido el hombre de la conciliación, de las «relaciones públicas», del frente. Se toleraba su presencia como momento de una maniobra más vasta (que se conjeturaba), al cabo de la cual el peronismo, con nuevos aliados y dirección de recambio, se emplearía en una lucha a fondo, tras romper las tratativas frentistas. El papel no era de los que allegan popularidad, precisamente. Ahora bien, en la última etapa de su actuación al frente del Consejo, Matera (no interesan las causas y las motivaciones) da un viraje brusco y afirma en su discurso televisado: 1) que el peronismo es pacífico, legalista, respetuoso y avenido a los mayores sacrificios y concesiones: 2) pero que el peronismo no puede hacer la concesión de resignar un derecho esencial como es el de concurrir con sus candidatos a todos los cargos electivos. Rompía de este modo con el llamado «frente», es decir, con la negociación de una cuota minoritaria, al margen de la voluntad real del país. La prensa oligárquica acogió con hostilidad estas palabras. El comentarista Grondona puntualizó con agudeza en las conclusiones y avilantez en los fundamentos, que allí estaba el peligro, y es bueno tener en cuenta el olfato de los Grondona, hechos para ventearles a sus amos la amenaza. Pues bien, Grondona, valga el ejemplo, encontraba extremista el desplante de Matera, pese a la moderación de sus fundamentos ideológico-políticos, por el aislamiento mismo que proclamaba, es decir, por lo osadía de entender la democracia como derecho a no compartir la lista de candidatos. Y señalaba, en cambio, que Framini, pese a lo «marxista» de sus fundamentos, era un «moderado». Este análisis viene a significar, en suma, que la apertura de un lucha política democrática en torno a las propias candidaturas, rechazando por igual el frente y la abstención, era un camino posible y peligroso. Para Grondona -ejemplar típico- el torrente, una vez desatado, era imposible predecir dónde ni con quién pararía. Reducida a un lenguaje racional, su intuición (que es la de su clase) puede manifestarse así: la participación activa de las masas, en una política amplia y orgánica de carácter nacional y democrático, tiende a transformarse, de lucha por reivindicaciones inmediatas, no excedidas del cuadro democrático-burgués, en una lucha revolucionaria contra el régimen mismo; de una lucha de presión, de empleo enérgico de medios legales, en una lucha para desarmar la represión. Este paso de uno a otro nivel es impuesto por la negativa de las clases dominantes a ceder sus posiciones o a resolver siquiera precariamente los problemas nacionales, pero es la lucha misma la que, en su desarrollo, crea la experiencia colectiva necesaria para que se produzca el salto de niveles, y suministra los elementos de organización, experiencia, grado de combatividad, aglutinamiento de los frentes parciales y selección de ideas y de cuadros, para que ese salto sea posible, y no una aventura de grupos reducidos. En síntesis, la movilización democrático-burguesa se convierte dialécticamente, en lucha por el poder revolucionario. Esta es la «paradoja» que los Grondona olfatean y no explican.

SIGNIFICADO DE LA EXPERIENCIA MATERA

Pues bien, todo el crédito político de Matera nació, poco menos que de golpe, de haber amagado por este camino. Ni remotamente pretendemos adjudicarle una conciencia histórica acerca de sus desembocaduras, que privan de sueño a los Grondona. Tampoco las masas la tienen, como tales. Pero en su intuición, en su realismo inmediato está el origen, que la política revolucionaria sólo proyecta y desarrolla. Hubo una respuesta general afectiva a la perspectiva de concurrir, pero sin Frente, y hasta un revuelo al retirarse Matera del Consejo. Este abandonó al día siguiente la posición adoptada entonces, dejándose arrastrar a la aventura sueldista, que era el Frente N° 2, en sustancia, ni mejor ni peor que el otro. Pero aun así, por una especie de inercia estimulada por el hecho de encabezar el peronista Matera la fórmula del Partido Demócrata Cristiano, se produjeron importantes desplazamientos, en que se entrelazaba, por un lado, una expresión de la voluntad de abrir caminos para luchas reales, y por el otro, la maniobra divisionista de los elementos clericales, burocráticos desplazados y antisindicales de la derecha peronista y de la democracia cristiana. Pero por un fugaz instante, Matera fue el único caso de dirigente peronista con cierto caudal propio, que le nacía de un solo acto, de un discurso cuyas palabras él mismo ya había olvidado.
En política es importante saber captar los síntomas. El «materismo» significó, en tal sentido: 1) La revelación de la tendencia de la clase trabajadora a un concurrencismo activo, opuesto por igual al abstencionismo y a la charca frentista, y que era deber de una dirección democrático-burguesa consecuente darle expresión, impulsarlo y transformarlo en concurrencismo revolucionario; 2) La confirmación del carácter ilusorio y aparente de la inercia de la clase trabajadora, capaz de desplazamientos rápidos hacia un nuevo eje con eficacia combativa; 3) La impotencia de las corrientes ideológicamente reaccionarias, o de las oposiciones tácticas «de izquierda», sin política, para constituir ese nuevo eje. Digno de mención, en tal sentido, es el inimaginable movimiento táctico de ciertos «revolucionarios», que enfrentaron a Matera con el voto en blanco cuando Matera planteaba la concurrencia con candidatos propios, pero apoyaron a Matera cuando éste se convirtió en cabeza de la fórmula presidencial demócrata cristiana; 4) La progresividad tendencial que asumiría una corriente de oposición ideológico-política, que a su vez enarbolara las banderas democrático-nacionales (camino hacia la acción de masas)(4), intentando sacar al peronismo de su impasse político, sobre la base de sus sectores obreros más consecuentes.

No se nos escapa que este camino, en la medida en que afronta y supera las antinomias y oposiciones complementarias que hoy se debaten en la superficie, choca con límites infranqueables dentro mismo del movimiento peronista cuya esencia frenteclasista engendra la inmovilidad, precisamente porque las actuales tareas históricas pasan por el eje de la acción política independiente del proletariado, es decir, del partido obrero de masas, a partir del cual -y únicamente así- puede el proletariado aspirar a la conducción de las restantes clases en conflicto con el imperialismo, es decir, realizar (recomponer) la unidad nacional en torno a sus banderas. Pero esta convicción teórica pide el movimiento histórico real para generalizarse como fruto de un proceso de experiencia. Durante ocho años, precisamente, ha existido como una especie de frente único entre la jefatura peronista y la «revolución libertadora», para mantener al peronismo proscripto, esto es, congelado.

Se nos ha dicho -censurando nuestro apoyo a las listas peronistas de diputados, concejales, etc.- que incurríamos en falta de realismo, ya que esos candidatos, en su gran mayoría, no estaban ni remotamente dispuestos a hacer una utilización revolucionaria de las posiciones parlamentarias. Es muy posible, por lo menos en gran cantidad de casos. Nuestra respuesta es ésta: precisamente por ello es necesario que esa gente, ya que gravita hasta el extremo de copar las candidaturas, llegue adonde se propone, porque sólo a campo abierto, en la acción pública concreta, produciendo hechos de pública experiencia, se darán las bases reales para una delimitación definitiva y para una batalla seria contra el componente burgués del peronismo. En la proscripción (de noche) todos los gatos son pardos, y los dirigentes reaccionarios maniobran a placer, porque son la llave maestra del juego pendular que describimos, y reciben su fuerza de la misma estructura histórico-social del peronismo. Sólo así se explica que, habiendo la burguesía como clase abandonado el frente del 45, la dirección política burguesa gravite decisivamente sobre el movimiento, pese al predominio numérico avasallador de la clase obrera. Sólo en la medida en que las actuales direcciones o sus reemplazantes inmediatas sean obligadas por una suficiente presión desde las bases a emprender algunos tímidos pasos en el sentido de la acción democrático-nacional consecuente, se pondrá objetivamente en evidencia la impotencia de esas direcciones para dar cumplimiento a las tareas planteadas y, junto con la necesidad, se habrán creado los medios materiales y de conciencia para superar una etapa de organización y de lucha. Que esta etapa se supere dentro o fuera del peronismo es, en todo caso, un falso dilema, ya que se superará desde dentro y desde fuera, hasta resolverse en un nuevo reagrupamiento histórico de las fuerzas nacionales, más allá del peronismo y sus límites. Pero sin un sis¬tema de cuadros y una tradición pública ya asentada es ilusorio plantear la hipótesis siquiera de tal reagrupamiento. Esta sola consideración marca a fuego la traición histórica de los seudo-marxistas que renuncian a sus propias banderas en aras de supuestas ventajas tácticas inmediatas.
NOTAS:
(1) No hay por qué sorprenderse de ello. La candidatura frentista de Solano Lima continúa, al fin de cuentas, la política de Framini después de las elecciones del 18 de marzo, cuando el gobernador electo reemplazó una respuesta de masas por «el viaje simbólico» a La Plata en compañía de Solano Lima y de Enrique De Vedia. Esto constituyó, por así decirlo, la presentación de Solano Lima «en sociedad».
(2) Incluimos en esta actitud, también a quienes, subjetivamente, pugnan por convertir al peronismo en un partido obrero, obrero-revolucionario, etc., o a gestarlo desde las filas mismas del movimiento. Incluso para éstos, es válido lo que inmediatamente sigue.
(3) Pero el marxismo, a su vez, es una posibilidad. Exige que la doctrina abstracta se impregne del conjunto de la realidad nacional y latinoamericana. Esta es la lucha histórica de la izquierda nacional contra las tradiciones oligárquicas de la izquierda cipaya, es decir, contra el marxismo embebido hasta la putrefacción en los prejuicios y tendencias ideológicas de la oligarquía dominante. Esta lucha, como decimos en otro lugar, no «nace» en 1955, es anterior al 45 mismo y toma cuerpo durante los decisivos acontecimientos de ese año. De esta manera, la izquierda nacional, como fase concreta del marxismo en la Argentina, desenvuelve su propia tradición política junto a las masas peronistas y paralelamente a ellas; pero no, dentro del peronismo, ni a la zaga de él, ni como hija (partidariamente hablando) del peronismo, con quien comparte la experiencia histórica y las banderas del 45.
(4) El camino de la acción de masas no significa, naturalmente, el empleo unilateral y artificioso de determinados métodos agitativos, sino la instrumentación orgánica de una actividad vasta y permanente en todos los niveles. La acción de masas supone, por ejemplo, la existencia de una prensa periódica, incluso de una prensa diaria, legal o clandestina, que sea instrumento educativo, rompa el cerco intimidatorio de la gran prensa y contribuya a la unificación táctica del movimiento popular. Que el peronismo renuncie a tenerla se explica, en parte, por su imposibilidad de dar fundamento ideológico a su propia acción política. El caso ha llegado tan lejos que la Confederación General del Trabajo es la única institución del mundo que no se considera obligada a recordar siquiera que su diario «El Líder», con máquinas y local propios, está clausurado por orden arbitraria del gobierno desde enero de l956. El escándalo de la clausura ha sido tapado por el escándalo del silencio sepulcral con que la propia victima arroja tierra sobre la clausura.
Otra aclaración queremos formular. Resulta obvio que no contraponemos la lucha política por las reivindicaciones democráticas y nacionales. Se trata, muy por el contrario, de abordar resueltamente todos los terrenos de actividad, buscar en todos ellos la máxima participación popular, e integrar las diversas líneas de desarrollo en una dirección general de conjunto, sin reducir la política obrera a obrerismo, que es su antítesis, o su remedo cojo.