TEXTOS SOBRE EL TERRORISMO

Los tres siguientes textos fueron elaborados por exponentes del marxismo ante el fenómeno del terrorismo individual, señalado como lo opuesto a la violencia revolucionaria de masas. Aunque afortunadamente no vivimos hoy un flagelo semejante, interesa recordar cual ha sido siempre el posicionamiento marxista, en este punto. En el caso argentino, más de una vez nos encontramos enfrentados al hecho de que las experiencias «setentistas» de ese orden no tuvieron siempre una autocrítiva consistente.

1.- AVENTURERISMO REVOLUCIONARIO

Por Vladimir I. Lenin — 1902

  • Tomado de sus Obras Completas, Tomo 6, pág. 186 a 193, Editorial Cartago

       Al defender el terror, cuya inutilidad ha demostrado tan claramente la experiencia del movimiento revolucionario ruso, los socialistas-revolucionarios hacen indecibles esfuerzos por declarar que sólo reconocen el terror conjuntamente con el trabajo entre las masas, razón por la cual no tienen validez en cuanto a ellos los argumentos por virtud de los cuales los socialdemócratas rusos rechazaban (y han rechazado durante largo tiempo) este método de lucha. Se repite aquí la historia muy parecida a la de su actitud ante la “crítica”. Nosotros no somos oportunistas, gritan los social-revolucionarios y, al mismo tiempo, archivan el dogma del socialismo proletario, tomando como base para ello solamente la crítica oportunista, y ninguna otra. No repetiremos los errores de los terroristas, no nos apartaremos del trabajo entre las masas, aseguran los socialistas-revolucionarios, a la par que recomiendan al partido actos como el asesinato de Sipiaguin por Balmashev, a pesar de que todo el mundo sabe y ve que este acto no ha tenido nada que ver con las masas, ni podía tenerlo, dado el modo como se llevó a cabo, que las personas que lo ejecutaron no contaban con ninguna actuación o apoyo por parte de las masas, ni podían esperarlos. Los socialistas-revolucionarios, en su simplismo, no se dan cuenta de que su inclinación al terror guarda la más estrecha relación causal con el hecho de que, desde el primer día, se mantuvieron y siguen manteniéndose hoy al margen del movimiento revolucionario, sin aspirar siquiera a convertirse en el partido dirigente de la clase revolucionaria que libra su lucha de clases. Los juramentos tan celosos le mueven a uno, con frecuencia, a ponerse en guardia y a recelar de quienes necesitan recurrir a salsas tan fuertes. Y, cuando leo las seguridades que dan los socialistas-revolucionarios de no apartarse por el terror del trabajo entre las masas, me viene a veces a las mientes las palabras que dicen: el jurar no cuesta nada. Quienes dan esas seguridades son los mismos que se han apartado ya del movimiento obrero socialdemocrático, que realmente pone en pie a las masas, y los que siguen apartándose de él, agarrándose a los restos de cualquier teoría.  

       Puede servir de magnífica ilustración de esto que decimos la proclama del 3 de abril de 1902 editada por el “partido socialista-revolucionario”. Se trata de la fuente más viva, más cercana a los militantes directos de ese partido, más auténtica. El modo como aparece “planteada la cuestión de la lucha terrorista” en esta proclama “coincide totalmente” “con el modo de ver del partido” según el valioso testimonio de Revoliutsiónnaia Rossía [número 7, pág. 24] (1).

       La proclama del 3 de abril aparece calcada con sorprendente fidelidad sobre el patrón de la “novísima” argumentación de los terroristas. Lo primero que salta a la vista son estas palabras: “llamamos al terror, no en sustitución del trabajo entre las masas sino precisamente para el desarrollo de esta misma labor y conjuntamente con ella” Y saltan a la vista porque aparecen compuestas en caracteres tres veces más gruesos que el resto del texto (procedimiento repetido, naturalmente en Rev. Rossía). ¡Y es, después de todo, en realidad, una cosa tan sencilla! No hay más que componer en caracteres gruesos “no en vez de, sino conjuntamente con”, para que caigan por tierra inmediatamente todos los argumentos de los socialdemócratas y todas las enseñanzas de la historia. Pero, probad a leer toda la proclama, y veréis que  los caracteres gruesos invocan en vano el nombre de las masas. El día “en que saldrá de las tinieblas el pueblo obrero” y “la potente oleada popular hará pedazos las puertas de hierro no está todavía, ¡ay!” [así, literalmente: ¡ay!] “tan cercano y es pavoroso pensar cuántas victimas habrán de caer para ello”. ¿Acaso estas palabras: “no está todavía ¡ay!, tan cercano”, no expresan de por sí la total incomprensión de lo que es el movimiento de masas y la falta de fe en él? ¿Acaso este argumento no responde expresamente a la idea de burlarse del hecho de que el pueblo obrero se está poniendo ya en pie? Y, finalmente, incluso si este argumento fuese tan fundado como es en realidad, disparatado, de él se desprendería como especial relieve la inutilidad del terror, ya que sin el pueblo obrero todas las bombas serían a todas luces impotentes.  

       Pero sigamos escuchando: “Cada golpe terrorista es como si privara a la autocracia de una parte de su fuerza, transfiriéndose, [¡] toda esta fuerza [!] al lado de los combatientes de la libertad”. “Y como el terror se llevará adelante sistemáticamente [!], no cabe duda de que nuestro platillo de la balanza acabará pesando más”. Sí, sí, para cualquiera es evidente que tenemos ante nosotros el más grande de los prejuicios del terrorismo, bajo su forma más burda: el asesinato político “transfiere” por sí mismo “la fuerza”. Ahí tenéis, de un lado, la teoría de la transferencia de la fuerza y, de otro, el “no en vez de, sino conjuntamente con…” El jurar no cuesta nada.

       Pero, esto no es más que unas cuantas florecillas. Lo bueno viene ahora. “¿A quién se debe golpear?”, pregunta el partido socialista-revolucionario, y contesta: a los ministros, y no al zar, pues “el zar no lleva las cosas hasta el extremo” [¡¿de dónde saben ellos esto?!), y además “es más fácil” (¡así, literalmente!): “ningún ministro puede encerrarse en su palacio como en una fortaleza”. Y esta argumentación concluye con el siguiente razonamiento, que merece ser perpetuado como modelo de “teoría” socialista-revolucionaria: “Contra la masa la autocracia dispone de soldados y contra las organizaciones revolucionarias de policía pública y secreta, pero ¿qué la salva… [¿salva a quién?] [¿a la autocracia?] [El autor, sin darse cuenta de ello, identifica ya aquí a la autocracia con los ministros a quienes resulta más fácil golpear] …de los individuos sueltos o los pequeños círculos que, sin conexión alguna y sin que se conozcan siquiera los unos a los otros [¡!], se disponen a atacar y atacan? No hay fuerza en el mundo que pueda nada contra lo inaprensible. De donde se desprende que nuestro cometido es claro: deponer a todo el que gobierne por la fuerza en nombre de la autocracia por el único medio que la autocracia nos ha dejado [¡]: la muerte,” Por grandes que sean las montañas de papel que los socialistas-revolucionarios han escrito, asegurando que con su propaganda del terror no se apartan del trabajo entre las masas ni lo desorganizan, no conseguirán refutar con torrentes de palabras el hecho de que en la proclama que acabamos de citar se expresa fielmente la sicología del terrorista actual. La teoría de la trasferencia de la fuerza se completa de un modo natural con la teoría de la inaprehensibilidad, teoría que pone patas arriba no sólo toda la experiencia del pasado, sino incluso todo lo que dice el sentido común. Que la única “esperanza” de la revolución es “la masa” y que solamente la organización revolucionaria dirigente [de hecho, y no de palabra] de esta masa puede luchar contra la policía constituye el abecé. Da vergüenza tener que pararse a demostrar esto. Y solamente quienes lo han olvidado todo sin haber aprendido lo que se dice nada pueden llegar, “por el contrario”, a la conclusión, que lo vuelve todo del revés hasta caer en una estupidez fabulosa y delirante de que los soldados pueden “salvar” a la autocracia de la masa, que la policía puede salvarla de las organizaciones revolucionarias ¡¡pero nadie, en cambio, podrá salvarla de los individuos aislados lanzados a la caza de ministros!!

       Este fabuloso razonamiento, del que hay que esperar que acabará haciéndose famoso, no es simplemente curioso. No; es, además, aleccionador, ya que, mediante una audaz reducción al absurdo, pone de manifiesto el error fundamental de los terroristas, común a éstos y los economistas (¿tal vez haga falta decir: a los ex representantes del difunto economismo?). Este error consiste, como  ya varias veces hemos señalado, en la incomprensión de la falla fundamental de nuestro movimiento. El crecimiento extraordinariamente rápido de éste hace que los dirigentes queden rezagados de las masas, que las organizaciones revolucionarias no se hallen a la altura de la actividad revolucionaria del proletariado, sean incapaces de marchar a la cabeza y dirigir a las masas. Que existe esta clase de discordancia es algo que no ofrece la menor duda a ninguna persona honesta, que conozca más o menos el movimiento. Y, siendo ello así, es evidente que los actuales terroristas son verdaderos economistas al revés, que caen en el mismo extremo, igualmente absurdo, aunque opuesto. En un momento en que los revolucionarios no disponen de los medios y fuerzas suficientes para dirigir a las masas que ya se ponen en pie, el llamar a un terror como el de individualidades aisladas y círculos desconocidos los unos de los otros para atentar contra ministros, equivale por sí mismo, no sólo a mirar el trabajo entre las masas, sino a llevar directamente a ellas la desorganización. –Nosotros, los revolucionarios, “propendemos tímidamente a apretarnos en un haz –leemos en la proclama del 3 de abril–, e incluso (NB) ese espíritu nuevo y audaz que sopla en los dos o tres años últimos ha estimulado hasta ahora un ascenso mayor de la disposición de la masa que de la personalidad”. Hay en estas palabras mucho de verdad, expresada sin proponérselo. Y es cabalmente esta verdad la que destroza a los preconizadores del terrorismo. Todo socialista capaz de pensar saca de esta verdad la conclusión de que es necesario actuar en un haz más enérgica, audaz y organizadamente. Los socialistas-revolucionarios, en cambio, arguyen: “¡disparad, individualidades inaprensibles, pues el haz, ¡ay!, tardará todavía mucho en poder movilizarse y además hay soldados que pueden lanzarse contra él!”. ¡Algo completamente fuera de toda razón, señores!

       En la proclama no falta tampoco la teoría del terror excitativo. “Cada hazaña del héroe despierta en todos nosotros el espíritu de la lucha y del arrojo”, se nos dice. Pero, nosotros sabemos por el pasado y vemos en el presente que lo único que realmente hace vibrar en todos el espíritu de la lucha y el arrojo son las nuevas formas del movimiento de masas o de despertar de nuevas capas de la masa a la lucha independiente. Las hazañas, en cuanto se trata simplemente de las hazañas de los Balmashevs, sólo provocan inmediatamente una sensación fugaz e, indirectamente, suscitan la apatía, una actitud pasiva de espera a la expectativa de una nueva hazaña. Tratan de convencernos, además, de que “cada nueva ráfaga de terror ilumina las mentes”, cosa que nosotros, por desgracia, no hemos advertido en la predicación del terror por el partido socialista-revolucionario. Se nos presenta la teoría del trabajo grande y el pequeño: “Quienes dispongan de más fuerza, de más posibilidades y de mayor decisión no deberán contentarse con un trabajo pequeño [¡]; que éstos busquen y se entreguen a algo grande, a la propaganda del terror entre las masas [¡], a la preparación de complicadas… [¡la teoría de los inaprensibles ha caído ya en el olvido!] …empresas terroristas.” ¿No es verdad que estamos ante algo sorprendentemente ingenioso? Verdaderamente, el inmolar la vida de un revolucionario a cambio de la muerte del infame Sipiaguin y el sustituir a éste por el no menos infame Pleve, constituye un gran trabajo. En cambio, el preparar, por ejemplo, a la masa para una manifestación armada, es un trabajo pequeño. Rev. Rossía, en su núm. 8., aclara esto, al declarar que “es fácil escribir y hablar” acerca de las manifestaciones armadas “como de algo que pertenece a un lejano e indefinido futuro”, pero “todos estos coloquios no han tenido, hasta ahora, más que un carácter teórico”. ¡Qué bien conocemos este lenguaje de gentes libres de la prudencia de las firmes convicciones socialistas, de la gravosa experiencia que todos los movimientos populares imponen! Confunden la tangibilidad directa y el sensacionalismo de los resultados con su carácter práctico. La exigencia de mantenerse inquebrantablemente en el punto de vista de clase y de velar por el carácter de clase del movimiento constituye, para ellos, una “vaga” “teorización”. Lo definido es, a sus ojos, el acechar servilmente cada uno de los virajes de los estados de ánimo… y la impotencia ante cada nuevo viraje, inevitable en razón de ello mismo. Comienzan las manifestaciones y esas gentes empiezan a derramar frases sangrientas y rumores acerca del comienzo del fin. Las manifestaciones se detienen, dejan caer las manos y, sin tiempo para gastar las suelas de los zapatos, ya nos ponemos a gritar: “el pueblo, ¡ay!, tardará todavía mucho…” Nuevos actos abominables por parte de los dignatarios de la violencia zarista, y exigimos que se nos indique un medio “definido” con el que podamos dar una respuesta completa a esa violencia, una respuesta que determine una “transferencia de fuerza” inmediata y prometemos orgullosamente dicha transferencia. Estas gentes no se dan cuenta de que ya el solo hecho de prometer la tal “transferencia” de fuerza es un aventurerismo político y de que su aventurerismo está determinado por su carencia de principios.

       La socialdemocracia pondrá siempre en guardia contra el aventurerismo y desenmascarará sin el menor miramiento las ilusiones que terminan inevitablemente en un completo desengaño. Debemos tener presente que el partido revolucionario sólo merece este nombre cuando de hecho dirige el movimiento de la clase revolucionaria. No debemos olvidar que todo movimiento popular reviste formas interminablemente diversas, elaborando constantemente nuevas formas, echando por la borda las viejas y creando variantes o nuevas combinaciones de las viejas y las nuevas. Y nuestro deber consiste en participar activamente en este proceso de elaboración de métodos y medios de lucha. Cuando el movimiento estudiantil se agudizó, comenzamos a llamar a los obreros a acudir en ayuda de los estudiantes (Iskra, núm.2) (2), no atreviéndonos a predecir la forma de las manifestaciones, no prometiendo que ellas determinarían una transferencia inmediata de fuerzas, no que iluminarían las mentes, ni que asegurarían una especial inaprehensibilidad. Y cuando las manifestaciones se consolidaron, comenzamos a llamar a su organización y al armado de las masas y planteamos la tarea de preparar la insurrección popular. Sin negar para nada, en principio, la violencia y el terror, exigimos que se trabajara para preparar aquellas formas de violencia que contaran con la participación directa de las masas y aseguraran esta participación. No cerramos los ojos a la dificultad de esta tarea, pero trabajaremos en ella firmemente y con ahínco, sin dejarnos desconcertar por frases como la de que se trata de “un futuro lejano e indefinido”. Si, señores, nosotros somos partidarios también del futuro, y no nos aferramos exclusivamente a las formas pretéritas del movimiento. Preferimos un trabajo largo y difícil para lograr lo que tiene consigo el futuro en vez de la “fácil” repetición de lo que ha sido logrado ya por el pasado. Desenmascararemos siempre a quienes, teniendo a cada paso en los labios frases de guerra contra los patrones del dogma, en la práctica se dejan llevar por los patrones de las más seniles y dañinas teorías de la transferencia de fuerzas, de la diferencia entre los trabajos grandes y los pequeños y, naturalmente, de la teoría de la hazaña y el combatiente individual. “A la manera como, en otro tiempo, las luchas entre los pueblos las decidían los caudillos en duelo personal, así los terroristas, en combate individual con la autocracia, están conquistando la libertad de Rusia”: con estas palabras termina la proclama del 3 de abril. Frases como ésta basta con reimprimirlas para rechazarlas.  

       Quien realmente mantiene su labor revolucionaria en conexión con la lucha de clase del proletariado, sabe muy bien, ve y siente qué enorme cantidad de necesidades directas e inmediatas del proletariado [y de sus capas populares capaces de apoyarlo] se quedan sin satisfacer. Sabe que en un número enorme de lugares, en regiones inmensas enteras, el pueblo obrero arde literalmente en deseos de lanzarse a la lucha, y sus arrebatos resultan estériles por las fallas de la literatura y de los dirigentes, por la carencia de fuerzas y medios de las organizaciones revolucionarias. Y nos encontramos –vemos que nos encontramos– en ese maldito círculo vicioso que, como un hado maligno, ha pesado durante tanto tiempo sobre la revolución rusa. De una parte, resultan estériles los arrebatos revolucionarios de una masa insuficientemente ilustrada y desorganizada. Y, de otra parte, suman en vano los disparos de las “individualidades inaprehensibles”, que pierden la fe en la posibilidad de marchar en filas compactas, de trabajar mano a mano con la masa.

         ¡Pero la cosa es todavía perfectamente remediable, camaradas! La pérdida de la fe en nuestra causa actual no es más que una rara excepción. La pasión por el terror no pasa de ser un estado de ánimo transitorio y fugaz. ¡Ojala se aprieten las filas compactas de los socialdemócratas, y fundiremos en un todo único y coherente la organización combativa de los revolucionarios y el heroísmo de masas del proletariado ruso!

1 – Es cierto que también en este punto adopta Revol. Rossía cierto equilibrismo. De una parte, “coincide totalmente”; de la otra, se pone de manifiesto alguna “exageración”. De un lado, Rev. Rossía declara que esta proclama fue obra de un grupo de socialistas-revolucionarios solamente. De otro lado, tenemos el hecho de que al pie de la proclama figura esta firma: “edición del partido soc.-revol.” y, además se repite el lema de la misma Revol. Rossía (“luchando conquistas tu derecho”). Comprendemos que no le resulte agradable a la  Revol. Rossía tener que vérselas con este quisquilloso asunto, pero creemos que no es decoroso el andar jugando al escondite, en estos casos. También para la socialdemocracia revolucionaria era desagradable la existencia del economismo, pero lo desenmascaró abiertamente, sin tratar nunca de mover a engaño a nadie.

2 – Véase, V. I. Lenin, Obras Completas, t. IV, ed. Cartago, Bs. As, 1959, Págs. 408-413.        

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LA POSICIÓN MARXISTA ACERCA DEL TERORISMO INDIVIDUAL

por León Trotsky

Este artículo apareció originalmente en la edición de noviembre de 1911 de Der Kampf,  órgano teórico de la socialdemocracia austríaca, con el título “Acerca del terrorismo”. Trotsky lo escribió a pedido de Federico Adler, director de Der Kampf, como respuesta a las actitudes terroristas que ciertos elementos difundían en la clase obrera austríaca. La traducción del ruso al inglés fue realizada por Marilyn Vogt y George Saunders.

       Nuestros enemigos de clase tienen la costumbre de quejarse de nuestro terrorismo. No resulta claro qué quieren decir. Les gustaría ponerles el rótulo de terroristas a todas las acciones del proletariado dirigidas contra los intereses del enemigo de clase. Para ellos, el método principal del terrorismo es la huelga. La amenaza de una huelga, la organización de piquetes de huelga, el boicot económico a un patrón superexplotador, el boicot moral a un traidor de nuestras propias filas: todo esto y mucho más es calificado de terrorismo. Si por terrorismo se entiende cualquier acción que atemorice o dañe al enemigo, entonces la lucha de clases no es sino terrorismo. Y lo único que resta considerar es si los políticos burgueses tienen derecho a proclamar su indignación moral acerca del terrorismo proletario, cuando todo su aparato estatal, con sus leyes, policía y ejército no es sino un instrumente del terror capitalista.

       Sin embargo, debemos señalar que cuando nos echan en cara el terrorismo, tratan, aunque no siempre en forma consciente, de darle a esta palabra un sentido más estricto, menos indirecto. Por ejemplo, la destrucción de máquinas por parte de los trabajadores es terrorismo en ese sentido estricto del término. La muerte de un patrón, la amenaza de incendiar una fábrica o matar a su dueño, el atentado a mano armada contra un ministro: todos estos son actos terroristas en el pleno y auténtico sentido de la palabra. No obstante, cualquiera que conozca la verdadera naturaleza de la socialdemocracia internacional debe saber que ésta se ha opuesto de la manera más irreconciliable a esta clase de terrorismo.

       ¿Por qué?

       El “terror” mediante la amenaza o la acción huelguística es patrimonio de los obreros industriales o agrícolas. La significación social de una huelga depende, en primer término, del tamaño de la empresa o rama de la industria afectada; en segundo lugar, del grado de organización, disciplina y disposición para la acción de los obreros que participan. Esto es cierto tanto en una huelga económica como en una política. Sigue siendo el método de lucha que surge directamente del lugar que en la sociedad moderna ocupa el proletariado en el proceso de producción.

       Para desarrollarse, el sistema capitalista requiere una superestructura parlamentaria. Pero al no poder confinar al proletariado en un ghetto político, debe permitir, tarde o temprano, su participación en el parlamento. En las elecciones se expresa el carácter masivo del proletariado y su nivel de desarrollo político, cualidades determinadas por su rol social, sobre todo por su rol en la producción.

       Al igual que en una huelga, en las elecciones el método, objetivos y resultado de la lucha dependen del rol social y la fuerza del proletariado como clase.

       Solo los obreros pueden hacer huelga. Los artesanos arruinados por la fábrica, los campesinos cuya agua envenena la fábrica, los lumpenproletarios en busca de un buen botín, pueden destruir las máquinas, incendiar la fábrica o asesinar al dueño.

       Sólo la clase obrera consciente y organizada puede enviar una fuerte representación al parlamento para cuidar los intereses proletarios. Sin embargo, para asesinar a un funcionario del gobierno no es necesario contar con las masas organizadas. La receta para fabricar explosivos es accesible a todo el mundo, y cualquiera puede conseguir una pistola.

       En el primer caso hay una lucha social, cuyos métodos y vías se desprenden de la naturaleza del orden social imperante; en el segundo, una reacción puramente mecánica que es idéntica en todo el mundo, desde la China hasta Francia: asesinatos, explosiones, etcétera, pero totalmente inocua en lo que hace al sistema social.

       Una huelga, incluso una modesta, tiene consecuencias sociales: fortalecimiento de la confianza en sí mismo de los obreros, crecimiento del sindicato, y, con no poca frecuencia, un mejoramiento en la tecnología productiva. El asesinato del dueño de la fábrica provoca efectos policíacos solamente, o un cambio de propietario desprovisto de toda significación social.

       Que un atentado terrorista, incluso uno “exitoso”, cree la confusión en la clase dominante depende de la situación política concreta. Sea como fuere, la confusión tendrá corta vida; el estado capitalista no se basa en ministros de estado y no queda eliminado con la desaparición de aquéllos. Las clases a las que sirve siempre encontrarán personal de reemplazo; el mecanismo permanece intacto y en funcionamiento.

      Pero el desorden que produce el atentado terrorista en las filas de la clase obrera es mucho más profundo. Si para alcanzar los objetivos basta armarse con una pistola, ¿para qué sirve esforzarse en la lucha de clases? Si una medida de pólvora y un trocito de plomo bastan para perforar la cabeza del enemigo ¿qué necesidad hay de organizar a la clase? Si tiene sentido aterrorizar a altos funcionarios con el rugido de las explosiones, ¿qué necesidad hay de un partido? ¿Para qué hacer mitines, agitación de masas y elecciones si es tan fácil apuntar al banco ministerial desde la galería del parlamento?

       Para nosotros el terror individual es inadmisible precisamente porque empequeñece el papel de las masas en su propia conciencia, las hace aceptar su impotencia y vuelve sus ojos y esperanzas hacia el gran vengador y libertador que algún día vendrá a cumplir su misión.

       Los profetas anarquistas de la “propaganda por los hechos”, pueden hablar hasta por los codos sobre la influencia estimulante que ejercen los actos terroristas sobre las masas. Las consideraciones teóricas y la experiencia política demuestran lo contrario. Cuanto más “efectivos” sean los actos terroristas, cuanto mayor sea su impacto, cuanto más se concentre la atención de las masas en ellos, más se reduce el interés de las masas en organizarse y educarse.

       Pero el humo de la explosión se disipa, el pánico desaparece, un sucesor ocupa el lugar del ministro asesinado, la vida vuelve a sus viejos cauces, la rueda de la explotación capitalista gira como antes; sólo la represión policial se vuelve más salvaje y abierta. El resultado es que el lugar de las esperanzas renovadas y de la excitación artificialmente provocada viene a ocuparlo la desilusión y la apatía.

       Los esfuerzos de la reacción por poner fin a las huelgas y al movimiento obrero de masas han culminado generalmente, siempre y en todas partes, en el fracaso. La sociedad capitalista necesita un proletariado activo, móvil e inteligente; no puede, por lo tanto, tener al proletariado atado de pies y manos por mucho tiempo. En cambio la “propaganda por los hechos” de los anarquistas ha demostrado cada ver que el Estado es mucho más rico en medios de destrucción física y represión mecánica que todos los grupos terroristas juntos.

       Si esto es así, ¿qué pasa con la revolución? ¿Queda negada o imposibilitada? De ninguna manera. La revolución no es una simple suma de medios mecánicos. La revolución sólo puede surgir de la agudización de la lucha de clases, su victoria la garantiza sólo la función social del proletariado. La huelga política de masas, la insurrección armada, la conquista del poder estatal; todo esto está determinado por el grado de desarrollo de la producción, la alineación de las fuerzas de clase, el peso social del proletariado y, por último, por la composición social del ejército, puesto que son las fuerzas armadas el factor que decide el problema del poder en el momento de la revolución.

       La socialdemocracia es lo bastante realista como para no desconocer la revolución que está surgiendo de las circunstancias históricas actuales; por el contrario, va al encuentro de la revolución con los ojos bien abiertos. Pero, a diferencia de los anarquistas y en lucha abierta contra ellos, la socialdemocracia rechaza todos los métodos y medios cuyo objetivo sea forzar el desarrollo de la sociedad artificialmente y sustituir la insuficiente fuerza revolucionaria del proletariado con preparaciones químicas.

       Antes de elevarse a la categoría de método para la lucha política el terrorismo hace su aparición bajo la forma del acto individual de venganza. Así fue en Rusia, patria del terrorismo. Los azotes a los presos políticos llevaron a Vera Zasulich (1) a expresar el sentimiento de indignación general con un atentado contra el general Trepov. Su ejemplo cundió entre la intelectualidad revolucionaria, desprovista del apoyo de las masas. Lo que comenzó como un acto de venganza perpetrado en forma inconsciente fue elevado a todo un sistema en 1879-1881 (2). Las oleadas de atentados anarquistas en Europa Occidental y América del Norte siempre se producen después de alguna atrocidad cometida por el gobierno: fusilamientos de huelguistas o ejecuciones de la oposición política. La fuente psicológica más importante del terrorismo es siempre el sentimiento de venganza que busca una válvula de escape.

       No hay necesidad de insistir en que la socialdemocracia nada tiene que ver con esos moralistas a sueldo que, en respuesta a cualquier acto terrorista, hablan solemnemente del “valor absoluto” de la vida humana. Son los mismos que en otras ocasiones, en nombre de otros valores absolutos –por ejemplo, el honor nacional o el prestigio del monarca– están dispuestos a llevar a millones de personas al infierno de la guerra. Hoy su héroe nacional es el ministro que da la orden de abrir fuego contra obreros desarmados, en nombre del sagrado derecho de la propiedad privada; mañana, cuando la mano desesperada del obrero desocupado se crispe en un puño o recoja un arma, hablarán sandeces acerca de lo inadmisible de la violencia en cualquiera de sus formas.

        Digan lo que digan los eunucos y fariseos morales, el sentimiento de venganza tiene sus derechos. Habla muy bien a favor de la moral de la clase obrera el no contemplar indiferente lo que ocurre en éste, el mejor de los mundos posibles. No extinguir el insatisfecho deseo proletario de venganza, sino, por el contrario, avivarlo una y otra vez, profundizarlo, dirigirlo contra la verdadera causa de la injusticia y la bajeza humanas: tal es la tarea de la socialdemocracia.

        Nos oponemos a los atentados terroristas porque la venganza individual no nos satisface. La cuenta que nos debe saldar el sistema capitalista es demasiado elevada como para presentársela a un funcionario llamado ministro. Aprender a considerar los crímenes contra la humanidad, todas las humillaciones a que se ven sometidos el cuerpo y el espíritu humano, como excrecencias y expresiones del sistema social imperante, para empeñar todas nuestras energías en una lucha colectiva contra este sistema: ése es el cauce en el que el ardiente deseo de venganza puede encontrar su mayor satisfacción moral.

  • Vera Zasulich (1849-1919) perteneció a la dirección del Partido socialdemócrata Ruso hasta 1903, en que éste se dividió entre mencheviques y bolcheviques. Pasó entonces a la dirección de la fracción menchevique. El 24 de enero de 1878 atentó contra el jefe de policía, Trepov, por cuya orden un detenido había sido sometido a castigos corporales poco antes.
  • Narodnaia Volia (Voluntad del Pueblo) era el partido de los narodniki (populistas), intelectuales rusos organizados para liberar a los campesinos con concepciones anarquistas y medios terroristas. Después del asesinato del Zar Alejandro II en 1881, la organización fue aplastada por el gobierno zarista.

LA BANCARROTA DEL TERRORISMO

[Este es un extracto del artículo titulado “El colapso del terror y de su partido (Acerca del caso Azef)” publicado originalmente en el periódico polaco Przeglad Socyal-demokratyczny en mayo de 1909.]

[Se trata de un análisis de las sensacionales revelaciones acerca de Evno Azef, alto dirigente de la Organización de Combate, brazo terrorista del Partido Social Revolucionario. A principios de 1909 se reveló que Azef era agente de la policía secreta zarista. En el curso de su trabajo como provocador, Azef llegó a ser responsable del asesinato del ministro cuyo departamento lo había contratado. (Los dos tercios restantes de este artículo aparecen en The Militant del 1° de febrero de 1974.)]

       Durante todo un mes, la atención de toda persona capaz de leer y reflexionar ha estado dirigida hacia el caso Azef, tanto en Rusia como en el resto del mundo. Todos conocen el “caso” a través de la prensa legal  las crónicas parlamentarias, por el pedido de interpelación sobre Azef presentado por algunos diputados en la Duma.

       Ahora Azef ha tenido el tiempo necesario para pasar a la trastienda. Su nombre aparece cada vez menos. Sin embargo, antes de relegar a Azef al basural de la historia de una vez por todas, creemos necesario resumir las principales lecciones políticas, no en lo que hace a las maquinaciones tipo Azef en si, sino con respecto al terrorismo en su conjunto, y a la actitud que mantienen hacia el mismo los principales partidos políticos del país.

       El terror individual como método para la revolución política es nuestro aporte “nacional” ruso.

       Por supuesto que el asesinato de “tiranos” es casi tan antiguo como la institución de la “tiranía”, y los poetas de todas las épocas le han cantado más de una loa a la daga libertadora.

       Pero el terror sistemático, que asume la tarea de eliminar a sátrapa tras sátrapa, ministro tras ministro, monarca tras monarca –Sashka tras Sashka– (diminutivo aplicado a los zares Alejandro II y Alejandro III) como formulara familiarmente el programa del terrorismo un militante de Narodnaia Volia en 1880, esta clase de terror, que se ajusta a la jerarquía burocrática del absolutismo y crea su propia burocracia revolucionaria, es producto de los singulares poderes creadores de la intelectualidad rusa.

       Desde luego, deben existir profundas razones para esto. Debemos buscarlas, primero, en la naturaleza de la autocracia rusa, y luego en la naturaleza de la intelectualidad rusa.

       Para que la idea misma de destruir el absolutismo por medios mecánicos pudiese difundirse, el aparato estatal hubo de aparecer como un simple órgano de coerción externo, sin raíces en la organización social. Y ésa es, precisamente la forma que asumió la autocracia rusa a los ojos de la intelectualidad revolucionaria.

       Esta ilusión poseía un fundamento histórico propio. El zarismo se formó bajo la presión de los estados culturalmente más adelantados de Occidente. Para poder competir, debía desangrar a las masas populares y moverles así el piso a las propias clases privilegiadas. Estas clases no pudieron alcanzar el nivel político de sus similares de Occidente.

       A ello se agregó, en el siglo XIX, la fuerte represión de la Bolsa de Comercio europea. Cuanto mayores eran las sumas que ésta le prestaba al régimen zarista, menos dependía éste de las relaciones económicas internas.

       El capital europeo le permitió armarse de tecnología europea, convirtiéndolo así en una organización (relativamente, desde luego) “autosuficiente”, ubicada por encima de todas las clases sociales.

        Semejante situación naturalmente podía dar surgimiento a la idea de hacer volar esta superestructura foránea con dinamita. La intelectualidad se sintió llamada a realizar esta tarea. Al igual que el Estado, la intelectualidad habíase desarrollado bajo la presión directa e inmediata de Occidente; al igual que su enemigo el Estado, se adelantó al nivel de desarrollo económico del país: el Estado, tecnológicamente; la intelectualidad, ideológicamente.

       Mientras que en las viejas sociedades burguesas europeas las ideas revolucionarias se desarrollaron más o menos a la par de las grandes fuerzas revolucionarias, en Rusia los intelectuales tuvieron acceso a la cultura y política prefabricadas de Occidente; su pensamiento sufrió una revolución antes de que el desarrollo económico del país hubiese dado surgimiento a clases revolucionarias serias en las cuales apoyarse.

       En estas circunstancias, nada les quedaba a los intelectuales sino multiplicar su ardor revolucionario con el poder explosivo de la nitroglicerina. Así surgió el terrorismo clásico de Narodnaia Volia.

       Alcanzó su cenit en dos o tres años y luego quedó rápidamente reducida a la nada, habiendo consumido en sus fogosas luchas todas las reservas de combate que la intelectualidad, numéricamente débil, era capaz de proveer.

       El terror de los socialrevolucionarios fue en gran medida producto de los mismos factores históricos: por un lado, el despotismo “autosuficiente” del estado ruso; por el otro, la “autosuficiente” intelectualidad rusa.

       Pero dos décadas no habían transcurrido en vano, y cuando aparece la segunda oleada de terroristas, lo hacen como epígonos, con el sello “permitidos por la historia”.

       La época del “Sturm und Drang” (Tormenta y tensión) capitalista de las décadas 1880-1890 dieron nacimiento y permitieron la consolidación de un gran proletariado industrial, afectando seriamente el aislamiento económico del campo y ligándolo más estrechamente a la fábrica y la ciudad.

       Detrás de Narodnaia Volia no había realmente una clase revolucionaria. Los socialrevolucionarios simplemente no querían ver al proletariado industrial; al menos, no fueron capaces de apreciar su significación histórica.

       Por supuesto, sería fácil juntar una docena de citas de la literatura socialrevolucionaria para demostrar que ellos no plantean hacer terrorismo en lugar de la lucha de las masas, sino junto a las mismas. Pero éstas sólo atestiguan la lucha que los ideólogos del terror han debido librar contra los marxistas, ideólogos de la lucha de masas.

       Ello no cambia las cosas. El trabajo terrorista, por su propia esencia, exige tal concentración de energías para el “gran momento”, tal sobreestimación de la significación del heroísmo individual y, por último, una conspiración tan hermética que –psicológica si no lógicamente– excluye totalmente el trabajo organizativo y la agitación entre las masas.

       Para los terroristas, no existen más que dos focos centrales en el terreno político: El gobierno y la Organización de Combate. “El gobierno está dispuesto a aceptar temporariamente  la existencia de todas las demás corrientes –escribía Gershuni [uno de los fundadores de la Organización de Combate de los socialrevolucionarios] a sus camaradas en momentos en que pendía sobre él una sentencia de muerte, pero ha decidido dirigir todos sus golpes hacia la destrucción del Partido SocialRevolucionario.”

      “Confío sinceramente –decía Kaliaev [otro terrorista socialrevolucionario]–,  en que nuestra generación, dirigida por la Organización de Combate, liquidará la autocracia”.

       Todo lo que queda afuera del marco del terror no es más que la puesta en escena para la lucha; en el mejor de los casos un medio auxiliar. Con el fogonazo enceguecedor de las bombas que explotan los contornos de los partidos políticos y las líneas divisorias entre las clases en lucha desaparecen sin dejar rastro.

       Y escuchamos la voz de Gershuni, el mayor de los románticos y el mejor activista del nuevo terrorismo, instando a sus camaradas a “evitar una ruptura no solo con las filas revolucionarias, sino también con los partidos de oposición en general”.

       “No en lugar de las masas, sino junto con ellas.” El terrorismo, empero, es una forma de lucha demasiado “absoluta” como para contentarse con un papel limitado y subordinado dentro del partido.

        Engendrado por la falta de una clase revolucionaria, resucitado luego por la falta de confianza en las masas revolucionarias, el terrorismo puede subsistir solamente si explota las debilidades y falta de organización de las masas, si minimiza sus conquistas y exagera sus derrotas.

        “Ven que es imposible, dada la naturaleza del armamento moderno, que las masas populares utilicen tridentes y palos –armas milenarias de defensa popular– para destruir las bastillas de los tiempos modernos”, dijo Jdanoz, abogado defensor de los terroristas durante el juicio de Kaliaev.

       “Después del 9 de enero (1) comprendieron bien la situación; y respondieron a la ametralladora y al fusil de repetición con el revolver y la bomba; ésas son las barricadas del siglo XX.”

       Los revólveres de los héroes en lugar de los palos y tridentes del pueblo; bombas en lugar de barricadas: tal es la verdadera fórmula del terrorismo.

       Y sea cual fuere el papel subordinado que le asignan al terrorismo los teóricos “sintéticos” del partido, siempre ocupa, en los hechos, el sitio de honor. Y la Organización de Combate, colocada por la dirección del partido bajo el Comité Central, inevitablemente termina colocándose por encima del Comité Central, por encima del partido y todas sus tareas, hasta que el destino cruel la coloca bajo el Departamento de Policía.

       Y es precisamente por ello que la caída de la Organización de Combate, como resultado de la infiltración policial, significa inevitablemente la caída política del partido.    

  • El 9 de enero de 1905 fue la masacre del “domingo sangriento” que marcó el comienzo de la Revolución Rusa de 1905.

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IZQUIERDA POPULAR – Semanario del Frente de Izquierda Popular

Buenos Aires – Segunda quincena de Mayo – 1974(Año II – Número 34)

¿QUÉ QUIEREN LOS TERRORISTAS?

Editorial

     La crónica diaria demuestra que el país no ha podido aún desembarazarse de la pesada herencia de barbarie política que dejaron al país los 18 años de “revolución libertadora” y, en especial, el período de dictadura militar oligárquica abierto en 1966. Proscripta la voluntad popular durante esas dos décadas, la violencia irracional se constituyó lógicamente en instrumento normal de opresión o en expresión nihilista de la protesta de ciertos sectores de las clases medias.

     Así, la tortura, los fusilamientos, las masacres (recordemos el 16 de junio de 1955 o Trelew) tuvieron su complemento simétrico en los “asesinatos justicieros” con que algunos grupos intentaron reemplazar la acción creadora y liberadora de las masas.

     Sin embargo, si el uso de tormentos y de métodos arteros corresponden, como la sombra al cuerpo, a una sociedad explotadora y decadente, no forman parte de la tradición revolucionaria de los trabajadores. El torturador es un “servidor público” de la sociedad capitalista. El terrorista, en cambio, no es el partero de la revolución ni del socialismo. Sólo el enorme retroceso que soportó el país durante los veinte años de proscripción pueden explicar que semejantes prácticas se hayan constituido en el paisaje cotidiano de la política argentina.

     El Frente de Izquierda Popular ha expresado largamente su opinión sobre el tema, que coincide con la de los clásicos del socialismo: “el atentado, aún el que tiene éxito, sólo acarrea una perturbación momentánea en los círculos dirigentes del estado capitalista. Este no reposa sobre ministros y no puede ser destruido, destruyendo a los ministros. Encontrará en seguida a otros funcionarios y el mecanismo, intacto, seguirá andando. Pero la turbación que los atentados terroristas acarrean a la clase obrera es de una gravedad mucha más profunda. Si basta armarse con un revólver para alcanzar los objetivos, ¿para qué sirven, entonces, los esfuerzos de la lucha de clases? Si basta un poco de pólvora y de plomo para atravesar la cabeza del enemigo, ¿para qué sirve la organización de los trabajadores? Si los grandes dignatarios pueden ser intimidados por el ruido de una explosión, ¿para qué sirve el partido? La acción individual del terrorista o la confabulación del pequeño grupo que quiere “terminar rápidamente con la vieja sociedad” son formas sofisticadas o dramáticas de la desconfianza hacia las mayorías, hacia los trabajadores y su capacidad de emanciparse por sí mismos. Son, pues, ecos de esa misma sociedad, ya que el terrorista también quiere usurpar a las masas su decisión política.

     El pueblo argentino no necesita ese paternalismo: se alzó colectivamente en los levantamientos del interior para sacarse de encima a la dictadura oligárquica, a sus ministros, milicos y torturadores y votó el 11 de marzo y el 23 de setiembre para abrir el cauce de la revolución nacional.

     Hoy, hay un gobierno popular en el poder y la barbarie debería haber desaparecido. Sin embargo, hemos presenciado en las última semanas el asesinato a mansalva del padre Mugica, de un obrero metalúrgico de Campana, del sereno de una fábrica; los atentados contra locales y militantes populares; el secuestro de Virginia Arario (una disidente de la “tendencia revolucionaria” del peronismo), las torturas denunciadas por los jóvenes Camps, Galli y Maestre.

     El terrorismo, explicable hasta cierto punto en las condiciones de la dictadura militar oligárquica, hoy sólo puede perdurar como un obstáculo para el gobierno elegido por siete millones de argentinos, y como una traba para la experiencia práctica de las masas.

     ¿Quién, sino la oligarquía y el imperialismo, pueden beneficiarse con tales resultados?

     La muerte no es el programa de los trabajadores, sino la negra bandera en la que se confunden la incertidumbre y la desesperación de algunos segmentos de la pequeña burguesía con los esfuerzos de las clases retardatarias por sobrevivir. No cabe pues encubrir al terrorismo con los ropajes de una política popular.

     El pueblo aspira a profundizar el proceso de la revolución nacional. Y una revolución no se asienta sobre el homicidio ni sobre la tortura.