LAS RAICES DE LA BUROCRACIA

por Isaac Deutscher

Nacido en Cracovia, en 1907, el autor ingresó a los 19 años en el Partido Comunista polaco, del que fue expulsado en 1931, con la acusasión de exagerar los peligros del nazismo. Fiel a sus ideas, a las que sirvió como escritor hasta su temprana muerte, en 1967, Deutscher tiene, entre otras obras imprescindibles, una trilogía sobre Trotsky, una biografía de Stalin y numerosos libros y ensayos sobre temas relacionados con el marxismo, las revoluciones socialistas y los acontecimientos de su tiempo. A principios de 1960, el autor pronunció tres conferencias sobre el tema de la burocracia en un seminario para licenciados, en la London School of Economics, en las cuales analizaba los orígenes sociales y las bases estructurales del fenómeno de la burocracia. La versión abreviada de las mismas, que publicamos en el sitio, fue editada por su esposa, Tamara Deutscher.

I

        Somos testigos de una clara tendencia al aumento de la burocratización de las sociedades contemporáneas, independientemente de sus estructuras sociales y políticas. Los teóricos de Occidente nos aseguran que el ímpetu de la burocratización es tal, que vivimos ya bajo un sistema “managerial” que ha llegado a reemplazar casi imperceptiblemente al capitalismo. Por otro lado, tenemos el enorme, asombroso crecimiento de la burocracia en las sociedades postcapitalistas del bloque soviético, y especialmente en la Unión Soviética. Nos asiste toda la razón al tratar de elaborar alguna teoría de la burocracia que sea más completa y satisfactoria que el cliché tan de moda como en gran medida sin sentido de “sociedad managerial”. Sin embargo, no es fácil abordar el problema de la burocracia; en esencia este problema es tan viejo como la civilización misma, aunque la intensidad con que ha aparecido a la vista de los hombres ha variado grandemente según las épocas.

         Si he decidido hablar sobre la raíces de la burocracias, es por la razón de que, a mi entender, hay que calar muy hondo para hallar las causas más profundas –las causas primeras– de la burocracia, al objeto de ver cómo y por qué esta lacra de la civilización humana ha alcanzado proporciones tan aterradoras. Dentro del problema de la burocracia, del cual el problema del Estado constituye un paralelo aproximado, se concentra buena parte de esa relación entre individuo y sociedad, entre hombre y hombre, que ahora se ha convertido en moda calificar de “alienación”.

        El término sugiere el dominio del “bureau”, del aparato, de algo impersonal y hostil que ha adquirido vida y poder sobre los seres humanos. En el lenguaje diario, también hablamos de los burócratas sin alma refiriéndonos a los hombres que integran ese mecanismo. Los seres humanos que gobiernan el Estado parece como si carecieran de alma, como si fueran meros dientes del engranaje. En otras palabras, nos enfrentamos aquí, de lleno y directamente, con la reificación de las relaciones entre seres humanos, con la aparición de vida en mecanismos, en cosas. Lo cual nos lleva inmediatamente a la memoria por supuesto, el gran complejo del fetichismo: en todos los ámbitos de nuestra economía de mercado, el hombre parece hallarse a merced de las cosas, de las mercancías, incluso del dinero. Las relaciones humanas  y sociales se objetivan, en tanto que los objetos parecen adquirir la fuerza y el poder de las cosas vivas. La semejanza entre la alienación del hombre respecto al Estado y a los representantes del Estado, la burocracia, y la alienación del hombre respecto a los productos de su propia economía, es evidentemente muy estrecha estando las dos clases de alienación parecidamente interrelacionadas.

         Existe una gran dificultad en pasar de las meras apariencias a la entraña misma de la relación entre sociedad y Estado, entre el aparato que gobierna la vida de una comunidad y la comunidad misma. La dificultad estriba en lo siguiente: la apariencia no es sólo apariencia, sino también parte de una realidad. El fetichismo del Estado y la mercancía está, por así decirlo, “incrustado” en el propio mecanismo de funcionamiento del Estado y el mercado. La sociedad se siente enajenada del Estado, a la vez que inseparable de él. El Estado es la carga que oprime a la sociedad, y también es el ángel protector de la sociedad, sin el cual no puede vivir.  

        De nuevo, algunos de los más oscuros y complejos aspectos de la relación entre sociedad y Estado se reflejan clara y curiosamente en nuestro lenguaje corriente. Cuando decimos “ellos”, refiriéndonos a los burócratas que nos gobiernan, “ellos” que gravan con impuestos, “ellos” que hacen las guerras, que realizan toda serie de cosas en las que la vida de todos nosotros se halla comprometida, expresamos un sentimiento de impotencia, de enajenación del Estado; pero somos asimismo conscientes de que sin el Estado no habría vida social, desarrollo social, ni historia. La dificultad en distinguir la apariencia de la realidad estriba en esto: la burocracia desempeña ciertas funciones que son obviamente necesarias e indispensables para la vida social; sin embargo, también desempeña funciones que teoréticamente pueden calificarse de superfluas.

        Los aspectos contradictorios de la burocracia han conducido, por supuesto, a dos concepciones filosóficas, históricas, y sociológicas del problema, contradictorias y diametralmente opuestas. Aparte de muchos matices intermedios, se dan tradicionalmente dos enfoques básicos sobre la cuestión de la burocracia y el Estado: el burocrático y el anarquista. Recordarán ustedes que a los Webbs (1) les gustaba dividir la gente en aquellos que apreciaban los problemas políticos desde un punto de vista burocrático, o anarquista. Lo cual es, desde luego, una simplificación, aunque sin embargo hay razones que abonan esta división. El enfoque burocrático ha tenido sus grandes filósofos, sus grandes profetas y sus sociólogos célebres. Con toda probabilidad el mayor apologista filosófico del Estado fue Hegel, así como el mayor apologista sociológico del Estado fue Max Weber.

        No cabe duda de que la vieja Prusia fue el paraíso de la burocracia y que, por consiguiente, no es algo puramente accidental el que los mayores apologistas del Estado y la burocracia procedieran de Prusia. De hecho, Hegel y Weber, cada cual a su manera y a niveles distintos de pensamientos teorético, son los  metafísicos de la burocracia prusiana que generalizan partiendo de la experiencia de dicha burocracia prusiana y proyectan esa experiencia sobre la escena de la historia mundial. Por tanto, es necesario tener presente los postulados básicos de esta escuela de pensamiento. Para Hegel el Estado y la burocracia eran ambos el reflejo y la realidad de la idea moral, esto es, el reflejo y la realidad de la razón suprema, la realidad del Weltgeist, la manifestación de Dios en la historia. Max Weber, que en cierto modo es un descendiente, un nieto de Hegel (un nieto pigmeo quizás) incluyó la misma idea en el catálogo típicamente prusiano de las virtudes de la burocracia.

        “Precisión, rapidez, claridad, conocimiento del expediente, continuidad, reserva, unidad, subordinación estricta, reducción de fricciones y de costos materiales y personales –esas se consiguen al punto óptimo en la administración estrictamente burocrática, especialmente en la forma monocrática… la burocracia se atiene también al principio sine ira ac studio”(2).

         Acaso esas palabras no pudieran escribirse más que en Prusia. Naturalmente, esta lista de virtudes puede muy fácilmente anularse con una lista semejante de vicios. Pero lo más sorprendente y, en cierto sentido, inquietante, es, a mi entender que Max Weber ha sido convertido recientemente en el faro intelectual de gran parte de la sociología occidental. (En una polémica sostenida con el profesor Raymond Aron el reproche más grave que me hizo fue el de que escribo y hablo “como si Max Weber jamás hubiese existido”).

        Me hallo totalmente dispuesto a admitir que probablemente nadie haya estudiado tan profundamente como Max Weber las minucias de la burocracia. Es cierto que confeccionó un catálogo con las distintas peculiaridades de su desarrollo, pero no logró entender plenamente su significado. Todos sabemos el rasgo característico de esa vieja escuela alemana, la sedicente escuela histórica del derecho, que podía elaborar sobre un asunto cualquiera –la industria burocrática incluida– un volumen tras otro, pero que en raras ocasiones sabía observar el curso principal de su desarrollo.

        En el otro extremo tenemos la concepción anarquista de la burocracia y del Estado, con sus representantes más ilustres -Proudhon, Bakunin y Kropotkin- y con sus varias corrientes secundarias, liberal y anarco-liberales de distintos matices. Bien, cuando se mira de cerca a esta escuela se ve que representa la rebelión intelectual de la vieja Francia de la burguesía y de la vieja Rusia de los mujiks, contra sus burocracias. Esta escuela de pensamiento se especializa, por descontado, en elaborar catálogos de los vicios burocráticos. El Estado y la burocracia se consideran los eternos usurpadores de la historia. El Estado y la burocracia se consideran como la encarnación misma de todo mal de la sociedad, el mal que no puede erradicarse más que mediante la abolición del Estado y la destrucción de toda burocracia. Cuando Kropotkin deseaba mostrar la profundidad de la corrupción moral de la Revolución francesa, explicaba cómo Robespierre, Danton, los jacobinos, y los hebertistas se pasaron de revolucionarios a hombres de Estado. A sus ojos, lo que viciaba la revolución era la burocracia y el Estado.

         En realidad, cada uno de esos enfoques encierra una parte de verdad porque en la práctica el Estado y la burocracia han sido los Jekyll  y Hyde de la civilización humana. Tanto uno como otro representaba en verdad las virtudes y los vicios de la sociedad humana y su desarrollo histórico en forma más abierta y decidida que ninguna otra institución. Estado y burocracia concentran en sí mismos esta dualidad característica de nuestra civilización: hasta el momento, cada progreso conseguido se ha visto rematado por un retroceso; cada avance obtenido por el hombre ha sido comprado al precio de una regresión; cada despliegue de energía humana creadora ha sido pagado con la mutilación o la atrofia de alguna otra facultad creadora. Considero que esta dualidad se ha puesto claramente de manifiesto en el desarrollo de la burocracia de todos los regímenes sociales y políticos.

        Las raíces de la burocracia son ciertamente tan viejas como nuestra civilización, o incluso más viejas todavía, pues se hallan enterradas en la frontera entre la tribu comunista primitiva y la sociedad civilizada. Es ahí en donde encontramos el más remoto aunque muy distante antecedente de las masivas, elaboradas y burocráticas máquinas de nuestra época. Ellas se manifiestan en el preciso instante en que la comunidad primitiva se divide en conductores y conducidos, organizadores y organizados, directores y dirigidos. Cuando la tribu o el clan empiezan a darse cuenta de que la división del trabajo aumenta el dominio del hombre sobre la naturaleza y su capacidad para hacer frente a sus necesidades, descubrimos entonces los primeros gérmenes de burocracia que se convierten asimismo en el más temprano preludio de una sociedad clasista.

        La división del trabajo comienza con el proceso de producción que también trae consigo la primera jerarquía de funciones. Es aquí donde tenemos la primera muestra del abismo que esta a punto de abrirse en el curso de la civilización entre el trabajo mental y el trabajo manual. El organizador del primer proceso elemental de cuidado del ganado pudo haber sido el antecesor del mandarín, del sacerdote egipcio, o del moderno burócrata capitalista. La fundamental división entre músculo y cerebro trajo consigo las muchas otras subdivisiones, entre agricultura y pesca, o comercio y artesanía, o navegación. La división de la sociedad en clases se produjo en el curso del fundamental proceso de desarrollo histórico. En la sociedad, desde los albores de la civilización hasta nuestros días, la división básica no ha sido tanto la existente entre el administrador y el obrero, como entre el propietario y el hombre sin propiedad y esta división absorbía o dominaba a la primera. La administración ha estado subordinada en la mayoría de las épocas a los dueños de la propiedad, a las clases poseedoras.

        A grandes rasgos, se podría clasificar los varios tipos de relaciones entre la burocracia y las clases sociales fundamentales: el primero podría denominarse tipo egipcio-chino;  a continuación viene el romano-bizantino, con su ramificación de una jerarquía eclesiástica en la iglesia romana; tenemos luego el tipo de burocracia capitalista de Europa Occidental; el cuarto sería el tipo post-capitalista. En los tres primeros tipos, y especialmente en la sociedad feudal esclavista, el administrador está completamente subordinado al propietario, tanto más cuanto que en Atenas, Roma y Egipto se acostumbraba a reclutar la burocracia entre los esclavos. En Atenas la primera fuerza de policía se reclutó entre los esclavos porque se consideraba que era indigno de un hombre libre privar a otro hombre libre de su libertad. ¡Encomiable instinto! Nos hallamos aquí ante la casi ingenuamente más chocante expresión de la dependencia del burócrata respecto del dueño de la propiedad: El burócrata es el esclavo porque la burocracia es la esclava de la clase poseedora.

        Dentro del orden feudal, la burocracia se halla más o menos eclipsada debido a que los administradores, o proceden directamente de la clase feudal, o son absorbidos por esa clase. La jerarquía social está, por así decir, “incrustada” en el orden feudal, y no hay necesidad de una máquina jerárquica especial para dirigir los asuntos públicos y disciplinar a las masas desprovistas de propiedad.

        Luego, mucho después, la burocracia adquiere un status mucho más respetable y sus agentes se convierten en “libres” asalariados de los dueños de la propiedad. A continuación pretende alzarse por encima de las clases poseedoras y ciertamente de todas las clases sociales. Y en algunos aspectos hasta cierto punto, la burocracia consigue en verdad este supremo status.

        La gran separación entre la maquinaria del Estado y las demás clases aparece, naturalmente, con el capitalismo, en donde ya no existe la primitiva jerarquía y dependencia del hombre respecto del otro hombre claramente delimitada, tan característica de la sociedad feudal. “Todos los hombres son iguales”: la ficción burguesa de la igualdad ante la ley hace esencial que deba funcionar un aparato de poder, una maquinaria estatal organizada con arreglo a una estricta jerarquía. Al igual que la jerarquía del poder económico sobre el mercado, la burocracia, en cuanto jerarquía política, debería ver que la sociedad no presenta la apariencia de igualdad que oficialmente pretende tener en tanta estima. Surge ahí una jerarquía de órdenes, intereses, capas administrativas, que perpetúan la ficción de la igualdad, y no obstante refuerzan la desigualdad.

        ¿Qué es lo que caracteriza a la burocracia en este estadio? En primer término la estructura jerárquica; a continuación el carácter aparentemente autosuficiente del aparato de poder incluido en ella. El enorme alcance, extensión y complejidad de nuestra vida social, se nos dice, hacen cada vez más difícil la dirección de la sociedad; sólo diestros especialistas que poseen los secretos de la administración son capaces de desempeñar las funciones organizativas. No, en verdad no nos hallamos muy lejos todavía del tiempo en que el sacerdote egipcio custodiaba los secretos que le conferían poder y permitían que la sociedad creyera que sólo él, el inspirado por la divinidad, podía estar al frente de los asuntos humanos. La arrogante burocracia, con su jerga mistificadora que en muy gran medida constituye la causa de su prestigio social, no está al fin y al cabo, demasiado alejada del sacerdocio egipcio y sus mágicos secretos. (A propósito, ¿no está también muy próxima a la burocracia estalinista con su obsesivo hermetismo?)

         Muchas décadas antes de Max Weber, que se sintió tan impresionado por la esotérica sabiduría de la burocracia, Engels veía las cosas bajo un prisma más realista y objetivo:

          “El Estado”, dice, “no es en modo alguno un poder impuesto a la sociedad desde fuera… Antes bien, es el producto de la sociedad en determinado estadio de desarrollo. Es el reconocimiento de que esta sociedad se halla inmersa en una contradicción para ella insoluble, de que ha llegado a dividirse en contradicciones irreconciliables… A fin de que …las clases con intereses económicos opuestos no se desgasten a sí mismas ni a la sociedad en estéril lucha, se ha hecho necesario un poder que se sitúe en apariencia por encima de la sociedad, que domine el conflicto y lo mantenga dentro de los límites del “orden”. Ese poder, que surge de la sociedad, pero que se sitúa por encima de ella y se vuelve cada vez más ajeno a ella, es el Estado”

          Al fin y al cabo, podemos añadir nosotros, incluso el Estado de bienestar es sólo el poder que surge de la sociedad pero que se sitúa por encima de ella y se vuelve cada vez más ajeno a ella. Engels continúa diciendo:

          “Los funcionarios, hallándose como órganos de la sociedad, en posesión de la fuerza y el poder públicos y del derecho de imponer tributos, se sitúan, a continuación, por encima de la sociedad”

  Engels describe el proceso del surgimiento del Estado a partir de la comunidad primitiva:

        “Ellos (los funcionarios) no se contentan con la libre y espontánea consideración con que se obsequiaba a los órganos de la comunidad tribal… Poseedores de un poder ajeno a la sociedad, hubo de colocárseles en una posición de reverencia mediante leyes especiales que les aseguran el disfrute de una aureola e inmunidad sociales” (3).

        Empero, de nada sirve enojarse por el fenómeno de la burocracia: su fuerza es únicamente el reflejo de la fragilidad de la sociedad que reside en la separación existente entre una amplia mayoría de trabajadores manuales y una reducida minoría que se especializa en el trabajo mental. El pauperismo intelectual del que todavía no se ha emancipado nación alguna reposa sobre las raíces de la burocracia. De esas raíces han nacido otras excrecencias, pero las raíces se han mantenido dentro del capitalismo y el capitalismo del bienestar e incluso han sobrevivido en la sociedad  poscapitalista.   

II

        Quería iniciar esta segunda conferencia volviendo a una definición más rigurosa del objeto de nuestra discusión. No me interesa la historia general de la burocracia, ni deseo brindar un panorama de las variedades y modalidades del dominio burocrático que la historia muestra. El centro de mi atención es el siguiente: ¿Cuáles son los factores que han sido responsables históricamente del poder político de la burocracia? ¿Qué factores favorecen la supremacía política de la burocracia sobre la sociedad? ¿Por qué, hasta el presente, ninguna revolución ha logrado desarticular y acabar con el poder de la burocracia? Al día siguiente de cada revolución, independientemente de su carácter y del ancien régime, que la haya precedido, surge una nueva maquinaria estatal cual fénix de las cenizas.

         En mi primera conferencia señalaba –con un énfasis un tanto extremado– el  perpetuo factor que opera a favor de la burocracia, a saber, la división del trabajo en trabajo intelectual y trabajo manual, el foso existente entre organizadores y organizados. En realidad, esta contraposición es el preludio de la sociedad clasista; pero en el subsiguiente desarrollo social, ese preludio parece como si quedara soterrado por la división más fundamental entre el propietario de esclavos y el esclavo, el señor feudal y el siervo, entre el propietario y el carente de propiedad.

         La considerable influencia de la burocracia, en cuanto grupo social distinto e independiente, se produjo sólo con el desarrollo del capitalismo y ello ocurrió así por una serie de razones económicas y políticas. Lo que favoreció la expansión de la burocracia moderna fue la economía de mercado, la economía monetaria y la continua y cada vez más honda división del trabajo, de la cual el capitalismo no es sino un resultado. En tanto el empleado del Estado era un recaudador del campo, o un señor feudal, o un auxiliar del señor feudal, el burócrata todavía no era burócrata. El recaudador del siglo dieciséis, diecisiete y dieciocho tenía algo de empresario; o era un sirviente del señor feudal o miembro de su séquito. La configuración de la burocracia como grupo distinto sólo se hizo posible con la extensión y universalización de una economía monetaria, en la que cada empleado de Estado recibe su salario en dinero.

        El crecimiento de la burocracia halló un nuevo estímulo en la desaparición de los particularismos feudales y en la formación de un mercado a escala nacional. La burocracia nacional sólo podía hacer su aparición sobre la base de un mercado nacional. En sí misma, esas causas económicas generales del crecimiento de la burocracia sólo aclaran cómo se hizo posible la burocracia en su forma moderna pero no alcanzan a explicar por qué se ha desarrollado y por qué ha adquirido su importancia política bajo determinadas circunstancias históricas. Para hallar una respuesta a esas cuestiones no hay que buscarla en cambios económicos, sino en estructuras socio-políticas. Así, por ejemplo tenemos el caso curioso de que Inglaterra, el país del capitalismo clásico, fue el menos burocrático de todos los países capitalistas, mientras Alemania, el país capitalista subdesarrollado hasta el último cuarto del siglo diecinueve, fue el más burocratizado. Francia, que ocupaba una posición intermedia, ocupaba asimismo una posición intermedia respecto al poderío de la burocracia dentro de la vida política.

        Si hubiese que buscar ciertas reglas generales acerca del ascenso y declive de la influencia burocrática en la sociedad capitalista, nos encontraríamos con que el poder político de la burocracia bajo el capitalismo ha estado siempre en proporción inversa a la madurez, el vigor y la capacidad para la autonomía de los estratos que constituyen una sociedad burguesa dada. Por otra parte, cuando en la sociedad burguesa altamente desarrollada las luchas sociales han llegado a una especie de callejón sin salida, cuando las clases contendientes han cejado como si se sintiesen postradas tras una serie de luchas sociales y políticas agotadoras, la jefatura política pasa entonces casi automáticamente a manos de una burocracia. En tales situaciones la burocracia no sólo se constituye en el aparato regulador del funcionamiento del Estado, sino también en el poder que impone su voluntad política a la sociedad. La verdadera cuna de la burocracia moderna fue, por supuesto, la monarquía absoluta pre-burguesa –los Tudor en ese país, los Borbones en Francía y los Hohenzollern en Prusia– la monarquía que mantenía el precario equilibrio entre un feudalismo decadente y un capitalismo en ascenso. El feudalismo era ya demasiado débil para mantener su supremacía, el capitalismo todavía era demasiado débil para imponer su dominio; una estasis en la lucha de clases, como se produjo entre el feudalismo y el capitalismo, permitió actuar a la monarquía absoluta como mediador entre los dos campos opuestos.

        Cuanto más fuerte era la oposición entre los intereses feudales y burgueses y más irresoluble el conflicto entre ambos, más campo se abría allí a la burocracia de la monarquía absoluta para desempeñar el papel de árbitro. Dicho sea de paso, Inglaterra (y asimismo los Estados Unidos), fue el menos burocrático de los países capitalistas precisamente porque muy pronto, históricamente, ese antagonismo entre feudales y capitalistas quedó resuelto con la fusión gradual de los intereses feudales y capitalistas. Los notables feudo-burgueses, las grandes familias aristocráticas inglesas, asumieron algunas de las funciones que en el Continente desempañaba la burocracia. En cierto sentido, los elementos feudales embourgeoisés administraron el Estado sin convertirse en un grupo social distinto e independiente. También la historia de los Estados Unidos se vio libre de esa rivalidad entre intereses feudales y capitalistas, rivalidad que sirvió de estímulo para el crecimiento de la burocracia.

         Un caso completamente distinto y particular lo constituyó Rusia, donde el gran poder del Estado y la burocracia dimanaban del subdesarrollo de ambos estratos sociales: ni el elemento feudal ni la burguesía fueron nunca suficientemente fuertes para dirigir los asuntos del Estado. Fue el Estado quien, cual el demiurgo, creaba las clases sociales, unas veces influyendo en su formación y expansión, otras interponiéndose en su camino y desbaratándolas. De esta forma su burocracia no sólo se erigió en árbitro, sino también en manipulador de todas las clases sociales.

        Si hubiere de dar un subtítulo a mis observaciones posteriores, probablemente fuese uno muy general: sobre la burocracia y la revolución. Llegados a este punto, me gustaría aclarar alguna confusión, y temo que en el curso de ello chocaré con varias de las escuelas históricas existentes. Como ello es algo inevitable, plantearé el problema en su forma más audaz: ¿fue la revolución puritana inglesa una revolución burguesa? ¿Fue la gran revolución francesa de carácter burgués? Al frente de los batallones sublevados no había banqueros, comerciantes ni armadores. Quienes estaban en primera línea de la batalla eran los sans culottes, la plebe, los pobres de la ciudad, las clases medias más bajas. ¿Qué consiguieron? Bajo la jefatura de los “hidalgos campesinos” (en Inglaterra), y los abogados, médicos y periodistas (Francia) abolieron la monarquía absolutista y su burocracia cortesana y se deshicieron de las instituciones feudales que obstaculizaban el crecimiento de las relaciones de propiedad burguesa. La burguesía había llegado a ser lo bastante fuerte y consciente de su poder como para aspirar a la autodeterminación política. No quería aceptar por más tiempo la tutela ni los dictados de la monarquía absolutista; quería gobernar la sociedad por sí misma. En el curso de la revolución, la burguesía fue impulsada hacia delante por las masas plebeyas –y al día siguiente la burguesía intentó dirigir la sociedad por sí misma, sin límite alguno.

        El proceso de la revolución, con todas sus crisis y antagonismos, con el constante trasiego de poder desde las alas más conservadoras a las más radicales e incluso utópicas del campo revolucionario, llevó a una nueva situación política de estancamiento entre las nuevas clases incorporadas a la escena: las masas plebeyas, los sans culottes, los pobres de la ciudad, están cansados a agotados; pero la burguesía victoriosa, ahora la clase dominante, también se halla dividida internamente, fragmentada, exhausta tras la lucha revolucionaria, e incapaz de gobernar la sociedad. De aquí que en las postrimerías de la revolución burguesa observemos la aparición de una nueva burocracia de carácter un tanto distinto: vemos una dictadura militar que exteriormente casi parece la continuadora de la monarquía absolutista prerrevolucionaria, o incluso una versión todavía peor. El régimen prerrevolucionario contaba con su maquinaria estatal centralizada: una burocracia nacional. La primera demanda de la revolución fue la descentralización de esta maquinaria. Con todo, esta centralización no se había derivado de las malas intenciones del gobernante, sino que reflejaba la evolución de la economía que requería un mercado nacional y este “terreno abonado nacional”, por así decirlo, nutrió las fuerzas burguesas que a su vez promovieron la revolución. Las postrimerías de la revolución acarrearon un remozamiento de la centralización. Así ocurrió bajo Cromwell; y así fue bajo Napoleón. El proceso de centralización y unificación nacional y el nacimiento de una nueva burocracia, fue tan asombroso que Tocqueville, por ejemplo, vio en ello nada menos que la continuación de la tradición prerrevolucionaria. Argüía que lo que la revolución francesa había hecho fue avanzar en la obra del ancien régime y, de no haberse producido la revolución, esta corriente habría seguido igualmente su curso. Este era el argumento de un hombre que tenía sus ojos puestos exclusivamente en el aspecto político del desarrollo, e ignoraba por completo su trasfondo social y sus causas sociales más hondas viendo la forma pero no la textura ni el color de la sociedad.

        La centralización política continuó como siempre después de la revolución, aunque la naturaleza de la burocracia había cambiado total y absolutamente. En lugar de la burocracia palaciega del encien régime Francia tenía ahora la burocracia burguesa extraída de los diferentes niveles sociales. La burocracia burguesa establecida en tiempos de Napoleón sobrevivió a la restauración y halló al cabo su jefe natural en el Rey Ciudadano.

         La fase siguiente en que advertimos otro avance de la burocracia y un nuevo fomento de las tendencias centralistas del Estado, tiene nuevamente lugar en un momento de parálisis política de todas las clases sociales. En 1848 encontramos una situación en la que una vez más se hallan opuestos entre sí diferentes intereses de clase; en esta ocasión se trata del interés de la burguesía establecida y el del proletariado naciente. Hasta el día de hoy, nadie ha descrito este proceso de mutuo agotamiento mejor que Karl Marx, particularmente en El 18 Brumario. Él demostró asimismo cómo la postración de todas las clases sociales asegura el triunfo de la burocracia, o mejor, de su fuerza militar, bajo Napoleón III. A la sazón, esta situación no sólo era peculiar de Francia, sino asimismo de Alemania –especialmente de Prusia– en donde el callejón sin salida ofrecía múltiples variantes: los intereses feudales y semi-feudales de los Junkers, la burguesía y la nueva clase obrera. Ello abocó en Prusia al imperio y dictadura de la burocracia de Bismarck. (Incidentalmente, Marx y Engels definieron al gobierno de Bismarck como un régimen “bonapartista”, aunque en Bismarck había aparentemente, desde luego, muy poco o nada de Bonaparte).

III

        Tengo bien presente que en razón de lo vasto del tema, no puedo ir más allá de indicar en esquema los puntos principales que precisan de posterior elaboración. Quizá debiera avisarles de que no voy a tratar del socialismo reformista y la burocracia. Éste, aun a pesar de su importancia política especialmente en este país, presenta desde mi punto de vista un interés teorético muy limitado. A mi entender constituye un capítulo de la rúbrica “Capitalismo y burocracia”. El grueso de la economía continúa siendo capitalista, aunque esté nacionalizado el 15 o hasta el 25 por ciento de la industria, y en este caso la cantidad decide también la cualidad. Todo el ambiente de la vida social es capitalista, y un espíritu burocrático capitalista impregna todas las industrias, incluyendo las nacionalizadas. Oímos un montón de quejas sobre “la burocracia en los ferrocarriles”, o en las minas de carbón. Durante la reciente huelga, se nos presentó por la televisión a algunos ferroviarios que nos informaban de que “las cosas no son ya como antes”: antes de la nacionalización de los ferrocarriles podían mantener una relación más personal entre ellos y sus empresarios, mientras que ahora la industria se ha hecho tan anónima que no existe vínculo entre los trabajadores y esta gran empresa de alcance nacional. Este “vínculo personal” era, desde luego, una fantasía de la imaginación de los obreros.  ¿Qué tipo de relación personal había entonces entre un guardagujas y uno u otro de los amos de las cinco gigantescas compañías de ferrocarriles? Pero políticamente era importante que este ferroviario creyera realmente que en los Ferrocarriles Occidentales, del Sur, o del Centro, era algo más que un simple diente del engranaje: ahora se sentía “alienado” dentro de esta gran entidad en la que tenía que encajar, y para la que tenía que trabajar. Y esta “alienación”, dentro de lo que cabe, es un problema común a todo tipo de cuerpos burocráticos, independientemente de cual sea su medio social, y yo sería el último en negar que hay ciertos rasgos comunes entre la burocracia de un sistema capitalista y uno postcapitalista.

        Ahora quisiera referirme a aquellos problemas específicos de la burocracia que se promueven en una industria plenamente nacionalizada tras una revolución socialista, bajo un régimen que, al menos en sus orígenes, es en todos los sentidos una dictadura proletaria. Evidentemente este problema afecta a un tercio del mundo, así que es lo suficientemente grave y estoy muy seguro de que muchos de ustedes verán todavía cómo llegará a adquirir validez al menos en dos tercios de la Tierra.

        Una de las observaciones que se me ocurrían cuando examinaba algunas de las obras marxistas clásicas sobre la burocracia, era con cuánto optimismo –incluso podría decirse con cuánta alegría– lo enfocaban, al menos relativamente, los marxistas. Por no darles más que un ejemplo, Karl Kautsky se preguntó a sí mismo en una ocasión si la sociedad socialista se veía amenazada por todas las lacras de la burocracia. Recordarán ustedes, si han leído Los fundamentos del cristianismo, que Kautsky discute el proceso mediante el que la Iglesia cristiana se vio transformada de una fe de los oprimidos en una gran maquinaria burocrática imperial. Esta transformación fue posible dentro del ambiente de una sociedad que vivía del trabajo esclavista. Los esclavos de la antigüedad, desprovistos de toda conciencia activa de clase, estaban llamados a convertirse en esclavos de la burocracia. Pero la moderna clase obrera, lo bastante madura para derrocar el capitalismo, mantenía Kautsky, no permitirá que una burocracia se monte a sus lomos. Este no era simplemente un juicio personal de Kautsky, quien durante más de dos décadas, trascurridas entre la muerte de Engels y el estallido de la Primera Guerra Mundial, fue el portavoz más autorizado del marxismo y considerado como el verdadero sucesor de Marx y Engels. El mismo Engels, en varias de sus obras, en especial en el Anti-Dürhing, se entregó a una idea que casi descartaba por adelantado la posibilidad de una burocracia bajo el socialismo: “El proletariado se hace con el poder del Estado y en primer lugar trasforma los medios de producción en propiedad del Estado. Pero al proceder así, se pone fin a si mismo en cuanto proletariado, y pone fin a todos los antagonismos de clase…” (4). Las sociedades anteriores precisaban del Estado como organización de la clase explotadora, como medio de mantener sometida a la clase explotada: esclavos, siervos y trabajadores asalariados. Bajo el socialismo, cuando el Estado se hace realmente representativo de la sociedad como un todo, se convierte en superfluo. Y con el completo desarrollo de las modernas fuerzas productivas, con la abundancia y superabundancia de bienes, no habrá necesidad alguna de mantener a los hombres y al trabajo en vasallaje.

        Creo que fue Trotsky quien utilizó una metáfora muy llana pero muy expresiva: el policía puede utilizar la porra para regular el tráfico o para dispersar una manifestación de huelguistas o parados. En esta simple frase se resume la clásica distinción entre la administración de las cosas y la administración de los hombres. Si suponemos una sociedad en que no exista supremacía de clase, el papel de la burocracia se reduce a la administración de las cosas. Del proceso productivo y social, objetivo. No estamos interesados en la eliminación de todas la funciones administrativas (esto sería absurdo en una sociedad industrial en desarrollo); sino en circunscribir la porra del policía a su verdadera misión, la de despejar los embotellamientos del tráfico.

        Cuando Marx y Engels analizaron la experiencia de la Comuna de Paris, no eran del todo conscientes de la amenaza burocrática que podía sobrevenir en el futuro, y se veían en apuros para suscribir las medidas que la Comuna había adoptado para garantizar una revolución socialista contra el recrudecimiento de un poder burocrático. La Comuna, subrayaron, había tomado una serie de precauciones que debieran servir de tipo y modelo para futuras transformaciones socialistas: la Comuna se eligió a través de elecciones generales y estableció un cuerpo de funcionarios electos, cuyos miembros podían ser depuestos en cualquier momento a petición del electorado. La Comuna abolió el ejército permanente y lo reemplazó por la milicia popular; asimismo fijó el principio de que ningún funcionario ganaría más que un obrero corriente. Esto debiera haber abolido todos los privilegios de una clase o grupo burocráticos. La Comuna, en otras palabras, constituyó el ejemplo de un Estado que había de comenzar a extinguirse desde el momento mismo de su implantación. No fue algo casual que, solamente unas pocas semanas antes de la Revolución de Octubre, Lenin realizara un esfuerzo especial para restaurar esta parte, por aquel entonces casi olvidada, de la enseñanza marxista acerca del Estado, del socialismo y la burocracia. Lenin expresó su idea del Estado en aquel famoso aforismo: bajo el socialismo, o incluso en una dictadura proletaria, la administración habría de llegar a ser tan simplificada que cualquier cocinero sería capaz de conducir los asuntos del Estado.

       A la luz de toda la dolorosa experiencia de las últimas décadas, no deja de ser bien fácil descubrir en verdad cuantísimo los representantes del marxismo clásico menospreciaban el problema de la burocracia. Dos razones había a mi juicio, para que esto fuera así. Los primeros fundadores de la escuela marxista nunca intentaron realmente describir por adelantado la sociedad que emergía tras una revolución socialista. Analizaban la revolución en abstracto, por así decirlo, de la misma forma en que Marx no analizó en Das Kapital ningún sistema capitalista específico, sino el capitalismo en abstracto. El capitalismo per se; de igual forma pensaron sobre la sociedad postcapitalista o socialista en abstracto. Si consideramos que su análisis lo llevaron a efecto tantísimas décadas antes del intento efectivo, su método estaba científicamente justificado. La otra razón es, por así decirlo, psicológica. En nada les podía ayudar ver la revolución futura bajo el modelo de la mayor experiencia revolucionaria de su propia vida: la de 1848, extendiéndose al menos sobre Europa más o menos simultáneamente. (Aquí estaba aquel germen de la idea de revolución permanente, que en este aspecto no fue creación original de Trotsky, sino que estaba en realidad muy profundamente arraigada en el pensamiento del marxismo clásico). Una revolución socialista paneuropea habría estado relativamente segura inmediatamente después de su victoria. Con muy poca tensión social difícilmente habría habido ningún conflicto civil, y sin guerras de intervención no habría existido la necesidad de reimplantar ejércitos permanentes, un importante factor de burocratización. También suponían que, al menos en las sociedades altamente industrializadas de Europa Occidental, la muy considerable proporción de la clase trabajadora constituiría un fuerte apoyo masivo para el gobierno revolucionario. Asimismo confiaban en que una vez que la clase trabajadora europea hubiese sido ganada para la revolución, por así decirlo, habría, como quien dice, permanecido fiel y leal a la misma. Esto, unido a la tradición democrática existente, supondría la más sólida garantía contra cualquier reavivamiento o formación de una nueva maquinaria burocrática.

        Cuando nos sentimos tentados de reprochar a los fundadores de la escuela marxista el menospreciar los peligros de la burocracia en la sociedad post-revolucionaria, hemos de tener presente la circunstancia de que consideraban como primera condición la abundancia de bienes, una condición previa y raison d´être de cualquier revolución socialista. “La posibilidad de asegurar a cada miembro de la sociedad, gracias a la producción social, una existencia que no sólo sea enteramente suficiente desde el punto de vista material… sino que les garantice asimismo el ilimitado y completo desarrollo y ejercicio de sus facultades físicas y mentales -esta posibilidad está presente, ya- existe ciertamente”, declaraba Engels enfáticamente hace cerca de noventa años en el Anti-Dürhing (5).  No es hasta mediados de este siglo cuando nos enfrentamos con algunos intentos de revolución socialista en países en donde una producción trágicamente insuficiente convierte cualquier existencia material digna en algo casi imposible.

        Indudablemente hubo en el marxismo una actitud ambivalente respecto al Estado. Por una parte –y esto lo tenía el marxismo en común con el anarquismo– una  convicción basada en un análisis histórico extraordinariamente realista de que todas las revoluciones se frustran en el momento y hora en que no se deshacen del Estado; por otra, el convencimiento de que la revolución socialista tiene necesidad de un Estado para su objetivo de aplastar, abatir, el viejo sistema capitalista y crear su propia maquinaria del Estado que ejerciera la dictadura proletaria. Pero esa maquinaria no representaría, por primera vez en la historia, los intereses de una minoría privilegiada, sino la de una masa de trabajadores, los verdaderos productores de la riqueza de una sociedad. “El primer acto en que el Estado aparece realmente como el representante de la sociedad en su conjunto” –la toma de posesión de los medios de producción– “es al mismo tiempo su último acto independiente en cuanto Estado”(6). Desde ese momento la intromisión del Estado en las relaciones sociales se hace innecesaria. El gobierno de las personas queda sustituido por la administración de las cosas. Desaparece la función política del Estado. Lo que permanece es la dirección del proceso de producción. El estado no será abolido de la noche a la mañana, como los anarquistas imaginan; irá “extinguiéndose” lentamente.

        La realidad de la revolución rusa fue en todos y cada uno de los aspectos una negación de los supuestos del marxismo clásico. No se trataba, ciertamente, de la revolución en abstracto, ¡fue bastante real! No siguió el modelo de 1848, no fue un cataclismo paneuropeo; quedó reducida a un solo país. Ocurrió en una nación en donde el proletariado lo formaba una escasa minoría e incluso esa minoría estaba desintegrada como clase por el proceso de la guerra mundial, la revolución y la guerra civil. También se trataba de un país extremadamente atrasado, de una pobreza impresionante, en donde el problema inmediato al que el gobierno revolucionario hubo de hacer frente no fue la construcción del socialismo, sino el de crear las primeras bases para una vida civilizada moderna. Todo ello desembocó por lo menos en dos fenómenos políticos que llevaron invariablemente al recrudecimiento de la burocracia.

        Ya he explicado cómo el predominio político de la burocracia siempre seguía a un estancamiento de la lucha de clases, a un cansancio de todas las clases sociales en el curso de las luchas sociales y políticas. Ahora, mutatis mutandis, observamos nuevamente después de la revolución rusa idéntica situación. Al principio de los años 1920 todas las clases de la sociedad rusa, obreros, campesinos, burguesía, terratenientes, aristocracia, estaban destruidas o política, moral e intelectualmente exhaustas. Después de todas las pruebas de una década repleta con una guerra mundial, una revolución, guerras civiles y la devastación industrial, ninguna clase social es capaz de afirmarse. Lo que quedaba era sólo la máquina del partido bolchevique, que estableció su supremacía burocrática sobre la sociedad en su conjunto. A pesar de ello, cela change et ce n´est plus la même chose: en su conjunto, la sociedad ha sufrido un cambio fundamental. El viejo abismo entre los propietarios y las masas sin propiedad da lugar a otra división de naturaleza distinta, pero no menos perniciosa y corrosiva: la división entre gobernantes y gobernados. Más todavía, después de la revolución adquiere una fuerza aún mayor que la que tenía cuando se hallaba soterrada bajo las distinciones de clase y la discordia de clase. Lo que nuevamente emerge a la superficie es la perenne, la más antigua división entre organizadores y organizados. El preludio a una sociedad aparece como epílogo. Lejos de “extinguirse”, el Estado post-revolucionario concentra en sus manos un poder mayor del que nunca había tenido antes. Por primera vez en la historia, la burocracia aparece omnipotente y omnipresente. Si bajo el sistema capitalista vimos que el poder de la burocracia halla siempre un contrapeso en el poder de las clases propietarias, aquí no vemos tales restricciones ni tales limitaciones. La burocracia es la directora de la totalidad de los recursos de la nación; aparece más independiente que nunca, separada, colocada realmente muy por encima de la sociedad. Ciertamente, lejos de extinguirse, el Estado alcanza su apoteosis, que adopta la forma de una casi permanente orgía de violencia burocrática sobre todas las clases de la sociedad.

        Retrocedamos por un momento al análisis marxista de la revolución en abstracto y veamos dónde y de qué forma el cuadro de la Rusia post-revolucionaria contradice este análisis De haber existido una revolución europea en la que las mayorías proletarias hubieran ganado veloz y decisivamente, y ahorrado a sus naciones todos los trastornos sociales y políticos y las matanzas de las guerras y las luchas civiles, entonces muy probablemente no habríamos visto esa aterradora apoteosis del Estado ruso. En resumen: parece que los pensadores y teóricos del siglo diecinueve tendían a acortar determinados estadios de la futura evolución del capitalismo al socialismo. Lo que el marxismo clásico “enchufó uno en otro” fue la revolución-y-socialismo, como si dijéramos, mientras que entre la revolución y el socialismo era necesario situar un terriblemente largo y complicado período de transición. Incluso bajo las mejores circunstancias, ese período habría estado caracterizado por una inevitable tensión entre el burócrata y el trabajador. Sin embargo, una cierta prognosis de esa tensión podemos hallarla en el marxismo. En su famosa Crítica del programa de Gotha, Marx y Engels se refieren a dos fases del comunismo, la inferior y la superior (7). En la inferior todavía prevalece el “estrecho horizonte de los derechos burgueses” con su desigualdad y sus amplias diferencias de ingresos personales. Obviamente, si según Marx la sociedad bajo el socialismo necesita todavía asegurar el completo desarrollo de sus fuerzas productivas hasta que se cree una verdadera economía de riqueza y abundancia, entonces tiene que recompensar la destreza y ofrecer incentivos. El burócrata es hasta cierto punto el obrero especializado y no existe duda alguna de que se situará en el lado privilegiado de la escala.

        La división entre organizadores y organizados adquiere más o menos importancia precisamente porque, al haber pasado los medios de producción de la propiedad privada a la pública, la responsabilidad de la administración de la economía nacional descansa ahora sobre los organizadores. La nueva sociedad no se ha desarrollado a partir de bases propias, sino que surge del capitalismo y todavía ostenta todas las características de dicha procedencia. No está todavía madura económica, moral ni intelectualmente para retribuir a cada cual según sus necesidades, y mientras cada cual tenga que ser pagado según su trabajo, la burocracia seguirá siendo el grupo privilegiado. Cualquiera que sea la terminología pseudomarxista de loa actuales dirigentes rusos, la sociedad rusa dista todavía mucho hoy de ser socialista y realmente sólo ha dado el primer paso por la vía de la transición del capitalismo al socialismo.

         La tensión entre el burócrata y el trabajador está enraizada en las diferencias entre el trabajo mental y el manual. Sencillamente, no es cierto que el Estado ruso de hoy pueda ser dirigido por cualquier cocinero (aunque todo tipo de cocineros intente hacerlo). En la práctica se reveló imposible implantar y mantener el principio proclamado por la Comuna de Paris que sirvió a Marx como garantía contra el crecimiento de la burocracia, el principio ensalzado por Lenin en la víspera de octubre, según el cual el funcionario no debería ganar más del salario de un trabajador cualquiera. Este principio implicaba una sociedad verdaderamente igualitaria; y aquí viene parte de una importante contradicción en el pensamiento de Marx y sus discípulos. Evidentemente, el argumento de que ningún empleado del Estado, sea cual fuere la categoría de su función, no debe ganar más que un trabajador corriente, no puede avenirse con el otro argumento de que en una fase más temprana del socialismo, que todavía lleva el sello de los “derechos burgueses”, sería utópico esperar la “igualdad de distribución”. En el Estado ruso post-revolucionario, su pobreza y el insuficiente desarrollo de las fuerzas productivas, la lucha por las recompensas hubo de ser cruel y feroz y, dado que la abolición del capitalismo estaba inspirada por un ansia de igualitarismo, la desigualdad resultó incluso más exasperante y curiosa. Se trataba también de desigualdad en un nivel de existencia abismalmente bajo, o mejor dicho, de desigualdad por debajo del nivel de mera subsistencia.

         Parte de la teoría marxista de la extinción del Estado se basaba en un cierto equilibrio entre su organización centralista y el universal elemento de descentralización. El Estado socialista tenía que ser un Estado de comunas elegidas, consejos municipales locales, gobiernos locales y gobiernos autónomos, aunque todos habían de formar un organismo unificado necesario para un modo racional nacionalizado de producción. Esta concepción presuponía también una sociedad altamente desarrollada, lo que a comienzos de la centuria no era el caso de Rusia.

         Durante el desarrollo de la sociedad postcapitalista, la tensión entre el trabajador y el burócrata puede mostrar algunos elementos sustancialmente creadores. El trabajador y el burócrata son igualmente necesarios para la transición al socialismo. Mientras las masas trabajadoras se hallan todavía en ese estado de pauperismo intelectual que han conllevado siglos de opresión e incultura, la dirección del proceso de producción debe corresponder al servidor del Estado. Por otra parte, en una sociedad verdaderamente postcapitalista la clase social fundamental la forman los trabajadores, y el socialismo es un asunto de trabajadores y no de burócratas. El equilibrio dinámico entre el funcionario y el trabajador encuentra su paralelo en la autoridad del Estado y en el control del Estado por parte de las masas. Esto asegurará asimismo el necesario equilibrio entre el principio de centralización y el de descentralización. Lo que hemos observado en Rusia ha sido un total desequilibrio. Como resultado de las circunstancias históricas objetivas y de los intereses subjetivos, la balanza se inclinó pesada, decisiva, absolutamente del lado de la burocracia. Lo que hemos visto en Hungría y Polonia en 1956 fue una reacción contra este estado –estalinista– de cosas, con una oscilación extrema del péndulo en la otra dirección y el apasionado, violento e irracional levantamiento de los obreros contra el despotismo burocrático, un levantamiento sin duda justificado por todas sus experiencias e injusticias, pero un levantamiento cuyas consecuencias llevaban de nuevo a un grave y peligroso desequilibrio.

         ¿Cómo veo, pues, las perspectivas y cómo veo la posterior evolución de esa tensión entre el obrero y el burócrata?

         He indicado antes todos los defectos de perspectiva histórica de la concepción marxista clásica de la burocracia. Sin embargo, considero que básica y fundamentalmente esta concepción ayuda a habérselas con el problema de la burocracia mucho mejor que cualquier otra a la que me haya referido.

         La pregunta que he de responder aquí es esta: ¿se ha constituido la burocracia, cuya apoteosis tras la revolución he descrito, en una nueva clase? ¿Puede perpetuarse como una minoría privilegiada? ¡Perpetúa la desigualdad social? Antes de seguir adelante me gustaría atraer su atención sobre un hecho muy obvio e importante, pero frecuentemente olvidado: toda la desigualdad que existe en la Rusia de hoy entre el trabajador y el burócrata es una desigualdad de consumo. Ésta es indudablemente muy importante, irritante y dolorosa; sin embargo, con todos los privilegios que el burócrata defiende brutal y obstinadamente, carece del fundamental privilegio de poseer los medios de producción. Los círculos oficiales todavía dominan la sociedad y la gobiernan despóticamente; sin embargo, carecen de la cohesión y la unidad que los convertirían en una clase independiente en el sentido marxista del término. Los burócratas gozan de poder y de cierta medida de prosperidad; sin embargo, no pueden legar su prosperidad y riqueza a sus hijos. No pueden acumular capital, ni inventarlo en beneficio de sus descendientes: no pueden perpetuarse a sí mismos ni a sus deudos y amigos.

         Es cierto que la burocracia soviética domina la sociedad económica, política y culturalmente, más claramente y en mayor medida que ninguna clase poseedora moderna. Sin embargo, también es más vulnerable. No sólo no puede perpetuarse a sí misma, sino que ha sido incapaz incluso de asegurarse la continuidad de su propia posición, la continuidad de mando. Bajo Stalin, un destacado grupo de burócratas tras otro fue decapitado, un grupo destacado de dirigentes de la industria tras otro fue purgado. Vino luego Kruschev, quien dispersó el más poderoso centro de esa burocracia: todos los ministerios económicos de la capital fueron esparcidos y diseminados por toda Rusia. Hasta el día de hoy la burocracia soviética no ha logrado adquirir esa identidad psicológica, económica y social que nos permitiría definirla como una nueva clase. Ha sido igual que una enorme ameba cubriendo la sociedad post-revolucionaria. Es una ameba que carece de vertebración social, porque no tiene una configuración definida, ni fuerza histórica que entre en escena al modo en que, digamos, apareció la antigua burguesía tras la Revolución francesa.

        La burocracia soviética está asimismo desgarrada por una honda e íntima contradicción: domina como resultado de la abolición de la propiedad en la industria y las finanzas, como resultado de la victoria de los obreros sobre el ancien régime y tiene que rendir homenaje a esa victoria; tiene que renovar su reconocimiento de que dirige la industria y las finanzas en representación de la nación, como representante de los trabajadores. Los directores soviéticos, aun privilegiados como son, tienen que mantenerse en guardia: conforme un número mayor de obreros recibe mayor educación, puede fácilmente llegar el momento en que los conocimientos, la honradez y competencia de los directores quede sometida a un estricto control. Medran gracias a la apatía de los trabajadores, que hasta el momento les han permitido dirigir el Estado en su representación. Pero esta es una posición precaria, una base incomparablemente menos estable que la santificada por la tradición, la propiedad y la ley. El conflicto entre el liberador origen del poder de la burocracia y el uso que hace de ese poder, engendra una tensión constante entre “nosotros”, los trabajadores y “ellos”, la jerarquía política y directorial.

        También existe otra razón para la falta de estabilidad y cohesión del grupo “managerial”, independiente de lo privilegiado que haya llegado a ser. Durante las últimas décadas la burocracia soviética ha estado en un proceso permanente de asombrosa expansión. Millones de personas de la clase obrera y en menor grado del campesinado entraban a formar parte de sus filas. Esta continua expansión actúa en contra de la cristalización de la burocracia, no sólo como clase, sino incluso como grupo social coherente. Sé, por supuesto, que una vez que un hombre de las clases humildes ha llegado a participar en los privilegios de la jerarquía, se convierte en burócrata. Esto puede que sea así en casos individuales y en la teoría abstracta, pero en conjunto la “traición a la propia clase” no es una cosa tan sencilla. Cuando el hijo de un minero o un trabajador se convierte en ingeniero o administrador de una fábrica, no se vuelve de la noche a la mañana completamente insensible a lo que acontece en su ambiente anterior, a la clase trabajadora. Todos los análisis muestran convincentemente que en ningún otro país como en la Unión Soviética  existe una movilidad tan rápida de las profesiones manuales a las no manuales y a lo que los americanos denominan “los estratos de la élite”. 

          También debemos advertir que los privilegios de la gran mayoría de la burocracia son realmente muy poco envidiables. El administrador ruso gozadel nivel de vida de nuestras clases medias bajas. Incluso los lujos de la reducida minoría situada en la cúspide de la pirámide no son particularmente envidiables, en especial si uno considera los riesgos –y todos sabemos ya cuán terribles fueron bajo Stalin.

         Naturalmente, incluso pequeños privilegios contribuyen a la tensión entre el trabajador y el burócrata, pero no deberíamos confundir esa tensión con un antagonismo de clase, a pesar de ciertas similitudes que sometidas a un detenido examen resultarían ser sólo muy superficiales. Lo que observamos en este caso es más bien la hostilidad entre miembros de la misma clase, entre –digamos– un minero especializado y otro sin cualificar, entre el maquinista y un ferroviario menos especializado. Esta hostilidad y esta tensión contienen en sí misma un tremendo antagonismo político, antagonismo que, no obstante, no puede resolverse con cualquier cataclismo de la sociedad. Sólo puede resolverse, en primer lugar, con el aumento de la riqueza nacional, aumento que haría posible satisfacer como mínimo las necesidades fundamentales de las más amplias masas de la población. Podría resolverse con el aumento y mejora de la educación, porque es la riqueza material e intelectual de la sociedad la que conduce a la mitigación de la antigua división –la renovada y agudizada división– entre organizadores y organizados. Cuando el organizado ya no es el callado, tosco y desvalido mujik, cuando el cocinero no es ya el antiguo pinche, entonces la sima que separa al burócrata del trabajador puede desaparecer. Lo que persistirá será la división de funciones, no de status social.

         La antigua previsión marxista de la “extinción” del Estado puede antojársenos singular. Pero no juguemos con viejas fórmulas que formaban parte de un lenguaje al que no estamos habituados. Lo que Marx quería decir realmente era que el Estado debía despojarse de sus funciones políticas opresivas. Y opino que esto sólo llegará a ser posible en una sociedad basada en los medios de producción nacionalizados, libre de depresiones y alzas repentinas, libre de especulaciones y de especuladores, libre de las incontrolables fuerzas del antojadizo mercado de la economía privada; en una sociedad en que todos los milagros de la ciencia y la tecnología se destinen a usos pacíficos y constructivos; en que la automación de la industria no quede obstaculizada por el temor a invertir en un sector y el miedo a una sobreproducción en otro; en que la jornada laboral sea más corta y el ocio más culto (¡y completamente distinto a nuestros embrutecedores y comercializados entretenimientos de masas!); y, finalmente –pero no menos decisivo– en una sociedad libre de cultos, dogmatismos y ortodoxias: en una sociedad semejante, el antagonismo entre trabajo mental y trabajo manual se extinguirá en efecto gradualmente, al igual que la división entre organizadores y organizados. Entonces, y sólo entonces, se verá que si la burocracia fue un débil preludio de la sociedad clasista, la burocracia caracterizará el cruel y feroz epílogo de la sociedad clasista: nada más que un epílogo.

NOTAS:

(1) Beatrice (1858-1943) y Sidney (1859-1947) Webb, matrimonio de sociólogos ingleses que ejercieron una gran influencia en la evolución de la sociedad inglesa. Fueron fundadores de la Sociedad de Fabianos, del Partido Laborista y de la London School of Economics.

(2) Max Weber: Essays in Sociology. Pp.214-5 Oxford University Press, Nueva York, 1958.

(3) Marx-Engels Werke, vol. 21, 1962. Der Ursprung der Familie, pp. 165-6. 

(4) F. Engels, Anti-Dühring, Londres1943, p.308. 

(5) Op. cit., p. 311.

(6) F. Engels, op. cit., p 309.

(7) C. Marx: Crítica del Programa de Gotha. Obras Escogidas.