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UNA LECCIÓN PARA “MARXISTAS” EUROPEIZADOS

Dominique Desanti Lenin y la Internacional ante los Pueblos de Oriente Publicado en la revista “IZQUIERDA NACIONAL” – julio de 1972 – N° 22 Texto traducido por Jorge Abelardo Ramos. Notas de Aurelio Argañaraz, en ese momento Secretario de Redacción de la revista. 20sdelh El libro de Dominique Desanti “L’Internationale Comuniste” (Payot, París, 1970) no ha encontrado aún al  editor interesado en su publicación en castellano. Se trata, sin embargo, de una obra de valor para el      conocimiento y comprensión de la historia de la Internacional Comunista y del Partido Bolchevique,    antes y después de la muerte de Lenin. El extracto que publicamos aquí tiene un interés especial para los marxistas de esta parte del mundo.  Hacia 1920, los recientes fracasos de la revolución en Hungría y Alemania impulsaron a Lenin y a los  bolcheviques a acentuar su interés por el Asia, volviendo sus miradas al mundo periférico, que se les  revelaba ya, aunque confusamente todavía, como el nuevo teatro hacia el que se desplazaba la lucha. El marxismo, impulsado por su experiencia reciente en Europa, tendía a abandonar el eurocentrismo que subyacía en sus pronósticos y esperanzas anteriores a la primera guerra. Y era Lenin el más firme impulsor en ese sentido, como puede verse en las crónicas del II Congreso de la Internacional, al que el autor hace referencia. No obstante, también el marxismo era víctima “del peso de las generaciones muertas” y, más concretamente, de la influencia cultural deformante del mundo europeo en su irradiación hacia los países periféricos, en particular, sus sectores cultos, la intelectualidad, a la que necesariamente se dirigía en un primer momento. De parte de algunos de estos últimos podrán verse en el Congreso de Bakú actitudes que nos recuerdan, casi como un calco, la pedantería ignorante de desarraigados de ciertos “marxistas” latinoamericanos, que coinciden con aquellos en “ser más comunistas que Lenin”, y proponer entonces, para Bolivia, por ejemplo, la lucha por una revolución socialista “pura”. No entenderán, por así decir, que es necesario “separar a Alá de los Doctores de la Ley”, para ganar el derecho a ingresar al corazón de las masas y expresar el sentido profundo de su lucha. Para los marxistas que luchamos en América Latina por encontrar una síntesis entre Marx y Bolívar, el relato y las observaciones de este revolucionario francés constituyen un testimonio de la corrección de sus posiciones. En los debates de ese olvidado y casi desconocido Congreso de los pueblos de Oriente, donde se enfrentaron los marxistas asiáticos y los marxistas occidentales, se puso de relieve hace cincuenta años algo que permanece profundamente actual: Las dificultades político-culturales de los revolucionarios de los países avanzados para comprender las particularidades de las naciones históricamente rezagadas. Y la influencia del poder imperial dominante resulta fácil de advertir –en Bakú como en Buenos Aires, Santiago de Chile o México- cuando algunos “marxistas” de regiones oprimidas conciben las mismas ideas que para sus naciones sostienen los marxistas de los países civilizados. (N. De la R.) Inmediatamente después de la partida de los delegados del II Congreso(1), los dirigentes de la Internacional, Zinoviev, Radek y Bela Kun tomaron el tren para Bakú donde tuvo lugar, en setiembre de 1920, el Primer Congreso de los Pueblos de Oriente. El Congreso de Bakú adquirió su verdadera importancia, todo su significación, recién en nuestros días, luego de la entrada del tercer mundo en la política activa. Por primera vez Oriente era llamado, y confrontado con los revolucionarios de Occidente. Se enfrentaban allí culturas diferentes, cubriendo con el velo púdico del marxismo, diferencias cuya profundidad desconocían los europeos. En el Congreso de la Internacional, la adopción de la “Tesis sobre la Cuestión Nacional y Colonial”, preparadas por el mismo Lenin, habían representado un giro decisivo del bolchevismo: sus miras apuntaban hacia Oriente. johnreed Era el salto en lo desconocido. Resulta imposible imaginarse, en nuestra era de información inmediata, de televisión, de bandas magnéticas, de aviones a reacción, el grado de ignorancia en que los más determinados revolucionarios occidentales se encontraban con respecto a Oriente. Las culturas y civilizaciones extraoccidentales eran admitidas y reconocidas, en principio, pero de hecho, eran ignoradas. “Armados”, como dirán más tarde, “de la doctrina inmortal de Marx, Engels, Lenin” (luego agregarán “y Stalin”, para después, a partir de 1956(2), retroceder un nombre) los revolucionarios superponían el esquema marxista de la revolución a todas las civilizaciones y a todas las culturas: la dictadura del proletariado le parecía tan fácil de aplicar en China como en Alemania o en Inglaterra. Si hablaban mucho de las “masas campesinas” y de “la unión orgánica entre obreros y campesinos”, de hecho, el campesinado seguía siendo para ellos terreno desconocido. Las centenas de millones de chinos, sobre todo, aparecían siempre ante los ojos de los dirigentes del Comitern como un magma terrible y confuso, una especie de reserva sobre la que instigaba el proletariado de las ciudades, dirigido por los hombres formados en Moscú. Fue necesaria la “relectura”, la interpretación adaptada del marxismo a la situación asiática realizada por Mao Tse Tung durante su retiro luego de la Gran Marcha, para que una doctrina revolucionaria tomara en cuenta la cultura, la tradición y las necesidades del Asia. En 1920, el movimiento obrero no tenía, hacia “Oriente” en su conjunto (confundiendo Asia y África, países coloniales y semicoloniales, países superpoblados y países despoblados), más que dos certidumbres. Primero, la necesidad de luchar contra la influencia pro-capitalista de las misiones cristianas y de los diversos organismos ubicados por los poderes coloniales. Luego, la necesidad, inversa pero igualmente imperiosa, de combatir el movimiento pan-islámico y pan-árabe, desviación amenazante del impulso revolucionario. Lenin había propuesto al Congreso una estrategia audaz, inédita, que probaba que había superado, en su estudio sobre la cuestión de Oriente, el plano de los principios rígidos y la había examinado en su realidad. Era el único en repudiar para Oriente el esquema rígido de un partido que organizara las masas contra todo propietario de medios de producción. Aquí, los medios de producción se encontraban en manos de extranjeros, de occidentales, y las masas darían más fácilmente su confianza a su burguesía nacional. ¿No estaba ella abrumada también por el poder colonial? ¿No era ella para estos pueblos más comprensible y más próxima que los revolucionarios que no se vinculaban a ninguna tradición? Lenin propuso, pues, una estrategia en dos tiempos, el primero de los cuales consistía en apoyar los movimientos democrático-burgueses. Incluso entre los delegados del Congreso (de la Internacional, Nota del T.) se alzaron voces de protesta contra la temeridad del ruso. Así, Sultán Zadeh, representante de Persia, rehusaba aliarse al movimiento nacionalista de su país. ¿No era él un disidente? Cubría sus divergencias, sus querellas personales, en el pliegue de los grandes principios teóricos. Del mismo modo, el representante de la India Nabendranath Roy se declaró más comunista que Lenin, sosteniendo que la “revolución en Asia privaría al capitalismo europeo de grandes recursos, lo empobrecería y facilitaría por lo tanto la toma del poder por los comunistas”. Más tarde Roy publicará sus “Memorias”, novela verdadera aunque embellecida, donde aparece Borodín llevando a Estados Unidos las joyas de la Corona(3). Pero los delegados al Congreso, llevados por la frase revolucionaria de Roy, le brindarán una ovación. Sin duda, el hindú influirá sobre Bela Kun en el Congreso de Bakú: el húngaro no sostuvo la posición de Lenin. Este, al que ninguna experiencia concreta le aseguraba tener razón aún y que en los congresos adoptaba siempre una posición dúctil, hizo una concesión. Cuando los movimientos revolucionarios nacionales de los países de oriente entraran en conflicto con la democracia burguesa, la Internacional los sostendría. Vemos aquí por qué esos primeros congresos, organizados directa o indirectamente por la Internacional Comunista, merecían el nombre de encuentros de discusión: las objeciones, la diversidad de posiciones firmemente sostenidas, se hacían escuchar y podían influir los juicios siempre amplios de Lenin. El Congreso reunió 1895 delegados de 32 naciones, desde Marruecos a Manchuria, entre los que había 44 mujeres recién salidas de la cárcel. Ente hecho inaudito contribuyó al maravilloso recuerdo que dejó en las memorias el fulgor de Bakú. MARXISMO E ISLAM: PRINCIPIO DEL MALENTENDIDO Ni Zinoviev, ni Radek, ni Bela Kun habían visto jamás semejante desfile de caftanes bordados, amplios pantalones sedosos, albornoces, blusas y velos (pues por primera vez un congreso oriental contaba con 44 mujeres con la cara descubierta). Su experiencia sobre las minorías(4) se limitaba a algunos marxistas salidos de las repúblicas islámicas del imperio ruso; no conocían verdaderamente bien más que las aldeas judías de Ucrania o de Hungría. ¿Cómo podrían medir aquello que por esos hombres y, más aún, estas mujeres, era custodiado como algo sagrado, algo que no podía ni criticarse ni combatirse? Ellos evaluaban esto menos que nunca, si cabe, puesto que nominalmente, los dos tercios de los delegados eran comunistas; para ellos un comunista representaba una ideología coherente y por lo tanto semejante a la suya: un camarada, un hermano, era un igual… De otra manera, era un desviacionista, a convencer o, si se obstinaba, a descartar. El Congreso reunió también algunos delegados de los países occidentales, elegidos entre los extranjeros de Moscú: Rosmer, sindicalista por Francia, Tom Quells por Inglaterra y, por los Estados Unidos, el autor de “Diez días que conmovieron al mundo”, el revolucionario norteamericano que visitaba Rusia, John Reed, (Observemos que en 1969 en los Estados Unidos la figura de este “héroe infortunado” ha suscitado varios libros; la joven generación rebelde busca antecesores y aquél representa la pureza del compromiso y, por parte de aquellos que viven en el país que amó, un irritado silencio que duró hasta 1956). Quizás Reed haya sido el único occidental en comprender cuanto no se adaptaban todos esos grandes discursos a la cultura, el espíritu y los fines de esos delegados. El lo comprendió desde otro punto de vista, por así decir, pues por motivos diversos el vocabulario y las mociones se adaptaban igualmente mal a la situación de su país ya industrializado, ya próspero. Sin embargo, ninguno de los delegados occidentales podía saber que un revolucionario musulmán, puede acusar al Islam de frenar el progreso, pero que lo hace desde el interior del modo de pensamiento islámico. Un cristiano, al abandonar su religión se siente exterior a ella. A causa de la historia del mundo musulmán, de la colonización, del rol de resistencia interior jugado por el pasado y el pensamiento islámico, el musulmán se rebela y cambia, adopta una ideología antitradicional y actúa, sin salir enteramente de ese mundo a la vez cerrado y flexible que representa el círculo encantado de Mahoma. Llegado desde el exterior, todo ataque contra el Islam, aunque sea correctamente fundado, suena a falso. En la tribuna, pálido, con la cabellera revuelta, Zinoviev ataca al Islam. En Moscú, parecía tener un aire oriental. Aquí, a pesar de su largo perfil, sus ojos negros, el tinte oscuro de su piel, representaba al Occidente, es decir, a la incomprensión. El habla, como siempre, en abundancia, lo que los orientales admiran, con metáforas, que ellos aprecian, citando hechos. Pero no supo separar a Alá de los Doctores de la Ley y, en lugar de demostrar que se desvirtuaba el Corán en su sentido profundo, atacó a la religión, opio del pueblo. Había perdido. El llamado de Bakú decía: “Campesinos y obreros de Oriente, si vosotros os unís al ejército rojo de campesinos y obreros rusos… entonces podréis libraros de vuestros opresores”. Radek, con los gestos y bucles en desorden, recogió la aprobación general al limitar su ataque a los gobiernos tradicionales de Oriente. Por el contrario, Bela Kun, torpe como de costumbre, atacó a las burguesías nacionales. Lenin lo criticará pero, como siempre, demasiado tarde. Ahora bien, el único y glorioso reclutado en el Congreso, enviado por Thomas, era el antiguo Ministro de Guerra de los Jóvenes Turcos. Enver Pacha. Había tomado posición -muy provisoriamente- por los bolcheviques ¿Pero qué podía pensar de Bela Kun?. Los otros delegados en su mayoría salidos de la sociedad feudal o de la burguesía de su país (¿cómo un hombre del pueblo podía, en esos países, llegar a intelectual?) ¿aceptarían los llamados a una clase obrera inexistente? ¿Ellos estimarían un llamado a los campesinos que negaba la existencia del Alá? ¿Sería esta incomprensión de los dirigentes de la Internacional Comunista la que movería, dos años más tarde a Enver Pacha a batirse contra los rusos, con las tribus turcas del Asia Central? Un delegado de Turkestan, al segundo día, resumió la situación: si los bolcheviques llevaban a la práctica sus principios sobre la especificidad de los pueblos de Oriente, otorgándoles autonomía administrativa, de cultura y de lengua, los musulmanes se pondrían de su parte. En caso contrario… Lenin extrajo del Congreso de Bakú aplicaciones prácticas: formó equipos de enseñanza en lenguas nacionales de las “Repúblicas soviéticas de Oriente”, les hizo dar una escritura, una gramática, diccionarios en los países de tradición oral, y publicar libros en esas lenguas. Enseguida florecieron poetas, cuentistas, escritores, intelectuales. Fue preciso el endurecimiento de Stalin – este oriental tan pertinente en “La Cuestión colonial”(5) – para frenar el impulso, deportar, silenciar, controlar y, en resumen, sofocar este florecimiento. Pero mucho antes que él, ningún revolucionario bolchevique podía admitir que el Islam pudiera representar para los musulmanes algo más que una religión (…). El Congreso concluyó con la formación de un Consejo para la Acción y la Propaganda. Muy rápidamente, aquí también, las necesidades del gobierno soviético entraron en contradicción con los fines de la Internacional. En 1921, el tratado comercial anglo-soviético obligó a poner bajo sordina los ataques contra el colonialismo británico. Los tratados de neutralidad y de amistad con Turquía, Persia, Afganistán, impidieron a los rusos protestar demasiado y al Comitern actuar eficazmente, cuando Kemal Pacha o el Sha Reza aprisionaron a sus comunistas nacionales, que “alteraban el orden”. Para los bolcheviques, Oriente representaba un polvorín que, de todas maneras, explotaría algún día por sus condiciones objetivas: su problema se reducía a la constitución de núcleos o de partidos capaces de controlar la explosión y de recoger los frutos(6). Su interés vital, su verdadera esperanza, continuaba siendo Occidente, y más particularmente, Alemania. Un esquema muy simple dominaba entonces todos los análisis: es preciso referirnos a él constantemente para comprender. La revolución rusa no puede sobrevivir sin una revolución mundial…(7) Esta no podía comenzar sino en Europa: ¿la civilización occidental, no dominaba el mundo? Ningún bolchevique había pensado jamás seriamente que el comunismo tuviera posibilidades en Estados Unidos. El punto crucial permanecía allí donde Marx lo había señalado: Alemania. Por otra parte, ¿Alemania no salía de la guerra humillada, desmantelada, empobrecida, desorientada? ¿Dónde encontrar una situación más revolucionaria? Para la revolución, Alemania dominaba… “Deutschland über Alles”. (1) El autor se refiere al II Congreso de la Internacional Comunista, realizada en 1920, en el que participan Lenin y Trotsky. (2) Alusión al “deshielo” inaugurado por Krushev con su discurso ante el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, que se reunió en el año de referencia. Durante un período, la política de la burocracia consistió en descargar sobre Stalin toda la responsabilidad, en relación aquellos crímenes que, habiéndola contado como partícipe activo, eran expresión del carácter global del régimen burocrático. Producto de la nueva situación histórica posterior a la segunda guerra (particularmente, el proceso de revoluciones desatado en el mundo periférico y la maduración interna de la sociedad rusa) la desestalinización se revelará, más que como un curso en desarrollo evolutivo, como una manifestación de la crisis del régimen burocrático. No obstante, significó una distensión del ambiente asfixiante que caracterizó la época de Stalin. El autor señala en otra parte un ejemplo significativo, al referirse al tratamiento que tuvo, por parte de la URSS, la clásica obra de John Reed. (3) Michel Borodin: obrero socialdemócrata, miembro del Bund, emigrado a los Estados Unidos en 1908. Regresa a Rusia en 1918 y se adhiere al partido bolchevique. Incorporado a las oficinas de la Internacional Comunista, es enviado a China, donde trabaja como consejero político del Kuomintag (partido nacional-burgués de Chiang-kai-shek) desde 1924 a 1927. Fue el tipo característico del funcionario trasmisor de órdenes de la era Stalin. (4) El término designa a las minorías nacionales del propio Imperio Zarista. (5) Referencia a la principal obra de Stalin “El marxismo y la cuestión nacional y colonial”, redactada bajo la inspiración directa de Lenin, durante el exilio de éste en Cracovia en 1913. Este libro todavía puede leerse con provecho, tanto por “trotskystas” como por stalinistas, puesto que en su gran mayoría unos y otros no lo han leído y si lo leyeron no lo comprendieron. Hay una edición de la Izquierda Nacional, con prólogo de Trotsky, Buenos Aires 1964. (6) ¡Ojalá hubiese sido así! No otra cosa hubiera necesitado, quizá, la revolución china de 1927 que poder recorrer el curso que tendían espontáneamente a ofrecerle los más lúcidos dirigentes del Partido Comunista local. La intervención tenaz de la dirección de la Internacional, en manos de Zinoviev, por encargo de Stalin, erigido ya en el árbitro principal, generó las condiciones políticas y morales de la derrota, enviando al proletariado a su sumisión a Chiang-kai-shek. Pero tampoco es verídica la afirmación, por razones inversas, para la época de Lenin, que el autor trata en esta parte de la obra. El jefe de la revolución rusa, como él mismo demuestra, garantizaba con su presencia, por encima de los errores o extravíos de la mayoría de quienes lo secundaban, una atención creciente por el potencial revolucionario contenido en el Asia, cuya importancia capital intuía profundamente. (7) El pronóstico de los bolcheviques demostró, en este sentido, un valor de verdad general. La revolución rusa fue estrangulada por la capacidad de sobrevivencia del capitalismo, en los centros fundamentales de su poder mundial. Si se prolongó en el tiempo, ello fue a costa de tornar irreconocible su fisonomía, de degenerar bajo el despotismo de una burocracia contrarrevolucionaria. No se extinguió, ni retrogradó hacia el pasado, en la medida en que la propiedad social permaneció como una conquista irrenunciable aun para la propia burocracia que usufructuó lo mejor de ella. Pero mató sus mejores hijos y, con ellos, las tradiciones y la fe revolucionaria, la democracia obrera, la capacidad creadora del marxismo y la solidaridad internacional del proletariado, que había sido la fuente más fecunda de su confianza en el porvenir.