LA REFORMA UNIVERSITARIA
Enrique Rivera
Primera publicación: En 1950, por Centro de Estudios Argentinos «Manuel Ugarte».
Digitalización: Por Pablo Rivera, 2002.
Edición electrónica: Marxists Internet Archive, noviembre de 2002, por cortesía de Pablo Rivera. Revisado y corregido en 2006 por Pablo Rivera.
LA REVOLUCIÓN LATINOAMERICANA POR LA AUTONOMÍA ESPIRITUAL
Recordemos que el célebre manifiesto de la Reforma, dado en Córdoba el 21 de junio de 1918, trascendió el ámbito universitario. Estaba dirigido «a los hombres libres de Sudamérica » y decía: «Creemos no equivocarnos, las resonancias del corazón nos lo advierten: estamos pisando sobre una revolución, estamos viviendo una hora americana». Dos días después, la «Orden del Día de la Federación Universitaria de Córdoba explicaba: «Las nuevas generaciones de Córdoba, reunidas en plebiscito por invitación de la Federación Universitaria, considerando que el nuevo ciclo de civilización que se inicia, cuya sede radicará en América porque así lo determinan factores históricos innegables, exige un cambio total de los valores humanos y una distinta orientación de las fuerzas espirituales … se hace necesario e impostergable dar a la cultura pública una alta finalidad renovando radicalmente los métodos y sistemas de enseñanza implantados en la República, por cuanto ellos no se avienen ni con las tendencias de la época ni con las nuevas modalidades del progreso social «.
En 1920, Víctor Raúl Haya de la Torre, Gabriel del Mazo y Alfredo Demaría, presidentes, respectivamente, de las Federaciones estudiantiles del Perú, Argentina y Chile, suscribieron acuerdos por los cuales esas organizaciones se comprometían a efectuar propaganda activa por todos los medios para hacer efectivo el ideal del americanismo, procurando el acercamiento de todos los pueblos del continente y el estudio de sus problemas primordiales. El mismo, año, al levantarse entre Chile y Perú el espectro de una guerra por la cuestión de Tacna y Arica, la Federación Universitaria Argentina propuso a sus hermanas de ambos países que constituyeran una comisión de estudiantes conjunta, para investigar las verdaderas razones del amenazante diferendo y proponer a sus gobiernos una solución. En 1921, se reunió en México un Congreso Internacional de Estudiantes, que en la realidad tuvo carácter latinoamericano. Aparte de proclamar que la juventud universitaria lucharía por «el advenimiento de una nueva humanidad fundada sobre los principios modernos de justicia en el orden económico y político» se condenaron «las tendencias de imperialismo y de hegemonía y todos los hechos de conquista territorial». Más aún: el Congreso se pronunció sobre aspectos muy concretos de la unidad latinoamericana; así, invitó a los centros estudiantiles de Nicaragua y Costa Rica a que «orienten sus trabajos a fin de que sus respectivos países se incorporen a la República Federal que acaba de constituirse con las otras tres nacionalidades latinoamericanas, realizando así el ideal de aquellos pueblos».[1]
Es Gabriel del Mazo, uno de los protagonistas de la Reforma, presidente de la Federación Universitaria Argentina en esa hora primigenia y posteriormente su gran estudioso e historiador, quien resumía en 1927: «… todos los documentos iniciales del movimiento expresan sin dejar lugar a dudas el sentido americano con que se le alentaba. En Córdoba en 1918, como en las etapas argentinas sucesivas, no se perdió de vista en ningún momento esta razón suprema de la cruzada. Hoy el movimiento de la nueva generación por la unidad de América se extiende por todo el Continente, trascendiendo las Antillas, Centroamérica y México. Frente a los enemigos de la unidad en el orden internacional y nacional se han precisado ya los lemas de lucha: “Por la unidad de los pueblos de América, contra el imperialismo yanqui, para la realización de la justicia social”.
Ciertamente, según vemos, la Reforma no fue meramente la insurgencia del demos en el régimen de las altas casas de estudio, por muy importante que ésta fuese. Fue, como lo ha consignado Haya de la Torre, «la revolución latinoamericana por la autonomía espiritual».
FALTA DE BASE ECONÓMICA PARA EL MOVIMIENTO NACIONAL
Cabe ahora preguntarnos: por qué esta revolución irrumpió en la esfera universitaria, espiritual? Por qué no lo hizo como movimiento político? Para contestar, es menester que examinemos la situación de América Latina a principios de este siglo.
El imperialismo hallábase entonces en el cenit de su carrera histórica. América Latina, en cambio, tabicada en veinte compartimentos estatales tan rigurosamente colonizados como incomunicados entre sí, parecía distar más que nunca de aquel gran objetivo de su unidad nacional que Bolívar y Monteagudo intentaron, infructuosamente, plasmar en la Confederación Sudamericana. Esta fragmentación nacional que por la inmadurez de las condiciones materiales no pudo contrarrestarse [2], fue de la mano con la sujeción semicolonial a las grandes potencias capitalistas europeas, Inglaterra especialmente, y a Estados Unidos con posterioridad. Permanecieron así incumplidos los restantes fines de la revolución democrática, tales como liquidar la opresión feudal del indio, incorporándolo a la civilización, y crear y proteger un gran mercado interno, para construir sobre esas bases la gran nación capitalista independiente.
El movimiento económico moderno se desarrolló por lo general tan sólo en algunas fajas costeras o zonas mineras o llanuras litorales donde se producían uno o dos frutos, o una o dos materias primas, o uno o dos cereales, con cuya exportación se pagaba la importación de toda la extensa gama de mercancías en que expresa la civilización. Se estructuraron así países de economía restringida, unilateral, que funcionaron y vivieron como apéndices subordinados del sistema capitalista mundial, y cuya personalidad era la del producto que exportaban: países del trigo, de la carne, del estaño, del guano, del café, de las bananas, del azúcar. Aun sobre esas riquezas naturales se asentó la garra de los monopolios extranjeros combinados con las camarillas de agentes locales. Si (como en Argentina y Brasil, por ejemplo, en el caso del trigo, la carne y el café) estaban en manos de productores nacionales, aquéllos podían expoliarlas por su dominio de las etapas de comercialización, transporte e industrialización. Todo el resto de la nación balcanizada se mantuvo en condiciones primitivas (o fue empujado artificialmente a ellas), con su población autóctona bajo la coyunda de amos feudales, fuera de la dinámica civilizadora moderna. Manufacturas locales apenas se daban como adyacencias insignificantes de la importación.
No había, pues, en América Latina las bases económicas que hicieran posible la creación o recreación en forma burguesa de la nación, del Estado nacional, de acuerdo con el proceso clásico observado en Europa y Estados Unidos: el mercado interno no existía, y era ahogado de antemano por el imperialismo divisor y absorbente y el feudalismo agrario sobrevivido [3]. Es fácil comprender que en un marco tal, los núcleos de clases medias ocuparon un lugar completamente mezquino, sin poder transformarse en burguesía industrial. Sus aspiraciones, de formularse, aparecerían signadas por un desesperado utopismo. Tal fue la tragedia que vivió su prefiguración intelectual, la generación de 1900, predecesora de los estudiantes de 1918, a la que nos referimos seguidamente, porque en esta materia, como en otras, es urgente reconstruir el eslabonamiento histórico, desconocido o desestimado por los ideólogos locales del imperialismo colonizador.
LA GENERACIÓN DEL 900
Hijos talentosos o geniales de familias del interior postergadas, venidas a menos, o de la clase media urbana, se reconocieron y agruparon primeramente en las capitales de nuestros países donde el capitalismo extranjero y sus acólitos nativos detentaban las palancas de todas las posibilidades culturales, artísticas y políticas. Pero, a diferencia de aquellos héroes provincianos de Balzac que lograban integrarse en París con una burguesía que triunfaba, aquí, ¿qué les reservaba el destino? En el campo de la economía, la combinación entre el imperialismo y las oligarquías nativas ya estaba cumplida y cerradas todas las nuevas operaciones. En la ciencia y la política, las necesidades locales eran tan escasas como merecían serlo, puesto que todo venía hecho desde el extranjero, la una como la otra. En la literatura, lo nacional (único fundamento posible para un arte verdadero, el cual es inconcebible sin millares de profundas raíces en el inconsciente popular) era no solo menospreciado, sino ignorado. El Martín Fierro fue olímpicamente desconocido por las esferas cultas y literarias de nuestro país desde su publicación hasta que Leopoldo Lugones y Ricardo Rojas -miembros de la generación del 900– lo «descubren» en 1912. ¡Inigualable cartabón para juzgar el medio! En el campo de la cultura y la educación universitarias, que podrían ofrecer albergues provisorios para el espíritu renovador, imperaba aquélla vieja escolástica descalabradora de inteligencias, apareada con la concepción que ungía heraldos de la civilización a Inglaterra, Francia, etc., y englobaba lo americano e hispano como atraso y barbarie.[4] El pueblo? En algunos centros capitalinos, por entonces, representábalo una abrumadora mayoría de masas inmigrantes (mal público para escritores nativos) casi iletradas, que apenas empezaban a asimilarse y conocer el idioma.
Nuestro Fray Mocho ha pintado ese ambiente con geniales brochazos. Y en otras partes, donde no había inmigrantes, el analfabetismo del habitante autóctono oprimido era la regla.
La generación del 1900 no podía contar así con ningún punto de apoyo. Prodújose de este modo un curioso fenómeno: desde casi todos nuestros países emigraron a Europa intelectuales jóvenes, que se convertirán en los más destacados exponentes de las letras o de la cultura latinoamericanas. El reproche de exotismo que por esta razón se les hizo, aparte de inexacto, contiene una dosis de ponzoña; ellos no fugaban de América hacia Europa, sino, como lo expresara Rubén Darío, se llevaban consigo América al viejo continente para que viviera un poco de la civilización que aquí se les negaba.
Era la Europa de preguerra. Aunque diversos síntomas denotaban la decadencia de la burguesía, quedaban algunos rescoldos de su siglo XIX revolucionario. Allá se encontraron los «escritores iberoamericanos del 900», como los denomina Manuel Ugarte, y adquirieron la conciencia de que su problema era el mismo, de que a pesar de los diversos puntos de partida, constituían una unidad. Ha escrito Ugarte, miembro conspicuo de esta generación y su historiador: «Al instalarnos en Madrid (punto de partida) y París (ambiente espiritual), descubrimos dos verdades. Primera, que nuestra producción se enlazaba dentro de una sola literatura. Segunda, que individualmente, pertenecíamos a una nacionalidad única considerando a Iberoamérica, desde Europa, en forma panorámica. Amado Nervo era mexicano, Rubén Darío nicaragüense, Chocano había nacido en el Perú. Vargas Vila en Colombia, Gómez Carrillo en Guatemala, nosotros (Ingenieros, Lugones, el propio Ugarte) en la Argentina, pero una filiación, un parecido, un propósito nos identificaba. Más que el idioma, influía la situación. Y más que la situación, la voluntad de dar forma en el reino del espíritu a lo que corrientemente designábamos con el nombre de la Patria Grande». Y agregaba: «Despertar la conciencia del continente ibérico, cuya unidad superior perdieron de vista los malos pastores, equivalía a seguir en todos los planos la consigna de los fundadores de la nacionalidad. De nuestro esfuerzo, quedará, ante todo, el empuje hacia una amplia concepción iberoamericana,… hacia una reestructuración de la ideología continental, con vistas a actualizar la esperanza del movimiento de 1810».[5] Prestemos atención a estas palabras, que en ellas está expreso el ideal de estructurar la nación latinoamericana, que agitará luego la Reforma Universitaria. Ésta llevará precisamente a la cima de sus levantadas olas a la expatriada o aislada generación del 900.
Pero Manuel Ugarte expone incluso en esas líneas la situación a que arribaron los más afortunados, los que pudieron trasladarse a Europa y vivir en cierto modo al costado del desarrollo de la burguesía del viejo mundo. Mas, al lado de esos nombres, cuántos otros se frustraron o no pudieron superar el anonimato histórico ante la indiferencia inconcebible del medio! Basta leer «El mal metafísico», esa notable novela de Manuel Gálvez que hunde el escalpelo en una de las mayores llagas de nuestra historia, para comprender cabalmente el drama de esta generación y sentirse poseído de su angustia, a la que no puede ser extraño de ninguna manera el intelectual de nuestros días, pues el problema pervive. [6]
SIGNIFICACIÓN LATINOAMERICANA DE LA GENERACIÓN DEL 900
La mayor parte de los escritores iberoamericanos del 900 pusieron su temática sobre lo latinoamericano y sus problemas; con ellos y a través de diversos canales, la concepción de la unidad nacional de América Latina, apagada desde el postrer Congreso de Lima en 1864 [7] revitaliza la tradición heredada de la Revolución de 1810 y va penetrando en la ideología de la generación de 1918, la que ha de ejecutar la Reforma, Manuel Ugarte realizó en 1912 una gira por América Latina, proclamándola, y a sus conferencias asistieron multitud de estudiantes y obreros de nuestros países. La guerra de 1914-18 vino a cortar este proceso preanunciador de la Reforma, para acelerarlo a su término.
No es posible una ubicación histórica adecuada de la Reforma sin esta mención, por ligera que la hagamos, de la corriente intelectual del 900 que abonó ideológicamente el terreno. Casi todos los intelectuales y profesores universitarios que, de un modo u otro, apoyaron a los estudiantes del 18, pertenecen a esa corriente y son los maestros o mentores ideológicos de éstos y los ligan a la gran, tradición de la lucha nacional de nuestros países. Agregaremos que tampoco la generación del 900 se halló al principio sin alientos. Cuando se estudie concienzudamente el papel de Buenos Aires a comienzos de siglo como capital del pensamiento latinoamericano, se verá que ello fue posibilitado por su federalización en 1880, la que permitió el acceso a la civilización moderna, de la soterrada generación de provincianos que aportaron a la metrópoli porteña, durante cierto tiempo y en ciertas esferas del pensamiento y de las letras, el sentido nacional que le faltaba. En esta generación del 80, ligada a su vez a la del 37, cuyo inspirador fuera Echeverría, se cobijó al dar sus primeros pasos la del 900. Pero si la primera logró aún integrarse dentro del cuadro general del ascenso del capitalismo, la última ya no pudo pensar en ello, sino que debió acudir a la renovación del sentido americano de la revolución del XIX, hablar de la «patria grande» con Bolívar y San Martín, que en las chicas no había lugar.
La voluntad de la generación del 900 por conformar «en el reino del espíritu» la patria grande, según las precisas palabras de Ugarte, configuraba el reverso de la impotencia política de la clase media latinoamericana para realizar la revolución democrática y de unificación nacional del continente, carente como se hallaba de bases materiales. Llegados a este punto, será útil recurrir a una ilustrativa analogía histórica que nos ofrece la Alemania de comienzos del siglo XIX, la cual, como América Latina en la aurora del siguiente, hallábase balcanizada en 86 estados, donde gobernaban a su antojo monarcas, principillos y demás personajes de la galería feudal.
MISERIA ECONÓMICA Y POLÍTICA, GRANDEZA FILOSÓFICA Y LITERARIA
La revolución de 1789 en Francia y los movimientos liberales nacionales en otros países de Europa, que la expansión napoleónica alentó, requerían que la antigua Germania se pusiera a la par, saliendo del sistema de las descompuestas charcas feudales. Pero las condiciones estaban en oposición completa a ese reclamo urgente de los nuevos tiempos.
En 1845, escribía Federico Engels a este propósito: «Alemania, a fines del siglo XVIII, no era sino una masa en repugnante descomposición. Nadie se sentía satisfecho. El comercio, los cambios, la industria y la agricultura del país casi estaban reducidos a cero; el campesinado, los comerciantes y los industriales soportaban el doble yugo de un gobierno sanguinario y del mal estado del comercio; la nobleza y los príncipes veían que sus rentas, a pesar de que extorsionaban a quienes les estaban sometidos, no alcanzaban el nivel de sus gastos crecientes; todo iba mal y un descontento general reinaba en el país». Y proseguía: «No había ni instrucción, ni medios de obrar sobre el espíritu de las masas, ni libertad de prensa, ni espíritu público, no había ni siquiera relaciones comerciales con los demás países – nada más que la ignominia y el egoísmo -, …un espíritu de pequeño tendero rastrero, miserable, había penetrado a todo el pueblo. Todo estaba podrido, vacilante, pronto a estallar y no había ni la menor esperanza de un cambio favorable, ni fuerza suficiente en la nación para barrer los cadáveres envenenados de las instituciones muertas».
Observaba Engels seguidamente, sin embargo, que fue ésta la época de mayor brillo, de la literatura y el pensamiento germanos; más todavía, aquélla en que aparecen ante el mundo. »Alrededor de 1750 -nos dice- nacieron todos los grandes espíritus de Alemania, los poetas Goethe y Schiller, los filósofos Kant y Fichte y, unos veinte años más tarde, el último gran metafísico alemán, Hegel. Cada obra notable de esta época está penetrada por un espíritu de desafío y de revuelta contra la sociedad alemana tal como era entonces. Goethe escribe Goetz von Berlichingen, homenaje dramático a la memoria de un revolucionario. Schiller, en Los bandoleros, celebra a un generoso joven que declara guerra abierta a toda la sociedad. Pero éstas fueron sus obras de juventud; con la edad perdieron toda esperanza…». El potencial de la revolución nacional-democrática se concentraba en la esfera literaria y filosófica como sucedería con nosotros en 1900.
Pero hagamos otra cita significativa. Escribía el joven Marx en 1844, en la Gaceta del Rin, órgano de la burguesía germana: “Si un alemán da una mirada hacia atrás en su historia, encontrará una de las causas principales de su evolución política, así como del estado miserable de la literatura antes de Lessing, en los ‘escritores competentes’. Los eruditos profesionales, patentados, privilegiados, los doctores y otros pontífices, los escritores de universidad sin carácter de los siglos XVII y XVIII, con sus pelucas raídas, su pedantería distinguida y sus disertaciones microscópicas, se interpusieron entre el pueblo y el espíritu, entre la vida y la ciencia, entre la libertad y el hombre…” Nos parece aquí, por la referencia a la situación universitaria, que Marx estuviese describiendo a toda esa casta oligárquica de académicos momificados que regía las Universidades de nuestra América en 1918, a esos »profesores de derecho divino» a que aludían los estudiantes de la Reforma, reivindicando precisamente en similares términos, que »se ligase la cultura con el pueblo y la ciencia con la vida» (Manifiesto del 21 de junio de 1918). Fue, asimismo, en el terreno universitario donde se desarrollaría el primer movimiento por la revolución democrática y nacional de Alemania, el que culminaría en 1848. Movimiento tan »espiritual» al principio que partía de la nebulosa dialéctica de un Hegel.
LA REFORMA EN EL RÍO DE LA PLATA
Pero la analogía histórica que hemos presentado, no obstante esclarecernos por sus singulares coincidencias la situación de América Latina al principiar este siglo, concluye aquí. Pues la revolución nacional germana se verificó cuando el capitalismo se encontraba en ascenso en todo el mundo. Con lo impotente y cobarde que era la burguesía germana, el hecho es que, de un modo u otro le fue posible, a pesar de sus derrotas en el campo político, desarrollar cada vez más las bases económicas para la unidad nacional (unión aduanera, red ferroviaria nacional, etc.), la cual realizaría posteriormente el bonapartismo bismarckiano. En nuestro continente, a tales bases el imperialismo les impedía nacer. Por esta razón, el movimiento no podía nunca por sus propias fuerzas sobrepasar los niveles de una aspiración utópica de intelectuales reducidos a vegetar en un ambiente miserable y sin horizontes.
Y las tendencias hacia la creación en forma burguesa de la nación latinoamericana, que nacían en el seno de sectores de la clase media, no reflejaban un ascenso capitalista, estrangulado de antemano dentro de las fronteras divisorias, sino convulsiones del mismo sistema en escala mundial, que hacían zozobrar las economías unilaterales y sujetas de nuestros países, recordando así que no se había cumplido la revolución nacional.
Por eso, sólo en momentos en que el mundo entero se hallaba conmovido por el proceso de las revoluciones rusa y china, por la caída del Imperio otomano, la desintegración del austro-húngaro, el desmoronamiento del alemán, el movimiento pareció tomar y cobró impulso en América Latina. Lo hizo en el único campo donde podía manifestarse. Como alguien dijo: «ya que no podemos hacer la Revolución en el país, hagámosla en la Universidad».
Pero apenas las ondas de la revolución declinaron en el mundo y se aquietaron, la Reforma Universitaria perdió también su proyección continental, su naturaleza nacional y social, quedando reducida a una serie de consignas técnicas para democratizar la Universidad y proveer buenos profesionales, científicamente conformados, y humanistas de nuevo cuño. Pero, qué sentido podía tener esto si se mantenía al par la estructura semicolonial, la división agonizadora, vale decir, todas las condiciones para las cuales no hacían falta esos profesionales? Para qué humanidad iban a ejercer sus afanes los neohumanistas? Toda la renovación universitaria que la Reforma propulsaba estaba ligada a la formación de la nación latinoamericana, sin la cual no tenía sentido.
Imposibilitada de mantener el contenido que le insuflaba vida, la Reforma, ideal de quienes divisaban un nuevo ciclo de civilización que se abriría en América, se confina en la órbita del claustro; con este aspecto técnico de la Reforma, las oligarquías locales se manifestaron a veces tolerantes, considerándolo como expresión de inquietudes juveniles, susceptibles de ser encauzadas con una aleación de dureza y suavidad. Así ocurrió en el Rio de la Plata, uno de los focos principales de la Reforma, donde ésta perdió su sentido nacional. Se diluyó en los cánones de una democracia liberal abstracta, la misma cobertura con que se disfrazaban las naciones imperialistas privilegiadas de Occidente. Y se hicieron «reformistas», amigos de la Reforma, sus partidarios, los peores enemigos que ella tuvo.
Pero hubo una excepción y fue en el Perú, donde contrariamente, la Reforma dio origen a todo un movimiento político, la. Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), que llevó al tope las banderas nacionales del movimiento estudiantil. Examinemos las causas de esta radical diferencia.
LA REFORMA EN EL PERÚ
En muchos países latinoamericanos, donde los indígenas constituyen una gran proporción del pueblo, cuando no su mayoría, (8) nos encontramos ante dos estructuras económico-sociales distintas. Una de ellas, llamémosla el ámbito exportador-importador, que ejerce oficialmente los destinos de la República, está constituida por la población blanca, de habla castellana, de cultura europea, de religión católica. La otra, está formada por los campesinos indios. Éstos se encuentran sometidos a la explotación feudal, producen y viven en condiciones primitivas; no poseen capacidad de venta ni de compra; carecen de derechos civiles y menos políticos; están analfabetizados. Hablan, asimismo, su idioma autóctono como en la época de los incas, chibchas, mayas, nahuatles y aztecas y conservan gran parte de sus tradiciones culturales, artísticas y religiosas prehispánicas, expresando con ello su resistencia a asimilarse a una civilización que sólo conocen a través de su opresor, el gamonal o hacendado, aliados con el imperialismo. Esta nacionalidad antigua, apartada del movimiento civilizado, existía, como enquistada en la otra, sin que se hubiesen fundido, interpenetrado, denunciando de este modo la incompletitud de nuestro desarrollo, nuestra frustración revolucionaria.
Al declinar la oleada revolucionaria mundial, que se tradujo en América Latina, según vimos, con la Reforma Universitaria, a los integrantes de ésta les quedaron dos caminos, en general: adherirse a la Revolución Rusa, tal como lo hicieron transitoriamente muchos reformistas; o, de lo contrario, adaptarse a la realidad económica y política de sus países, reduciéndose a mantener los principios pedagógicos de la Reforma.
Pero en el Perú se daba la posibilidad de un tercer camino: ligar el movimiento nacional de la Reforma, nacido como consecuencia de trastornos capitalistas de proyección mundial, que se había desarrollado con medios ideológicos modernos, europeos o europeizantes, con aquella vieja civilización incaica que permanecía dormida. Este camino, realmente extraordinario, lo tomó Víctor Raúl Haya de la Torre, el líder del movimiento reformista en el Perú. Aunque lógico y natural, hacía falta verdadera audacia revolucionaria para seguirlo, pues era impreciso y presentaba contradicciones que, lejos de esterilizarlo, se convirtieron en fuentes de la fecunda acción política e intelectual que desarrolló el aprismo. Así se pudo mantener en el Perú la bandera latinoamericana de la Reforma, expresándola en la consigna de la unidad de Indoamérica y, más aún, llevarla a sus consecuencias legítimas, formando un verdadero partido político indoamericano, el ya nombrado APRA.
LA IDEOLOGÍA DEL MOVIMIENTO REFORMISTA
La juventud que hizo la Reforma requería ansiosamente una ideología que expresara el sentido histórico de su movimiento, y que fuese capaz de englobar sintéticamente sus aspiraciones. Esta ideología no existía, había que formarla. Reproduciendo un fenómeno usual en la historia de los países rezagados, ella tomó las formulaciones avanzadas del pensamiento europeo, vale decir, el marxismo, adquiriéndolo sobre todo a través del hálito renovador de la Revolución Rusa. No hay en esto nada de asombroso ni de equívoco, ni digno de prestarse a lamentaciones reaccionarias. El pensamiento burgués había caído en la postración y la decadencia. Al transformarse la burguesía, de clase revolucionaria hasta el siglo XIX en clase reaccionaria en sus postrimerías y en la actual centuria, había desmentí-do hasta la saciedad los principios que en otro tiempo le facilitaron la viabilidad histórica, mostrando su insuficiencia y su vacío. Ya los sectores más combativos de las burguesías alemana e italiana, en pleno siglo XIX, habían combinado ideológicamente la República con aspiraciones socialistas, más o menos vagas, desteñidas, que tomaban del proletariado parisino. La intelligentsia rusa, en masa, se había volcado en las últimas décadas del siglo hacia el socialismo, en sus formas populista y marxista.
Por esta razón, queriendo hacer una revolución nacional-democrática, la juventud de 1918 mal podía recurrir a la ideología burguesa desprestigiada y caduca, sino que debía proveerse en el arsenal teórico y político del proletariado y dirigirse a él (Universidades Populares González Prada, en el Perú; Lastania, en Chile; Martí, en Cuba, etc., en que fraternizaron obreros y estudiantes). Esto que decimos confirma una ley más general y es que en nuestro tiempo las revoluciones nacionales se originan en la crisis del sistema capitalista mundial y no en su ascenso, como en el pasado.
La juventud de 1918 se adscribió a las formulas marxistas confusamente, buscando a tientas el camino. Era la hora que vivía el mundo. Al empalmar con la generación del 900, que también había buscado apoyo en la ideología socialista (Ingenieros, Lugones, Palacios, Ugarte y otros), se acentuó en este rumbo. Pero aquí tropezamos con un hecho de transcendental importancia histórica. Mientras que los miembros más progresivos de ambas generaciones se adhieren, los primeros al socialismo prebélico y los segundos a la resurrección marxista que trajo la Revolución Rusa en sus primeros años, los partidos y corrientes socialistas y comunistas nativos los repelieron, por su ceguera frente al problema nacional y frente a la Reforma Universitaria. Este tema merece una consideración más detenida.
LOS PARTIDOS SOCIALISTA Y COMUNISTA FRENTE A LA REFORMA
Es conocida la actitud que tuvo el Partido Socialista de la Argentina, para tomar el más desarrollado y típico de América Latina, frente a la Reforma Universitaria. No sólo no vio nunca su contenido nacional, sino que inclusive llegó a proponer la subordinación de cada Facultad al Ministerio más afín y la disolución del Rectorado. Calificó desde el parlamento la adhesión del presidente Yrigoyen a la Reforma Universitaria y el proyecto de crear la Universidad del Litoral [9] como demagogia.
La actitud de Alfredo L. Palacios, miembro de la generación del 900 y hombre destacado en la Reforma, que desempeñó un prominente papel en su preparación previa en el Perú, donde estuvo en 1919, pareciera pero no es una excepción. Cuando advino la Reforma, estaba fuera del Partido Socialista, de donde se lo expulsara en 1915 por su tendencia nacionalista. Había fundado el Partido Socialista Argentino, que tras unos 88 mil votos en las elecciones de 1916, en que venció el radicalismo, se frustró. Y sólo reingresó a la vida partidaria activa en 1931, producido ya el golpe septembrino, de trágicas proyecciones, aún no estudiadas ni discutidas debidamente, en la política entera del país, y que explica no sólo el reingreso de Palacios, sino también su abandono definitivo de toda tentativa concreta de constituir un socialismo nacional.
En cuanto al Partido Comunista, debemos diferenciar dos períodos. En los años iniciales, cuando la Revolución Rusa aún no había sido copada por la burocracia, adhirió al movimiento reformista, pero ignorando también su contenido nacional latinoamericano, considerándolo sólo en su aspecto social general. Para el Partido Comunista, el problema nacional, forma típica en que se expresa la revolución de los países retrasados, no existía. Poco más adelante, cuando ya estaban en el período del ultraizquierdismo a todo trapo, que precedió al ascenso de Hitler al poder (1929 a 1934), tildaron a la Reforma de «movimiento pequeñoburgués reaccionario». Sólo en 1935, cuando la URSS se alía con las potencias imperialistas «democráticas» de Occidente, ante el peligro del imperialismo alemán, se ocuparon de exaltar la Reforma ya vencida, pero sólo en su aspecto democrático formal.
Trataban así de ligar al estudiantado con los profesores amigos de Inglaterra, Francia y Estados Unidos y a través de ellos con los partidos que representaban la influencia de esos imperialismos dominantes en nuestro país. En fin, a toda esa política nefasta que se llamó del Frente Popular.
La ceguera de los socialistas y comunistas frente a la Reforma Universitaria fue parte de su ceguera total respecto a la cuestión nacional. Jamás, ni antes ni después de la Reforma, el Partido Socialista concibió siquiera la idea de que había un problema de unificación de los países al sur del Río Bravo. Incluso, dentro del mismo país, ignoraban el problema de la opresión imperialista y ponían en el primer plano la lucha contra todos los partidos y tendencias que encarnaban aspiraciones nacionales. El Partido Comunista, nacido como un desprendimiento de izquierda de aquél, llegó a comprender en algunos momentos que había una opresión imperialista, pero no por eso varió su política interna, pues su comprensión sólo nacía de las diferencias entre la burocracia del Kremlin y el imperialismo mundial. Cuando aquélla se aliaba con el sector «democrático» de éste, que es el dominante en nuestros países, ni se acordaban de esa opresión.
LA DOCTRINA MARXISTA Y EL PROBLEMA NACIONAL
Cual fue la causa histórica de esta ceguera? Residía acaso en la doctrina marxista? La respuesta es negativa. La socialdemocracia europea clásica no desconoció el problema nacional tal como se planteaba en el viejo continente. Las unificaciones nacionales de Alemania e Italia fueron apoyadas por ella, a pesar de que, por la cobardía de las respectivas burguesías, asumieran un carácter dinástico. En el imperio austro-húngaro, subsistente hasta 1918, siguió reconociendo la cuestión nacional, aunque le dio la formulación oportunista de una «autonomía cultural». Por su parte, la socialdemocracia rusa estudió profundamente el problema nacional y desarrolló incluso su teoría. Fue en gran parte debido a su estrategia acertada en este campo que obtuvo el triunfo de octubre de 1917 en el Imperio zarista. Abarcando el problema en toda su magnitud histórica, Lenin había llegado a predecir que el siglo XX vería surgir nuevos y grandes movimientos nacionales y nuevas naciones. No se equivocaba.
Y si nos referimos a los maestros del socialismo científico, a Marx y a Engels, vemos que ellos desarrollaron su doctrina y su vida política en una época en que los problemas nacionales estaban en plena ebullición en el Occidente europeo. Los vivía Alemania, su país natal, por cuya unificación bregaron, aún al realizarla el prusiano militarista Bismarck. Incluso apoyaron el movimiento nacional polaco dirigido por la nobleza. Lo mismo hicieron con el movimiento nacional de Italia, de Irlanda. En todas sus obras la cuestión nacional ocupa lugar preferente, al lado de la formulación de los principios teóricos generales del socialismo. Pero nuestros «socialistas» y «comunistas» nativos tomaron sólo estos últimos, olvidando por completo los primeros. Y así, en países históricamente retrasados, en los cuales la revolución se desarrolla por vías nacionales, sostuvieron idénticas fórmulas y consignas que en las naciones desarrolladas de Europa o en los Estados Unidos. Cuáles son las causas que llevaron a esta deformación, de tan grandes consecuencias históricas? No es éste el lugar para exponerlas. Pero señalaremos, de modo muy general, que la subordinación económica de nuestros países determinó que las tendencias ideológicas y políticas en pugna reflejaran las grandes fuerzas mundiales. Así, el socialismo tradicional, tradujo con su ignorancia del problema nacional de América Latina, la presión del imperialismo dominante. Se ha dicho y es axiomático que quien desconoce el nacionalismo del país oprimido favorece el del opresor. Utilizando como cobertura ideológica el internacionalismo proletario mal entendido, el socialismo tradicional desempeñó precisamente esa función, buscando sistemáticamente oponer el movimiento político de la clase obrera al movimiento nacional. Esto lo llevó a su bancarrota al producirse la primera crisis seria del sistema capitalista mundial (guerra de 1914-1918), que planteó precisamente la «insubordinación» de los países coloniales y semicoloniales y la movilización de sus fuerzas interiores, la aparición del factor nacional. Desde entonces fue perdiendo su representatividad obrera, porque ya se puso en contradicción abierta con los intereses del proletariado, que le dictan la alianza con los demás sectores del movimiento nacional.
A su vez, el Partido Comunista, atado a la burocracia que hacia 1924 desplazó del poder político al proletariado ruso, se dedicó a traducir la política exterior de ese Estado, acondicionando su actuación a los vaivenes y conveniencias que a éste imponían las diversas coyunturas de la situación mundial. Por esta razón, no formuló su política de acuerdo con las necesidades propias de la clase obrera y del pueblo en cuyo seno actuaba. [10]
Por estas razones, vemos juntos al socialismo tradicional y al Partido Comunista en su incomprensión u hostilidad hacia la Reforma Universitaria, en su ofensiva contra el radicalismo yrigoyenista en 1930 y en la Unión Democrática de 1945. Constituyeron el sector de «izquierda» del frente imperialista, actuando en general siempre en el campo antinacional.
Ahora bien: la última guerra (1939-45) engendró nuevos y más grandiosos movimientos nacionales en todo el mundo que inauguraron una nueva era en la historia de la humanidad, llevando al imperialismo a la más profunda y extensa de sus crisis. Asia, Oceanía, África y América Latina han puesto en movimiento a cientos y cientos de millones de hombres; las grandes fuerzas internas de los pueblos que constituyen más de las tres cuartas partes de la humanidad contrabalancean ya a los dominadores.
En estas revoluciones nacionales participa intensamente, constituyendo el sector más definido y consecuente, la clase obrera. Esto ha llevado a superar la desfiguración de la teoría marxista a que nos hemos referido antes y a que la cuestión nacional ocupe el lugar que le corresponde en la estrategia liberadora de los pueblos. Así, en diversos países de América Latina, estamos asistiendo a un vigoroso proceso de creación de una poderosa corriente socialista conectada con el movimiento de unificación nacional de nuestros pueblos, corriente que ya ha encontrado expresión en el libro, el ensayo y el artículo. No se trata de un proceso que discurra por viejos canales partidarios, sino más bien un vasto movimiento de reagrupación ideológica que nos hace recordar precisamente los planteos de la Reforma y la etapa vivida en sus años subsiguientes, pero en una escala histórica mucho más elevada.
ACTUALIDAD DE LA REFORMA
El proceso que dejamos esbozado, sin embargo, aún no se ha reflejado, en general, en el campo universitario, que en 1918, al contrario, había constituido su avanzada. Nuestros estudiantes continúan debatiendo cuestiones ideológicas características de la era reaccionaria que demoran su integración en la lucha que vive América Latina. Desde este punto de vista, es imprescindible reexaminar qué fue la Reforma Universitaria. Las reivindicaciones democráticas que ésta lanzó (participación del estudiantado en el gobierno de la Universidad, autonomía de ésta, asistencia y docencia libres, etc.), estuvieron ligadas, como hemos mostrado, a la concepción de que un nuevo ciclo de civilización se iniciaría en América Latina, cuya forma política consistiría en federar sus estados, en constituir la verdadera nación. Con el tiempo, y a medida que dominaba la reacción en la Argentina y otros países, esas reivindicaciones quedaron desvinculadas por completo de aquella concepción, de su base nacional legítima, y se diluyeron en las expresiones democráticas comunes a Occidente. Esto permitió a los imperialismos dominantes en América Latina – inglés, yanqui y francés – utilizar los ideales democráticos de la Reforma para movilizar al estudiantado en favor de sus intereses económicos y políticos: participación en la guerra de 1939-45, etc. A su vez, los imperialismos alemán, italiano y japonés, que por carecer de colonias no habían podido mantener el ornato democrático, procuraron movilizar a los estudiantes esgrimiendo consignas como las de neutralidad y aún el anticolonialismo, que eran sentidas por dar expresión a los intereses nacionales, pero que se presentaban mezcladas con formas totalitarias y rasgos ideológicos reaccionarios. En ambos casos el estudiantado, como el pueblo latinoamericano todo, eran conducidos a ver su destino en la subordinación, ya al campo imperialista «democrático», ya al campo imperialista «totalitario». Tal es así que el rasgo común de ambos sistemas ideológicos en su proyección sobre los diversos países de América Latina consiste en que ninguno de ellos enarboló la bandera de su unificación nacional, única capaz de expresar los propios y auténticos intereses de sus pueblos, de permitirles autodeterminar su destino, en lugar de estar reducidos a ser el juguete de fuerzas extrañas.
Las circunstancias posteriores de la lucha han conducido a una exacerbación de las consignas democráticas de la Reforma, pero si éstas no son conectadas nuevamente al contenido nacional que les dio nacimiento, llevarán otra vez al estudiantado a un callejón sin salida. La Universidad será escenario repetido de una lucha entre dos sectores, uno aparentemente progresivo, otro aparentemente reaccionario, pero ambos, en fin, sujetos a intereses extraños a los del propio estudiantado latinoamericano.
Estudiar concreta y profundamente la Reforma Universitaria de 1918, huyendo de las abstracciones y chácharas de sus pseudoexponentes, que hoy brotan como hongos, significa para el estudiantado reencontrar la verdadera ruta, la que lo liga realmente al movimiento obrero – aspiración constante de la Reforma -, la que lo une al pueblo todo en la lucha por la liberación nacional y social de América Latina.
NOTAS:
1) La persistente tentativa de constituir la Federación Centroamericana y de las Antillas, como la de reestructurar la Gran Colombia (Colombia, Ecuador y Venezuela), la de unificar el Alto y Bajo Perú (Perú y Bolivia) y la de formar la Unión Aduanera del Sur (Brasil, Uruguay, Argentina, Paraguay y Chile), son expresiones regionales de la poderosa corriente que empuja a la unidad de todos nuestros países.
2) A comienzos del siglo XIX, América hispana constituía una unidad político-administrativa. La revolución fue americana.
3) El ascenso del capitalismo en el mundo (siglos XVII a XIX) se llevó por la creación de los modernos estados nacionales. Territorios con población de un solo idioma, superando las divisiones feudales, se dieron cohesión estatal. América Latina no alcanzó a constituirse nacionalmente en el siglo pasado por la combinación de ciertos intereses regionales librecambistas con las potencias colonizadoras, que fomentaron la balcanización. La crisis definitiva del capitalismo mundial (iniciada en 1914), luego del interregno de construcción imperialista (desde 1870 hasta 1914), replantea, cada vez con más vigor, el problema nacional de América Latina: o constituir la nación o perecer, tales son sus términos inequívocos.
4) Singular suerte la nuestra, en que lo propio resultaba lo deleznable y lo foráneo encarnación de todas las excelencias! A esta concepción básica estaba adscripta toda nuestra ideología de esclavos semicoloniales. Y cuántos restos de ella persisten aún!
5) No hay casi un miembro de esa generación que, bajo una u otra forma, no haya formudado la concepción e idea; de la unidad de América Latina. Y la nómina es extensa.
6) En gran medida, el intelectual nativo continúa siendo un »emigrado interior».
7) Fue éste el último Congreso latinoamericano, en el cual participó por la Argentina, Sarmiento. La guerra del Paraguay (1865) canceló sus eventuales proyecciones. Después, sólo tuvimos panamericanismo. Hasta que se reúne en México, en 1921, el Congreso Continental de la Reforma, ya mencionado.
8) Perú, Bolivia, Ecuador, Venezuela, Guatemala, México, etc.
9) La Facultad de Derecho de Santa Fe funcionaba de antiguo en el Colegio de la Inmaculada Concepción de los jesuitas, dirigida por éstos. La creación de la Universidad del Lito-ral quebrantaba el monopolio clerical de la enseñanza.
10) Así, en 1927, en un Congreso antimperialista realizado en Bruselas, Vittorio Codovilla, el jefe ítalo-argentino del Partido Comunista argentino, reaccionaba con indignación ante los planteos nacionales latinoamericanos diciendo: “Que perezcan, por último, estos veinte pueblecitos, con tal que se salve la Revolución Rusa”. Y agregaría posteriormente: “A un comunista no le interesa sino la campaña de la IIIa. Internacional, aunque para sostenerla se sacrifiquen quince países…”
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